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DON CLEMENTE. El estanciero de Tafí del Valle, don Clemente Zavaleta-Silva, posa junto a su caballo, en una foto de fines del siglo XIX. JINETE TAFINISTO. Una laureada imagen tomada en Tafí del Valle por César Martínez Lanio, en los años 1930.

Desde el siglo XVI hasta entrado el XX, el caballo fue algo fundamental en la vida de la gente.


Hoy, quien quiera ver “al natural” un caballo, tiene que salir de la ciudad. O más le vale buscar su imagen en internet. Los equinos han desaparecido de la urbe que crece exponencialmente, y en el campo cada vez hay menos. Las excepciones serían Trancas y Raco, donde se los exalta.

Sin embargo, no siempre fue así, y hasta bastante entrado el siglo XX, el caballo era inseparable de la vida cotidiana de todo habitante, urbano o rural. Usado para silla o para tiro, constituía la única posibilidad de transporte.

Las líneas que siguen no pretenden trazar una historia del caballo, sino apuntar algunas anécdotas y detalles.

La llegada

No se ignora que los caballos llegaron al Tucumán, montados por los conquistadores españoles, allá por 1543, cuando la expedición de Diego de Rojas, venida desde el Perú, ingresó en las fértiles tierras de esta región. Los aborígenes no los conocían. La aparición de aquellos animales, unida al estampido del arcabuz de sus jinetes, fue lo que permitió que un puñado de blancos dominara a comunidades indígenas que los superaban varias veces en número. Claro que los naturales pronto se adaptaron al caballo, y no pasarían demasiados años hasta que los españoles y los indígenas los utilizaran por igual.

LAS MUJERES. Una veraneante, en los años 1920, se apresta a subir a su cabalgadura.

Estaba presente en todas las solemnidades de la colonia. Abundan, en los documentos del siglo XVI hasta comienzos del XIX, las disposiciones del Cabildo que mandaban, a los vecinos, “montar a caballo” para recibir y formar comitiva, en las visitas del gobernador, o del obispo, o en las celebraciones religiosas, acompañando “el paseo del Real Estandarte”.

Jinetes y boleadoras

Por cierto que la situación no varió durante la guerra de la independencia. Ni qué decir que los caballos eran algo fundamental para los ejércitos, y que la falta de ellos significaba la catástrofe de cualquier campaña. El caballo estaba ligado, además –y así lo expresaban las fiestas populares- al estilo de un pueblo que admiraba la destreza física y el coraje.

Un famoso jinete fue, por ejemplo, el gobernador Javier López, célebre en las carreras cuadreras de Monteros. Ha pasado a la historia, como otro jinete afamado, el coronel Crisóstomo Álvarez, quien en las batallas montaba en pelo, lanza en mano, convertido en un verdadero demonio de la guerra.

Peligro supremo para el caballo eran las boleadoras, que podían enredar sus patas y tumbarlo, arrojadas con precisión. Bien lo supo el general José María Paz, a quien ese recurso hizo caer en manos de los rosistas y soportar ocho años de cárcel.

Cualquier distancia

Las distancias no amilanaban al jinete. En la década de 1840, el comandante de Andalgalá pedía por carta al médico oficial de Tucumán, doctor Ezequiel Colombres, que se costeara “de un galope” a atender su enfermedad. ¡Un galope de Tucumán a Andalgalá! Había jinetes capaces de cualquier cosa. En sus recuerdos de la primera mitad del siglo XIX, cuenta don Florencio Sal que los tucumanos aplaudieron la proeza de Leocadio Paz, quien subió a caballo por la escalera a los altos de la casa de Mendilaharzu, ubicada junto a la Catedral.

“AN ESTANCIERO”. Grabado en el libro de viajes del capitán Thomas Page, editado en Londres en 1859.

A los jinetes no los arredraban los kilómetros. En sus recuerdos, Sal agrega que era común, los sábados a la tarde, que “jóvenes y hombres maduros de nuestra mejor sociedad” cerraran sus tiendas, montaran a caballo y se trasladaran a Monteros para asistir a alguna fiesta. Y luego, ”estar de nuevo, como la cosa más natural del mundo, tras de sus mostradores el lunes bien temprano”.

Avisos en diarios

Los caballos eran tema frecuente de los avisos periodísticos. En “El Liberal”, diario de 1863, se lee: “Se rifa un caballo tordillo negro de la silla de la hija de Don Simón Golia. Es muy manso, gordo como una bola, educado por un sirviente a cabrestear de la cola”. En el mismo periódico, en 1865, otro aviso decía: “Se han desaparecido dos caballos, un tordillo y un petiso overo rosado pertenecientes al coronel Juan Elías. Salidos de la quinta de este señor, se han reunido a una manada de yeguas que a la sazón pasaba disparando”. En otro aviso, de 1884, en “El Orden”, Celedonio Aranda, dueño de un taller de carrocerías de calle San Juan, ofrecía “un hermoso caballo tordillo de muy buena presencia y a propósito para pasear en los días de Carnaval”, ya que es “de un andar seguro y bastante vivo, como lo quiera hacer andar el jinete”.

Mal trato

También se los mentaba en los antiquísimos testamentos. En el del presbítero Cristóbal García de Valdés, fechado en la Estancia del Espíritu Santo, de Talavera de Madrid (Esteco) el 10 de diciembre de 1638, una cláusula decía: “Declaro que el doctor Cosme del Campo me debe un macho de camino que le presté cuando fue a visitar Humahuaca y no me lo ha vuelto a ni pagado, y así me lo debe; mando se cobre del susodicho, que lo estimaba yo en 50 pesos por ser bueno y de camino y de mi silla”.

Al inglés Edmond Temple, que visitó Tucumán en 1826, le llamó la atención el “bárbaro tratamiento” que el tucumano daba a los caballos. Luego, reflexionó que si son “excesivamente crueles” es “por ausencia de sentimiento, no por indulgencia de pasión”. Así, “aguijonearán, espolearán y azotarán una bestia hasta donde pueda llegar y, si queda imposibilitada, o no se para, o se cae, como he visto con frecuencia, quitarán tranquilamente la silla, mientras cantan una copla: la colocan sobre otro caballo y dejan al infortunado animal morir en el camino, sin perder su calma. Ni el propietario del animal, ni el que lo monta, ni el espectador, mostrarán el menor síntoma de sentirse conmovidos ni ofendidos ante esa escena”…

DON CLEMENTE. El estanciero de Tafí del Valle, don Clemente Zavaleta-Silva, posa junto a su caballo, en una foto de fines del siglo XIX.

El moro de Quiroga

La historia argentina ha recogido extrañas mitologías sobre caballos. El moro de Juan Facundo Quiroga es un caso revelador. En sus memorias, el general José María Paz cuenta que, con toda seriedad, un oficial de Quiroga, Manuel Güemes Campero, le contó que el moro se “indispuso terriblemente el día de la batalla de La Tablada”, porque Quiroga “no siguió el consejo que le dio, de evitar la batalla ese día”, batalla que terminó en derrota. Agregaba que el caudillo no montó el moro durante la acción. Pero, después del combate, quiso hacerlo y el caballo “no permitió que lo enfrenasen, por más esfuerzos que se hizo”. Todo, “para manifestar su irritación por el desprecio que el general hizo de sus avisos”. El moro terminó finalmente en poder de Estanislao López. Nunca quiso devolverlo a su dueño, actitud que Quiroga jamás le perdonaría.

JUAN FACUNDO QUIROGA. Según sus soldados, su caballo moro le daba secretos consejos.

Otra dimensión

Desde tiempo inmemorial hasta promediar el siglo pasado, todas las personas sabían andar a caballo. En “Las ciento y una”, Domingo Faustino Sarmiento, al polemizar con Juan Bautista Alberdi, le enrostraba: “¡Usted no sabe andar a caballo!”. En 1937, cuando vino a Tucumán el presidente Agustín P. Justo, quiso hacer a caballo el recorrido desde la entonces Villa Alberdi hasta el futuro emplazamiento del dique de Escaba. En su comitiva cabalgaban también, sin ningún problema, todos los altos funcionarios de Tucumán, desde el gobernador y el presidente de la Corte hacia abajo, con traje, corbata y sombrero de ciudad…

Autos veloces, aviones, trenes, han reemplazado al caballo desde hace ya muy muchos años. Nos parece increíble que todo traslado se cumpliera antes a caballo. Es que caballo y jinete pertenecen a otra dimensión del tiempo. Esa donde nadie se volvía loco por emplear dos meses en ir de Tucumán a Buenos Aires, en un viaje que se recordaría toda la vida y que daba cuantioso material para conversar…