Muchos elementos de las costumbres sociales han perdido importancia, se han modificado o han desaparecido totalmente.
El abanico, instrumento plegable y semicircular que proporciona aire a quien lo agita, todavía está disponible en el comercio. Es de factura ordinaria, generalmente de material plástico, y su clientela se recluta entre las señoras mayores.
Muy distintas características y muy distinto lugar rodeaban el abanico en las costumbres sociales, desde los tiempos más remotos. Las enciclopedias narran que ya en la época de los faraones del antiguo Egipto se los usaba. O informan que Madame de Pompadour dio su nombre a abanicos “de rica montura en nácar y marfil, con pinturas delicadas”. O que María Antonieta era fanática de ellos y los coleccionaba: tenía muchos de marfil “primorosamente miniaturados”.
Emblema coqueto
Durante su largo reinado -y sobre todo en los siglos XVII y XVIII- en Francia, el abanico fue “el más cabal emblema de la coquetería”. Grandes pintores como Rubens, Watteau o Ingres se complacieron en ejecutar sus decoraciones.
Museos de todo el mundo y por cierto de la Argentina y de Tucumán, los conservan, enmarcados, entre las piezas valiosas de su patrimonio. También revelan las enciclopedias que el abanico tenía su peculiar lenguaje, usado por las jóvenes para comunicarse con sus galanes, en aquellos tiempos de tan estricta vigilancia materna.
Lenguaje secreto
Así, apoyar los labios en las varillas externas del abanico -denominadas “padrones”- quería decir “no te creo”. Abanicarse con lentitud, equivalía a “me es indiferente”. Para indicar “tenemos que hablar”, bastaba pasar el índice por los padrones. Usar estos para apartarse el pelo de la frente significaba “no me olvides”. Abanicarse con la mano izquierda quería decir “basta de coquetear con esa”. Levantarse, abanico en mano, y caminar hacia el balcón, se traducía como “te veré luego”. Entrar en la sala cerrando de golpe el abanico significaba “hoy no saldré de casa”.
Variantes
Por internet, en el sitio “España fascinante”, se detallan otras variantes de esta comunicación. Por ejemplo, se declaraba “soltera” la que se abanicaba lentamente sobre el pecho. La respuesta “no” se formulaba dejando caer el abanico sobre la mejilla izquierda. Pasarlo por los ojos equivalía a “perdón”, mientras “te odio” se declaraba moviéndolo de una mano a otra. Para decir “adiós” o para “acabar una relación” se lo mantenía detrás de la cabeza extendiendo el dedo. Y así, infinitamente.
Con un poema
No sabemos cómo eran las peculiaridades del lenguaje del abanico en el viejo Tucumán. Pero no hay duda de que el aparejo era indispensable en el ajuar de las damas. Así lo muestran, hasta el cansancio, las pinturas y las fotografías, desde el daguerrotipo en adelante. Se conservaba el que un poeta enamorado arrojó al coche de una dama, durante el corso de Carnaval en la plaza Independencia, al iniciarse el siglo que pasó. En cada una de sus varillas había escrito a mano una línea del poema amoroso especialmente compuesto para la destinataria.
Las tarjetas
Más allá de los abanicos, tienen su sabrosa historia también ciertos elementos impresos, que eran más que indispensables en la maquinaria de la vida social. Nos referimos a las tarjetas “personales”, o sea aquellas donde solamente constaba el nombre de su poseedor. Al difundirse en Europa desde el siglo XVII se llamaban “tarjetas de visita”, porque los sirvientes las dejaban, como anuncio, en las casas que sus patrones se proponían visitar. Así se denominaron también, por mucho tiempo, en la Argentina, para distinguirlas de las “comerciales”.
Lenguaje mudo
Hoy se estampan en las tarjetas, por lo general, además del nombre, el de una empresa, una dirección postal, un teléfono y un correo electrónico. Las “personales” o “de visita” tuvieron, hasta comienzos del siglo XX, usos que hoy nos parecen por demás curiosos y risueños. El “Código Social Argentino”, de Sara H. Montes (tercera edición, de 1922) los enumera minuciosamente.
Cuando alguien llamaba la puerta de una casa, para visitar o para retribuir una visita, y la persona buscada no se encontraba, se dejaba la tarjeta: actitud que “equivale a visita hecha”, sentenciaba el Código.
Si al llegar a la casa el caballero decidía no molestar con su presencia, dejaba también la tarjeta, pero “doblando hacia adentro el borde izquierdo”. Si la visita era para averiguar la salud de algún enfermo se dejaba la tarjeta sin ningún doblez.
Para inquietarse
Sí se quería agradecer una fiesta o una comida se dejaban dos tarjetas, también sin doblez. Antes de iniciar un viaje se enviaba una tarjeta a las amistades, y en ellas se escribía a mano, debajo del nombre “Se despide”. O también “P. O.”, abreviatura que significaba “pide órdenes”. El enfermo restablecido enviaba, a quienes lo habían visitado, su tarjeta con la leyenda “A. A.”, iniciales de “agradece atenciones”.
El caballero que recibía una tarjeta con nombre y dirección, sin leyenda manuscrita ni doblez, debía inquietarse: significaba que lo habían visitado los padrinos de alguien que lo desafiaba a duelo.
Avisos fúnebres
No fueron las tarjetas los únicos impresos “sociales”, cuyo texto fue variando lo largo del tiempo. Sabemos que, actualmente, cuando muere una persona, la parentela y sus amigos insertan su nombre y alguna frase cariñosa de pésame en la sección de avisos fúnebres de los diarios. Los genealogistas no dejan de lamentar que, por lo general, actualmente se consignen sólo apodos y no nombres completos, como era antes: pierden así una valiosa fuente de información. Además, hay veces que las participaciones fúnebres llenan páginas enteras. Hasta promediar los años 1920 no ocurría así. Al morir alguien se publicaba un solo aviso, de considerable tamaño, donde solamente figuraban los nombres de la familia próxima, y ninguna persona más.
Esquelas
Lo que sí se imprimía y distribuía apresuradamente entre parientes y amigos era la “esquela fúnebre”. Se trataba de una tarjeta de 10 por 15 centímetros aproximadamente, que informaba sobre la muerte de alguien y el horario de las exequias.
En cuanto a las participaciones de casamiento (que se denominaban “partes”) tienen hoy un texto más o menos parecido al que se estableció a comienzos del siglo XX. Se informa del enlace y se invita a acompañar a los novios en la ceremonia.
“Aprobación” sensata
No era así al promediar el siglo XIX. Una participación normal de boda traía, con una ingenua orla tipográfica y algún dibujo, este curioso texto: “Si la aprobación de las personas respetables puede garantir la felicidad de los esposos, NN y NN piden a Ud. la suya suplicándole admita el aprecio y amistad con que le brindan en su nuevo estado”. A continuación de estas palabras, uno de estos impresos -que conservamos- lleva manuscritas las palabras “Viva la Patria eso es”.
También era usual que, al regresar del viaje de luna de miel y establecerse en su nuevo domicilio, la flamante pareja quisiera informar que se reincorporaba de lleno a la vida social. Entonces, enviaba a todas sus relaciones un impreso donde les comunicaba que Fulano de Tal y señora ”se ofrecen a usted en su nuevo estado”.