En 1814, en Tucumán, el futuro Libertador desterró al coronel por reírse de Manuel Belgrano.
Corre el año 1814. El Ejército Auxiliador del Perú, más conocido como Ejército del Norte, tiene un nuevo jefe, pues el gobierno central ha reemplazado al general Manuel Belgrano, en ese cargo, por el general José de San Martín. Llegado hace dos años al país tras una brillante carrera militar en España, ya tiene San Martín un prestigio en Buenos Aires que pronto se expandirá a las Provincias Unidas. Ha formado los aguerridos Granaderos a Caballo, al frente de los cuales pudo batir a los realistas en el combate de San Lorenzo, a principios de 1813.
Llega San Martín
San Martín, al asumir su nuevo comando, demostró en toda ocasión la alta estima que tenía hacia las condiciones personales y militares de Belgrano. No solo lo mantuvo al frente del Regimiento número 1, sino que quiso darle mayor importancia, agregando a esa unidad los piquetes sueltos. De esa manera, subraya Bartolomé Mitre, le confiaba “el mando de la masa de tropa más respetable del ejército, como al más capaz de instruirla y de moralizarla”.
Es sabido que en Tucumán, donde instala el Ejército, el futuro vencedor de Chacabuco y Maipú desarrolla una inteligente acción. No intenta un nuevo ingreso en el Alto Perú: le basta que Güemes y sus gauchos controlen esa frontera. Hace erigir en Tucumán la fortaleza de La Ciudadela, en previsión de un ataque realista masivo. Se preocupa de elevar el nivel moral y técnico de la desharrapada tropa que le toca mandar.
Voces de mando
Pero una de sus obsesiones, como militar de carrera que es, reside en fortalecer la disciplina de los soldados y formar un cuerpo de oficiales que tenga la máxima competencia posible.
Dentro de esa idea, narra el general Gregorio Aráoz de La Madrid, como testigo, en sus “Memorias”, que San Martín ordenó que los oficiales concurrieran diariamente a su casa “a la oración, todos los días”, con el fin de uniformar las voces de mando. A estas reuniones también asistía Belgrano, dando muestras de esa humildad de espíritu que era una de sus más nobles características.
“Colocados todos los jefes por antigüedad -sigue el testimonio de La Madrid- daba el señor San Martín la voz de mando, y la repetían en el mismo tono los demás”. Comenta Saturnino Uteda que San Martín “tenía una voz fuerte y recia, propia del hombre que subordina, mientras que la voz de Belgrano era suave, como la que se desliza insinuante en los salones”.
El incidente
Sucedió entonces que, en una de las reuniones, al repetir el general Belgrano (que era el primero, por su rango) la voz que había marcado San Martín, el joven coronel Manuel Dorrego “largó la risa”. El general en jefe, obviamente molesto por la falta de respeto que significaba reírse de un brigadier general, reprimió a Dorrego “con fuerza y sequedad”, diciéndole: “¡Señor coronel, hemos venido aquí a uniformar las voces de mando!”
Pero Dorrego, que tenía entonces 27 años, era singularmente adicto a los chistes. Además, guardaba cierta inquina a Belgrano, porque éste, considerándolo aunque valiente un tanto atolondrado, parece que había disuadido a San Martín de que lo nombrara segundo jefe -mayor general- del Ejército, como era la primera intención del futuro Libertador.
Así fue que cuando San Martín dio nuevamente la voz de mando, y la repitió Belgrano, volvió Dorrego a soltar la risa. Entonces, testimonia La Madrid, vio que “San Martín, empuñando un candelabro de la mesa y dando con él un fuerte golpe sobre ella, echó un voto, dirigió una mirada furiosa a Dorrego y díjole, pero sin soltar el candelabro de la mano: ¡He dicho, señor coronel, que hemos venido a uniformar las voces de mando!”. Agrega La Madrid que entonces “quedó tan cortado Dorrego, que no volvió más a reír”.
Y otra burla
Pero, para San Martín, el incidente no había terminado. Al día siguiente, por medio de un edecán, comunicó al coronel Dorrego que debía trasladarse a Santiago del Estero, para permanecer allí hasta nuevas órdenes. Y el risueño debía cancelar sus intenciones de ser segundo jefe. Porque de inmediato San Martín pidió al Director Supremo, doctor Gervasio Posadas, que designara en esa jerarquía al mayor Francisco Fernández de la Cruz.
Dorrego partió, pues, a Santiago del Estero, enfurecido con San Martín y con Belgrano. De este último se vengaría después con una broma de pésimo gusto, en las que al parecer era todo un especialista. Ocurrió como semanas más tarde Belgrano, de paso para Buenos Aires, se detuvo brevemente en Santiago del Estero.
Al enterarse de su presencia, Dorrego disfrazó a un incapacitado mental, Solano Maguna, con su uniforme, y lo mandó a saludarlo. El vencedor de Tucumán y Salta comentaría no sin amargura, a dos de sus amigos santiagueños, Santiago Palacio y Felipe Ferrando, que “el insubordinado a quien yo castigué pero no como debía, ha tenido el atrevimiento de mandarme felicitar con un loco vestido con su uniforme de coronel”.
Reflejos de una risa
En su penetrante ensayo “Rivadavia”, de 1884 –acaso el último que escribió- Nicolás Avellaneda dedica una sugestiva página a aquel estilo chacotón que cultivaba el coronel Manuel Dorrego. Destaca por cierto sus heroicos servicios de guerrero, pero apunta que “es amado por el soldado, atrayente para sus inferiores y altanero con sus jefes. No promueve desobediencias abiertas; pero se burla, desgastando, como con una lima, la autoridad del mando”.
Sin describir el incidente de las voces en casa de San Martín -pero sin duda teniéndolo en cuenta-, escribe Avellaneda: “¡Ah, cuántos reflejos tristes tiene en nuestra historia esa sonrisa de Dorrego! Obsérvese: es valiente, es generoso, es heroico; pero deja de pertenecer a los ejércitos de la Independencia, cuando empieza a introducirse en ellos, con la presencia de San Martín en el Norte, la verdadera disciplina militar”. Sucede que “esa no es la atmósfera de Dorrego”.
Heroico pero difícil
Pronto entrará en conflicto con el Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón, y este lo desterrará “sin querer dar mayor trascendencia al acto”, por las causales de “insubordinación y altanería”.
Por cierto, nadie podría discutir el coraje y la decisión militar de Dorrego. Baste recordar que en la batalla de Tucumán movería con enorme eficacia la infantería de reserva, a su cargo. Y que en la de Salta, con el Batallón de Cazadores que mandaba, destrozó el flanco izquierdo enemigo. Esto para citar sólo dos ocasiones en que desplegó con gran precisión su bravura de soldado.
El general José María Paz lo calificó de “turbulento”, y el general Tomás de Iriarte de “exagerado y mentiroso”. Agregaba que sus antecedentes habían sido “tumultuarios, bulliciosos y marcados por el sello de la insubordinación y de la imprudencia”.