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EL VIEJO CABILDO DE TUCUMÁN. La fotografía, tomada en los últimos años del siglo XIX, muestra al edificio engalanado para una fecha patria. En la torre, se divisa el reloj.

El gobernador Celedonio Gutiérrez lo encargó a Inglaterra en 1844, para la torre del Cabildo. Al demolerse este edificio, fue colocado en la torre del poniente de la Catedral. Con cambios y arreglos múltiples, allí está todavía.


El general Celedonio Gutiérrez (1804-1880) gobernó largo tiempo la provincia de Tucumán: desde la victoria rosista de Famaillá, en 1841, hasta que fue derrocado después de Caseros, en junio de 1852. Si se piensa que luego volvería al poder por unos meses más, de abril a diciembre de 1853, hay que convenir que tuvo un mando bastante prolongado.

Cuando promediaba su administración y ya se habían calmado las guerras, decidió hermosear la ciudad en torno a la actual plaza Independencia, única de aquellos tiempos. Así, empezó la construcción de la Iglesia Matriz -hoy Catedral- luego de haber cambiado completamente el aspecto del viejo Cabildo, que se alzaba en el actual solar de la Casa de Gobierno.

Más arcos y la torre

Era un edificio de dos plantas, con ocho arcos en cada una. Posiblemente teniendo como modelo al Cabildo de Buenos Aires, Gutiérrez resolvió que se le agregaran seis arcos más, con lo que quedó un total de catorce en cada piso. Y además, le instaló una torre al centro.

Encargó el trabajo al mismo arquitecto que ejecutaría luego el plano de la nueva Matriz, el francés Pedro Dalgare Etcheverry. La historiadora Liliana Meyer expresa que entonces el Cabildo “quedó conformado por una gran fachada aporticada en sus dos plantas, enriquecida con la terminación de cornisas corridas y un frontis sobre el cual resaltaba la torre”.

La torre era esbelta y terminaba a una altura superior a la de cualquier edificio de la chata ciudad de entonces. Según la investigación de Meyer, intervinieron en “el armazón de la cúpula” el maestro Mariano Abregú; en la armadura de su “cielo de lata”, el hojalatero Francisco Guerineau, y en la armazón de las claraboyas, el maestro Ciriaco Alurralde. Remataba en una veleta de hierro, que costó 7 pesos con 2 reales.

Encargo a Londres

Construida la torre, Gutiérrez consideró que al toque final de modernidad y elegancia se lo daría un gran reloj con esferas en cada costado. Sin duda no existía reloj público alguno en San Miguel de Tucumán por esa época. Ni siquiera abundaban los relojes de bolsillo, cuya carestía los reservaba para la gente acomodada.

No había, en Tucumán ni en Buenos Aires, alguien capaz de construir un reloj adecuado para la torre. Sin arredrarse, el gobernador lo encargó a Londres, a la casa Cummings, por medio del comisionista porteño Felipe Llavallol. En carta del 11 de octubre de 1844, Llavallol informaba a Gutiérrez, en una carta de bella caligrafía, que Cummings le había avisado “estar ya en obra el ‘relox’ que usted tuvo a bien encargarme hiciera traer por cuenta de ese Gobierno”. Descontaba que “quedará al gusto de usted, pues se me asegura que la obra va a ser hecha con todo el esmero que he recomendado y arreglada a sus instrucciones”.

Bultos en Buenos Aires

El 5 de marzo de 1845, Llavallol remitió a Gutiérrez copia de la factura. Fechada en Londres el 30 de noviembre del año anterior y firmada por George Crawford Rew, describía: Un “relox de torre de 8 días de cuerda, dando las horas, e indicando horas y minutos por 3 agujas; péndulo de 14 pies; 4 roldanas y 2 pesas con las piezas adicionales para aumentar el peso en caso necesario; varas y goznes necesarios; 3 cuadrantes de cobre de 4 pies de diámetro con el movimiento correspondiente; figuras y manos doradas; campana de 300 libras, con sus accesorios, todo completo”.

La factura ascendía a 150 libras, que se hacían 160 sumando los gastos de envío.

El armatoste había llegado a Buenos Aires en el barco de bandera inglesa “Queen of the Isles”, que mandaba el capitán Leask. La carta de Llavallol avisaba que, ni bien desembarcado, lo cargó en la tropa de carretas “que hace días camina para ésa”. El tropero había prometido que los 5 bultos serían atendidos “con esmero”, para que “lleguen en la perfecta condición en que van y es la misma en que han salido de Inglaterra”.

A Tucumán en carreta

Hacía notar que había logrado de la Aduana “el favor muy especial de no abrir ningún bulto, no obstante ser esto una infracción de los reglamentos de la misma, y privarse de la curiosidad que se tenía por reconocer esta pieza que viene muy recomendada”.

El recibo de la tropa de carretas, de la empresa “Ramón del Pino, Palacio y Alcorta”, hacía constar que llevaba a Tucumán “cinco cajones conteniendo un reloj de torre, 4 cajones retobados y 1 sin retobo. Todo enjuto y en buena condición, numerado y marcado como el margen para entregar en mi destino, llevándome Dios con bien, al Exmo. Gobierno de la Provincia de Tucumán”. Se obligaba “a la conducción de las citadas mercaderías y su fiel entrega conforme a estilo de convenio, hipotecando para este efecto mis bienes habidos y por haber, especialmente la dicha mi tropa”.

La cuenta de Llavallol, quien había adelantado los fondos, sumaba 325 “pesos metálicos”, más la mitad del flete. Incluía los carros y peones del desembarco, “cueros y retobados” para envolver los bultos y la conducción de estos hasta la tropa de carretas. A fines de julio de 1845, Llavallol acusó recibo de “19 onzas de oro sellado patrias y 2 pesos fuertes patrios”, en concepto de “resto del consabido ‘relox'”.

El reloj en su sitio

Podemos calcular que por mayo de 1845, el reloj inglés se encontraba ya en Tucumán, y que fue colocado cuidadosamente en lo alto de la torre. Según tradición familiar narrada por don Pedro Alurralde, el gobernador estaba tan entusiasmado, que ni bien entró en funcionamiento el reloj envió a don Agustín Alurralde hasta el suburbio de La Laguna (hoy plaza San Martín) para que avisara si desde allí se escuchaban las campanadas.

Los años fueron pasando, implacables. Desde lo alto de la torre, el reloj siguió marcando las horas y fue testigo mudo de todos los azarosos acontecimientos que siguieron, empezando por el derrocamiento de Gutiérrez. Según el doctor Luis F. Aráoz, sus esferas resultaron dañadas por los balazos de tres tumultos cívico-militares: la revolución contra Manuel Alejandro Espinosa en 1853, la “revolución de los Posse” contra Anselmo Rojo en 1856, y el ataque juarista que tumbó a Juan Posse, en 1887.

A veces se descomponía. Consta que en 1875 el relojero Fernando de Almmern propuso al Gobierno arreglarlo y limpiarlo, entre otros trabajos.

En la torre de la Catedral

Con el año 1908, arribó la hora final del Cabildo. El gobernador Luis F. Nougués, con el aplauso del vecindario, llegó a la conclusión de que el vejestorio colonial de dos pisos remozado por Gutiérrez, debía ser abatido para dar lugar a una imponente Casa de Gobierno.

La piqueta lo echó abajo, el solar se ensanchó expropiando además un par de inmuebles sobre el costado sur, y empezó a erigirse a tambor batiente el palacio diseñado por el ingeniero Domingo Selva.

Pero el reloj se salvó. Es decir, la maquinaria. Retirado de la torre demolida, se dispuso colocarlo en la torre oeste de la Catedral. El diario “El Orden” del 18 de agosto de 1908, informaba que lo estaba preparando “el hábil artista José Di Lecce”, en su taller.

Le había construido “nuevas esferas, de gran tamaño, visibles a larga distancia, confeccionadas por él, como asimismo varias piezas nuevas correspondientes a la maquinaria”.

Testigo de 168 años

El 31 de ese mes, en el mismo diario, una carta de Guillermo Aráoz opinaba que las esferas debían ser cuatro, de dos metros de diámetro cada una, colocadas en el centro de las puertas de la torre, dejando libres los abanicos. Y opinaba que se debía agregar, al frente, “la simpática e histórica campanita con la cual, aparte de sus funciones ordinarias, se llamaba al pueblo a sufragar en los comicios”. Decía que, puesta de otra forma, no se oirá la campana a más de dos cuadras.

El reloj fue finalmente emplazado en la torre. Durante un tiempo, se rodeó su esfera con un círculo suplementario, que indicaba las horas en números arábigos y por decenas. Después, ese agregado se retiró.

Hoy, el reloj sigue en la torre del poniente de la Catedral. Como vimos, tiene las esferas de 1908 y no las originales de 1845. Pero su maquinaria, a pesar de que en 168 años ha sufrido numerosos arreglos y cambios de piezas, es en esencia la misma que arribó a Buenos Aires en el barco “Queen of the Isles” y a Tucumán en las carretas, dentro de “cuatro cajas retobadas y una sin retobo”.