A partir de la llegada de la imprenta a la provincia, empezaron a aparecer productos locales, algunos de mucha significación. Leer también deparaba curiosas peripecias
Quienes hoy suelen quedarse desconcertados y sin saber qué elegir frente las vidrieras de las librerías tucumanas -tantos y tan abigarrados títulos se presentan a su vista- difícilmente podrían darse cuenta de lo escasos que eran los libros en Tucumán, hasta finalizado el siglo XIX.
Apuntemos antecedentes remotos. En la primera San Miguel de Tucumán, en Ibatín (1565-1685) aparecen inventariados, en 1606, entre los bienes del difunto vecino Diego de Ceballos Morales, cuatro libros: una “Epístola” de Guevara, un “Símbolo de la fe”, un “Flos Sanctorum” y una “Historia general del mundo”. Los temas de lectura parecían ser entonces predominantemente religiosos. Claro que las órdenes eclesiásticas tenían sus propias bibliotecas, denominada “librerías”.
De los Jesuitas
Entre estas descollaba la de los padres jesuitas. Al ser expulsados en 1767, el convento de San Miguel de Tucumán tenía, dice Paul Groussac, “una colección bastante completa de padres latinos y griegos, un Farinacio -‘comida de pericotes’, según el inventario- una colección de historiadores de Indias, muchas obras de Suárez, Sánchez, Molina, Escobar y demás casuistas”; la “Flos Sanctorum” de Rivadeneira y “muchas obras de historia, filosofía y ciencia”, que sumaban 843 tomos, “sin contar los volúmenes que estaban en las celdas”, aparte de más de 200 folletos. “No sería fácil, talvez, encontrar en nuestras provincias una biblioteca equivalente”, agrega el historiador.
Se sabe que acaso el primer diccionario inglés-español que hubo en la provincia, fue de propiedad del obispo José Agustín Molina (1773-1838), quien luego lo pasaría al doctor Marco Avellaneda, el “Mártir de Metán”: en 1884, el doctor Fabio López García lo donó a la Biblioteca Sarmiento.
Llega la imprenta
También el general Bartolomé Mitre se benefició con libros antiguos procedentes de Tucumán. El gobernador José Posse le envió de regalo, en 1864, para “su preciosa colección de literatura americana”, un “Arte y vocabulario de la lengua lule y tonocoté”, del padre Machoni, editado en Madrid en 1732. Posse lo había descubierto “revolviendo el polvo de una librería de convento”, decía en su carta.
Sabemos que la imprenta llegó a Tucumán en 1817, traída por Belgrano, y que debutó publicando el “Diario Militar del Ejército Auxiliador del Perú”. Editaría luego unos pequeños folletos, de los cuales se conocen algunos títulos, en la etapa inicial. Por ejemplo, la “Táctica militar o instrucciones para evolución y maniobras de caballería. Manejo del sable y tercerola” (1821), de autor anónimo; la antología “Opiniones de los publicistas más célebres sobre las diversas formas de gobiernos libres”, también de 1821, obra del francés Juan José Dauxion Lavaysse, y unas “Poesías sagradas”, del escribano Florencio Sal, estampadas en 1822.
En los años 1850 y 1860
Las citadas serían las primeras ediciones tucumanas, según noticias del historiador Antonio Zinny en su “Catálogo general razonado”, de 1887.
De allí en adelante (y ciñéndonos sólo al siglo XIX y sin mencionar periódicos) podemos ensayar una mirada muy a vuelo de pájaro sobre las publicaciones impresas en Tucumán. Que no son tan pocas, a pesar de que, hasta después de Caseros, teníamos solamente una imprenta.
En la década de 1850, vale la pena citar, entre unos pocos folletos, el “Sermón predicado por el R.P. Esquiú el día 20 de febrero de 1856 en la colocación de la Yglesia Matriz de Tucumán”, hoy joya bibliográfica, estampada en 1856.
En la década siguiente, de 1860, además de numerosos folletos y reglamentos, tiene interés un “Manual de la historia de las Provincias Unidas del Río de la Plata para el uso del Colegio Nacional de Tucumán”, por Pascual Barbati (1866), y un “Manual del Arma de Infantería de las V y VI edición de la obra de Perea, arreglado para el Batallón 7 de Línea por su jefe el teniente coronel Julio A. Roca”, de 1869.
Prolífico decenio 1870
Importantes libros alumbró el decenio de 1870. El clásico de Arsenio Granillo, “Provincia de Tucumán. Serie de artículos descriptivos y noticiosos” (1872) y el “Estudio sobre el sistema rentístico de la Provincia de Tucumán de 1820 a 1876”, de Alfredo Bousquet (1878). Ambos tomos (que vienen a ser, respectivamente, una primera descripción y una primera historia económica de Tucumán) fueron costeados por el Estado, por resolución del gobernador Federico Helguera.
De Paul Groussac, por entonces residente en Tucumán, se imprimieron “Los jesuitas en Tucumán” (1873) y una novela, “De la cruz a la fecha” (1879). Asimismo, el importante “Repertorio Eclesiástico del Obispado de Salta”, de 1875. Párrafo especial merece el “Código de Procedimientos Civiles para la Provincia de Tucumán”, de 1875, monumental obra de los doctores Benjamín Paz, Arsenio Granillo y Ángel M. Gordillo. El grueso tomo fue difundido y admirado por jurisconsultos de todo el país. El doctor Granillo editó además, en 1873, un “Curso de Derecho Internacional Privado”.
Con largos títulos
Destacamos un par de textos didascálicos de largo y singular título. El “Compendio de urbanidad y buenas costumbres extractado del Manual de Carreño, arreglado en preguntas y respuestas para uso de las escuelas de ambos sexos y dedicado a los alumnos de la Escuela San Martín”, por Ángel Segundo Ramos (1874).
También, las “Lecciones de Historia Sagrada conforme al programa del Colegio Nacional de Tucumán, muy útiles también a las Escuelas Normales, colegios y escuelas de instrucción primaria donde se da la enseñanza de esta asignatura” (1876), del presbítero José M. Sánchez, catedrático del Nacional.
En la década de 1880, aparecen el “Digesto de ordenanzas, reglamentos y acuerdos de la Municipalidad de la ciudad de Tucumán” (1880), excelente y útil compilación de Zenón J. Santillán. Asimismo, el compacto “Procedimientos judiciales para jueces de Paz y comisarios de Policía”, del doctor Belisario Saravia (1887). Y en la última década del siglo XIX, producto de la “Imprenta Española” de Tucumán, tenemos el clásico y voluminoso “Calchaquí”, de Adán Quiroga (1897), con ilustraciones de Fernán González, y la “Guía Ilustrada de la Provincia de Tucumán”, de Matías Maciel Villafañe, de 1899.
Robados o prestados
No era raro que la gente robase los libros, o los llevara prestados para no devolverlos jamás, como es usual. En 1861, el diario local “El Eco del Norte” publicaba avisos como este: “Suplico a la persona a quien fueron a vender un tomo de las obras de M.Edgar Quinet en francés, se sirva retenerlo y entregarlo en la botica del infrascripto, de donde fue robado de sobre una silla por unos muchachos”, decía el texto firmado por don Hermenegildo Rodríguez, en la edición del 19 de mayo.
El 23 del mismo mes, el escribano Bernabé Palma expresaba en otro aviso: “No aparecen entre los libros del finado R.P. Pérez (se refería al constituyente dominico de 1853, fray Manuel Pérez) dos tomos de las ‘Memorias de ultratumba’ de Chateaubriand, que son el quinto y sexto tomo. Si alguno de los amigos del expresado Padre los tiene, suplico me sean entregados”. Los avisos demuestra lo raro que eran los libros y cómo la gente se movilizaba detrás de los sustraídos o prestados.
Demasiados libros
En cuanto a los lectores de la segunda mitad del XIX, algunos vivían inéditas peripecias. Groussac, que viajaba por las provincias como inspector nacional de enseñanza, daba indicaciones a su librero de Buenos Aires con una precisión tal, que recibía las últimas novedades prácticamente en cualquier parte.
Cuenta que una mañana de 1875, yendo a caballo de Tucumán a Salta, la diligencia lo alcanzó en el río Las Piedras y el conductor le entregó un paquete con libros a su nombre. Rato después, en Chilca, luego del asado, abrió el envoltorio y pudo saborear, “debajo de un umbroso mistol, el exquisito y artificioso ‘Esfinge, de Feuillet, triunfo reciente de Croizette en la Comédie Francaise”.
Según este testigo, la presidencia de Sarmiento creía que la alfabetización tenía relación directa con la cantidad de libros que se pusiera en manos de la gente. Así, había bibliografía diseminada al voleo por todas partes. “Las obras en español, francés, inglés, algunas valiosísimas, se encontraban tiradas en las pulperías”.
Groussac pudo comprobarlo muchas veces. “En una escuela de Jujuy se me fueron los ojos tras una edición de Platón, como no he vuelto a hallar en el país”, cuenta. “Y fue un poco arriba de Abra Pampa, cerca de Yavi, donde por cuatro chirolas bolivianas adquirí en el mismo rancho un excelente cordero mamón y un tomo descalabrado del ‘Théatre Complet’, de Dumas”…