El futuro presidente luchó como voluntario de los peruanos en la Guerra del Pacífico. Herido y prisionero, tuvo heroica actuación.
En 1879, estalló la llamada “Guerra del Pacífico” entre Chile, Perú y Bolivia. Mientras se iban desarrollando sus sangrientos episodios, se presentó un día al alto mando peruano un abogado porteño de 28 años, alto, apuesto y de modales distinguidos. Era el doctor Roque Sáenz Peña, ex presidente de la Cámara de Diputados bonaerense. Sin dar explicaciones, manifestó que quería incorporarse como voluntario al ejército del Perú.
El motivo que lo llevó a esa singular decisión no está documentado. Fue “una crisis de su alma apasionadas”, que de ese modo buscaba “un remedio heroico a su amargura”, apunta el eufemismo de Paul Groussac. Un sostenido rumor afirma que quedó destrozado al enterarse de qué debía abandonar a la mujer que amaba, cuando se le reveló que era hija natural de su padre.
Dos batallas
Sea como fuere, el Perú lo aceptó rápidamente en su ejército. Le otorgo grado de teniente coronel y la jefatura del batallón Iquique. Él diría: “yo no he venido envuelto en la capa del aventurero… he dejado mi patria cediendo a convicciones profundas… a inspiraciones espontáneas del sentimiento americano… la causa del Perú es la causa de América, es la causa de mi patria y la de sus hijos”.
Meses después, le correspondió participar en la batalla de Dolores (19 de noviembre), desastrosa para los peruanos, y luego en la victoria de estos en Tarapacá, donde lo destacó su coraje. Claro que fue un triunfo malogrado, porque el enemigo se alejó sin que los vencedores pudieran perseguirlo, por falta de caballos y de municiones.
El Morro de Arica
Después, Sáenz Peña fue destinado a la defensa del Morro de Arica, enorme peñón sobre el Océano Pacífico, integrando la fuerza de unos 1860 soldados que capitaneaba el coronel Francisco Bolognesi. Los atacantes chilenos, que triplicaban a los peruanos, los rodearon por tierra y por mar. No tardaron en destrozar toda la resistencia
Entonces el jefe chileno, general Manuel Baquedano, consideró deber de humanidad enviar un parlamentario que solicitara la rendición de la plaza, “deseoso de evitar un inútil derramamiento de sangre”. Ante esto, el coronel Bolognesi respondió que tenía “sagrados deberes con la patria y que estaba dispuesto a luchar hasta quemar el último cartucho”. De todos modos, convocó a una junta de oficiales -entre los que estaba Sáenz Peña- que lo apoyó unánimemente. “Combatiremos hasta morir” fue la decisión.
El asalto final
Amanecía el 7 de junio de 1880, cuando Chile lanzó el asalto final al Morro de Arica. Sus poderosos cañonazos y su fusilería causaron un sangriento estrago entre los defensores. Estos, narraría Sáenz Peña años después, “hacían esfuerzos heroicos por detener el ataque recio y formidable de los regimientos chilenos, que avanzaban sobre un mar de sangre y un hacinamiento de cadáveres”.
El intrépido teniente coronel argentino, narra Groussac, “que después de cubrir inútilmente los parapetos exteriores, había recibido orden de replegarse y tentar la subida al Morro, logró su intento con su diezmado batallón. Ya dominada la plaza por la artillería enemiga, desmontadas las baterías, ineficaces las minas -cuando no mortíferas para los mismos peruanos- el combate se trocó en espantosa e inútil carnicería”.
Herido y al frente
Y sin embargo, “se peleaba todavía con el furor sombrío de la desesperación. Habían caído muertos los coroneles Bolognesi y Moore; un poco más allá, los coroneles Ugarte, Bustamante, Zavala. Todos los jefes y oficiales estaban fuera de combate, sin que se le ocurriera a nadie arriar la bandera, que fue arrancada por el vencedor. Una hora después del asalto, todo había concluido”.
Las sucesivas muertes de los oficiales superiores, habían dejado a Sáenz Peña como jefe de los defensores del Morro. Estaba herido en el brazo derecho. Debilitado en extremo por la hemorragia, dictó un breve parte de la acción. Comenzaba diciendo que “habían caído a nuestro lado los señores coroneles Bolognesi, Moore, etcétera, quedando el que firma como comandante de la Octava División. En ese carácter, que me da la fatalidad por un encadenamiento de desgracias terribles, elevó a V.S el presente parte”…
Prisionero
Apunta un historiador que Sáenz Peña, en ese momento, “creyó que había llegado su última hora. Entonces clavó de punta su espada en el suelo y se apoyó en ella con la mano izquierda. Erguido, con la cabeza en alto, esperó seguir la suerte de sus camaradas”. Un oficial chileno, el capitán Silva Arriaga, lo reconoció. Detuvo a los soldados que se disponían a ultimarlo, y el comandante Suffer logró que se le diera un trato humanitario como prisionero.
El 22 de diciembre, Miguel Cané, quien había buscado afanosamente a Sáenz Peña desde meses atrás por todo Chile, escribía desde Arica a Buenos Aires, a Bernabé Artayeta Castex: “al fin estoy en Arica tendido en una cama junto Roque, a quien he encontrado gordo y sano”. Describía la sorpresa de su amigo. Cuando lo vio llegar, “se quedó parado, lelo, sin tener una palabra, colgado de mi cuello … Está lleno de espíritu”.
Altivo rechazo
Fue llevado primero a Valparaíso y luego a Santiago de Chile. Estuvo encerrado por espacio de tres meses en la prisión de San Bernardo. Según el historiador Jacinto Yaben, se lo hizo comparecer ante el ministro de Guerra chileno, quien le ofreció canjear su libertad por el compromiso de que nunca volvería a tomar las armas contra ese país. Sáenz Peña se negó a esto, “en forma altiva y honrosa”, actitud que prolongó su encierro. El 12 de julio de 1880, desde San Bernardo, Sáenz Peña escribía a Miguel Cané. “Aquí tienes a tu amigo más querido herido y prisionero en San Bernardo; la herida va mejorando rápidamente; hoy tiene un mes y cinco días; pienso que en quince estaré bien”.
Las dignidades
Sáenz Peña estuvo de regreso en Buenos Aires el 29 de setiembre de 1880. En esos días, no estaban los porteños dispuestos para agasajos, porque se desarrollaban las secuelas de la derrota de la revolución porteñista.
Vinieron luego años de destacada actuación pública para Sáenz Peña: ministro plenipotenciario en el Uruguay; delegado el Congreso Sudamericano de Derecho Privado y al Congreso Panamericano de Washington, donde asentó la doctrina “América para la humanidad”; ministro de Relaciones Exteriores; senador nacional. Esto además de haber fundado, con Carlos Pellegrini, Delfín Gallo, Lucio V. López y Paul Groussac, el diario “Sud América”.
En 1905, el gobierno del Perú anunció la inauguración del monumento al coronel Bolognesi. Sáenz Peña se disponía a concurrir privadamente a los grandes festejos programados, para “cumplir un voto silencioso de mi conciencia”, cuando le llegó la invitación oficial.
Gloriosa recepción
Su arribo a Lima constituyó un acontecimiento impresionante. El Congreso peruano le otorgó el ascenso a general de brigada. En el monumento a Bolognesi –que se descubrió el 5 de noviembre- dentro del grupo escultórico estaba representado Sáenz Peña mirando altivamente el oficial chileno que los intimaba a rendirse.
Las tropas desfilaron conducidas por el flamante general, con el uniforme correspondiente a su grado, en medio de una multitud que lo ovacionaba. “Aplausos y vítores atronaban el lugar. Cuando su figura arrogante hizo la entrada, montado en un brioso corcel, el desborde del público fue incontenible. Aquello era la consagración de la apoteosis de Sáenz Peña”, narra un testigo de esa emocionante jornada.
Años después se bautizaría “Sáenz Peña” a una avenida de El Callao. Lleva su nombre una de las cinco salas del Museo de los Combatientes en el Morro de Arica, y en el distrito residencial de San Isidro se erigiría su estatua, de pie y con uniforme.
Después
Vuelto a Buenos Aires, sería elegido diputado al Congreso de la Nación, banca que pronto dejó para desempeñarse como embajador en varios países: sucesivamente España, Portugal, Italia, Suiza. En la Conferencia de La Haya le correspondió un brillante papel. Como se sabe, en 1910 sería elegido presidente de la República. Su mandato –histórico por la ley electoral- sería interrumpido por la muerte, el 9 de agosto de 1914.
No se ignora que tenía gran afecto por Tucumán y que nos visitó dos años seguidos, en 1912 y en 1913. Sin duda, a los muchos que por esos días lo aplaudieron en nuestra ciudad, les era difícil identificar, en ese veterano mandatario, al joven valiente que, más de un cuarto de siglo atrás, luchaba espada en mano contra los chilenos en el Morro de Arica.