El autor de las “Bases” dejó San Miguel de Tucumán en 1824, para estudiar becado en Buenos Aires. Regresaría, por un mes, en 1834. Al alejarse, no sospechaba que esa era la última vez que vería la ciudad donde nació.
Catorce años tenía Juan Bautista Alberdi a fines de 1824, cuando abandonó la ciudad natal de San Miguel de Tucumán. Su madre, doña Josefa Aráoz, había muerto poco después de darlo a luz, y hacía dos años que había perdido al padre, don Salvador de Alberdi. Era la suya una corta familia. Tenía dos hermanos solterones, Felipe y Manuel, y una mujer, Tránsito, que se casaría con Ildefonso García: fue la única que tuvo descendencia. Otros dos hermanos habían muerto en la infancia: María del Rosario, a pocas horas de nacer, e Ignacio, cuando llegaba al uso de razón.
Don Salvador era amigo de Manuel Belgrano, y el general demostraba su afecto por el pequeño Juan Bautista, haciéndolo jugar con los cañoncitos que servían para clases de academia en el Ejército del Norte.
Aprendió a leer y escribir en la escuela pública, de breve vida, fundada por el vencedor de Tucumán y Salta. Y la oportunidad de una educación superior en Buenos Aires, había aparecido cuando le tocó una de las becas que distribuía en las provincias el gobernador porteño, general Juan Gregorio de las Heras.
El Colegio y la tienda
Emprendió el viaje a la gran ciudad en carreta de bueyes, cuenta. Dos meses tardó en llegar a Buenos Aires, pero el viaje fue, para el adolescente Alberdi, “un paseo de campo continuado”. Ocupaba el carromato sólo en las horas de comida y cuando dormía, a la noche. Bien temprano, montaba a caballo para dar vueltas y galopes adelantándose al vehículo, que se desplazaba con enorme lentitud.
Llegado a destino, ingresó al Colegio de Ciencias Morales. Pero la disciplina escolar chocaba con la vida libre a la que se había acostumbrado en Tucumán. Insistió ante su hermano mayor y tutor, Felipe, hasta que este no tuvo más salida que permitirle dejar el Colegio.
Pero como debía tener alguna ocupación, Felipe lo colocó como empleado de mostrador en la tienda de Maldes. El dueño conocía a los chicos Alberdi desde su época tucumana, cuando fue dependiente de don Salvador.
El importante negocio estaba situado frente al Colegio, y desde su puerta Alberdi veía entrar y salir, todos los días, a los estudiantes. La visión le generaba remordimientos. Puesto que ya no estudiaba, leía. Los domingos, elegía parajes solitarios para concentrarse en “Las ruinas de Palmira” de Volney.
Vuelta a los libros
Al verlo tan lector, su primo Jesús María Aráoz, recién llegado de Tucumán, le arrancó una confidencia: admitió que estaba arrepentido de haber dejado el Colegio, y que querría volver. En esa época, residía en Buenos Aires el general-doctor Alejandro Heredia, diputado por Tucumán al Congreso. Aráoz lo fue a visitar, le habló del asunto y Heredia se movió rápidamente. Gestionó ante Florencio Varela, alto funcionario del Ministerio, el restablecimiento de la beca, y lo consiguió.
Mientras esperaban esa resolución, Heredia le daba lecciones de gramática latina, y hasta lo hizo estudiar música. De vuelta al Colegio, Alberdi se concentró a fondo en los estudios. Tanto, que cayó enfermo. Uno de los médicos, el doctor Owgand, le dio una curiosa receta: “No abra usted un libro, pasee mucho al aire libre y vaya a los bailes”. Alberdi argumentó que no sabía bailar, ni le gustaba. “Vaya usted a ver bailar: respire el aire de una sala de baile”, insistió Owgand. Así fue que el tucumano empezó a aficionarse a “la vida de salones y de fiestas”.
Un “pichón de tero”
Pasó más tarde a las aulas de la Universidad. Su gran amigo Miguel Cané -padre del autor de “Juvenilia”- le prestó “Julia o la nueva Eloisa” de Rousseau, libro que lo encandiló por mucho tiempo. Luego vendrían el “Emilio” y “El contrato social”.
En 1834, diez años después de haber partido de Tucumán, Alberdi decidió volver a su tierra. Quería finiquitar la sucesión del padre y visitar a la familia. Conocemos su aspecto físico de entonces, por el retrato al lápiz que le hizo el ingeniero Carlos Enrique Pellegrini. El historiador Juan Pablo Oliver lo describe.
“Peinado batido o tupé a la moda de Julio, de grandes y oscuros ojos de pájaro que miran sin remontar en excesivo vuelo, nariz recta algo prominente, boca grande con labios plegados en fino rictus irónico. De talla corta, cenceño, viste con distinción frac negro de anchas solapas, cuello alzado sobre la barbilla, corbatín y chaleco de piqué blanco con dos brillantes en la pechera”.
En suma, lucía “a la última moda, presentada en Buenos Aires por el sastre mister Coyle, quien seguía la escuela de Brummell”. El conjunto, resumía con cierto sarcasmo Oliver, “debía darle, en sus pininos de danzarín, el simpático aspecto de un pichón de tero o de una urraca tucumana de salón”.
Parada en Córdoba
Subió a la diligencia en compañía de un amigo, el doctor Marco Manuel de Avellaneda. La primera escala es en Córdoba, donde permanecerán de abril a junio. Sucede que Alberdi quiere rendir en esa Universidad el examen de tercer año, que le faltaba dar en Buenos Aires, para graduarse de Bachiller en Derecho Civil.
Lo ha recomendado Heredia -ya gobernador de Tucumán- a su colega de Córdoba, José Antonio Reynafé, y éste al rector José Gregorio de Baigorri. Alberdi rinde, aprueba sin esfuerzo y le confieren el grado. Avellaneda estaba presente cuando le reciben el juramento de rigor. Al salir, el rector Baigorri le desliza un chiste: “feliz usted que ha prestado su juramento en mal latín, lo cual deja su conciencia en plena libertad”.
Reynafé les encarga organizar el baile del 25 de mayo, misión que Alberdi y Avellaneda cumplen encantados: abren la danza con un minué en cuarto, del que participaban también el gobernador y su ministro.
Por esos días conoce, entre otros, a los doctores Juan del Campillo y Santiago Derqui. Nunca podría imaginar que, muchos años más tarde, en 1853, ambos firmarían como convencionales la Constitución Nacional, y que Derqui sería el segundo presidente de la República organizada.
En Tucumán
Empieza junio cuando Avellaneda y Alberdi prosiguen el viaje a Tucumán. Se les une Mariano Fragueiro, quien se dirigía a Bolivia. Recorren las leguas, cuenta Alberdi, en “una diligencia o carruaje de cuatro ruedas, tirado por caballos, de propiedad de mi paisano y amigo don Baltazar Aguirre”. Para entretenerlos en el trayecto, Fragueiro traducía del inglés, en voz alta, el libro de viaje del capitán Joseph Andrews, que cronicaba su estadía en las provincias del norte en 1826.
Arriban a San Miguel de Tucumán un día domingo. La ciudad está en tensión. El gobernador Heredia ha sofocado una revolución y tiene presos a sus cabecillas: el coronel Gerónimo Helguera, los jefes José Álvarez, José Francisco López, Manuel López y otros. Están condenados a muerte, pena que rige también para el abogado Ángel López, aunque este pudo fugarse a tiempo.
Heredia recibe a los viajeros con todo afecto. Llega pronto el 9 de julio y las autoridades se trasladan, para conmemorar la fecha, a la Casa de la Independencia. Allí, invitan a Alberdi a decir unas palabras sobre el aniversario de la patria. El joven aprovecha para pedir que se perdone a los reos, gestión que reiterará, con elocuencia, en el banquete de esa noche. Al escucharlo, Heredia se conmueve y dispone liberar a los condenados. “La emoción literaria era el talón de este Aquiles”, comentará Juan B. Terán.
Hora de partir
Alberdi disfruta de gratos días en Tucumán. Pasea con sus grandes amigos Avellaneda y Brígido Silva, recorre a caballo los alrededores, observa a la gente. También frecuenta al gobernador Heredia, quien está obstinado en hacerlo quedar en la ciudad. Por eso lo autoriza a ejercer la abogacía, a pesar de que a Alberdi aún le falta cursar la Academia de Jurisprudencia. También le ofrece una banca en la Sala de Representantes, y hasta intenta mandarlo como mediador en el espinoso conflicto que mantiene con Salta.
El joven, incómodo ante semejante asedio, resuelve acortar su estadía en Tucumán, que dura apenas un mes. Tras arreglar la testamentaría de don Salvador, trepa a la diligencia y parte de vuelta a Buenos Aires, cuando corre noviembre de 1834.
Sus amigos quedan inconsolables y llenos de envidia. El doctor -y después obispo- José Agustín Molina le ofrece un poema de despedida. “Joven de modales finos,/ de talento soberano,/ el Rossini Tucumano,/ ¿Alberdi, Alberdi, te vas?/ ¡Que el ángel de los caminos/ haga tu viaje felice!…/ Sólo esto el labio te dice,/ mi corazón, lo demás”, rezan las ingenuas estrofas finales.
Nunca más
Cuando Alberdi se aleja, nunca hubiera sospechado que no regresaría jamás a la ciudad donde nació. Le dedicará, ese mismo año, un entrañable escrito, la “Memoria descriptiva sobre Tucumán”, pero no la volverá a ver. El joven amante de fiestas y bailes se convertirá, poco a poco, en el pensador político más agudo de la Argentina del siglo XIX, autor de libros famosos y de incontables artículos de militante.
Sofocado por la tiranía de Rosas, en 1838 dejará el país por espacio de 41 años. Regresaría en 1879 para alejarse de nuevo, y definitivamente, en 1881. Tres años más tarde morirá en París, el 19 de junio de 1884.