Tomás Vallée, fallecido hace pocos meses, atesoraba una vastísima documentación sobre el presidente
Me apenó enterarme, por los diarios porteños, que el 2 de febrero último Tomás Vallée había muerto en Buenos Aires, cuando le faltaban dos meses para cumplir 101 años. Era sobrino nieto de Carlos Pellegrini. El general Tomás Vallée y María Meyer Pellegrini fueron sus padres: doña María era hija de una hermana del presidente, Julia Pellegrini de Meyer. Era Vallée uno de los personajes más singulares que conocí en mi ya larga vida de periodista y de historiador. Creo que la experiencia merece narrarse.
Corría el verano de 2006, cuando tuve la ambición de acometer una biografía del gran estadista que gobernó la Argentina de 1890 a 1892. Mi buen amigo Isidoro J. Ruiz Moreno me aseguró que la documentación inédita sobre Pellegrini estaba en poder de Vallée. Armó la reunión y concurrimos a su casa, donde Ruiz Moreno hizo las presentaciones. Nos caímos mutuamente bien. Don Tomás accedió a que lo entrevistase las veces que se me ocurriera. Con ese propósito, empecé a viajar con mucha frecuencia a Buenos Aires.
Mundo de memorias
El doctor Tomás Vallée, abogado que nunca ejerció, vivía en la segunda planta de un petit hotel de su propiedad, en Ayacucho 1571. Creo que había alquilado la baja a una academia de bridge o algo así. Tenía enormes y lujosas habitaciones, con grandes espejos, resplandecientes arañas y buenos cuadros. Todo estaba pulcro y cuidado, como si el tiempo no hubiera transcurrido. Allí había vivido don Tomás desde que nació, con sus padres. El general murió en 1921 y su viuda lo seguiría recién en 1980, ya centenaria. Había sido la única sobrina mujer de Pellegrini y su favorita. Como es de imaginar, fue transmitiendo al hijo infinidad de recuerdos personales del tío prócer.
Lo impresionante de Vallée, era que había dedicado su vida entera a conservar la memoria de Carlos Pellegrini. Su rostro en fotografías, bustos, pinturas y grabados, muchos muy valiosos, estaba diseminado por toda la casa. Tenía fichado o fotocopiado todo lo que escribían los historiadores en los libros que iban apareciendo. Revisaba con minucia las novedades editoriales. Guardaba la ropa de Pellegrini.
Cuidadosos legajos
Lo que resultaba del mayor interés para mí, eran esos grandes legajos que tenía, cuidadosamente organizados por fecha o por tema, repletos de cartas y otros documentos inéditos.
Esto aparte de las primeras ediciones que se alineaban en su biblioteca, frente a la cual estaba el escritorio que perteneció a Carlos Enrique Pellegrini. Desde allí, el ingeniero vigilaba los deberes de su hijo Carlos. Este se sentaba en la mesita que se extraía de uno de los costados, tirando de una manija.
En un momento dado pensé, candorosamente, que luego de interrogar a Vallée, era cuestión de fotocopiar o fotografiar los documentos, y después llevarme todo a Tucumán. Grave error. Don Tomás quería leerme y comentar cada papel que sacaba a luz. Me dio largas cuando le propuse las fotocopias, y no alentó en absoluto mi intención de sacar fotos. Debí entonces resignarme a escuchar la lectura y tomar notas de lo que iba extrayendo de las carpetas.
El mínimo detalle
El cuidado con que había documentado cada instante de la vida de Pellegrini me producía fascinación. Elijo sólo unos pocos asuntos –todos de mero detalle- espigados de las innumerables notas que guardo de entonces. Por ejemplo, tenía registrados cuidadosamente todos los viajes que Pellegrini realizó al exterior, desde el primero de 1876, con fechas, nombres de barcos, itinerarios y hoteles. En muchos casos, conservaba hasta los pasajes originales.
Otra vez, apuntes en mano, pasó revista detalladísima a todas las casas donde vivió el presidente. Supe así que nació en la entonces calle de La Merced -luego Cangallo y hoy Perón- entre Reconquista y San Martín. Luego se sucedieron, si no conté mal, unas once residencias. La última, en Maipú 648, donde murió.
Lo curioso es que Pellegrini nunca tuvo casa propia. Siempre las alquilaba con su esposa, Carolina Lagos. Aunque antes de morir, su hermano Ernesto lo había convencido de comprarse un terreno en Maipú al 600. Pensaba edificar allí “una casa propia y nueva, sin escaleras, y donde pudiera tener un escritorio grande, porque le gustaba caminar mientras pensaba”.
Los duelos
Don Tomás guardaba una precisa nómina de las veces en que Pellegrini se había batido a duelo. La primera fue a los 23 años, en 1869, con Benito Neto, “un mitrista y mozo de avería”. Tuvieron un incidente tras el cual Neto, en “El Nacional”, publicó un suelto titulado “Al salteador Pellegrini”. El aludido respondió tachándolo de “cobarde, como todo servil”. Ese mismo año mantuvo otro lance con el diputado correntino Juan Manuel Rivera, tras liarse a puñetazos: el duelo se desarrolló junto al puente de Barracas, y Pellegrini recibió un tiro en la cadera. Se batió en 1881 con el tucumano Eliseo Acevedo, en un encuentro a pistola con cinco balas, en el Tiro Nacional. Y, también en 1881, Pellegrini asestó unas cachetadas a Ezequiel Paz, en el viejo Teatro Colón, durante una función de “Mefistófeles”, asunto que terminó lógicamente en el “campo del honor”.
Los sobretodos
En unos gigantescos roperos, don Tomás conservaba prendas de vestir de Pellegrini. Admiré unos impecables chalecos tejidos en lana negra mezclada con bordó. Eran obra de su esposa Carolina, habilísima manejando agujas, con las que hasta bordaba tapicerías de muebles.
A pesar del calor, quiso probarse en mi presencia un famoso sobretodo, aquel over coat de paño beige, que Pellegrini luce en clásicas fotografías. Le calzaba perfecto. Eso demostraba –me dijo complacido- que tenían la misma altura de 1.93, aunque “yo me he encorvado ya bastante”. Descolgó también -cuidadosamente protegido con naftalina- el imponente pelisse, sobretodo con cuello de piel y acolchado. Me hizo notar que tenía un bolsillo pequeño, para guardar las entradas del teatro. A Pellegrini le gustaba asentar el puño del bastón en ese bolsillo, con la punta para arriba.
En el recuerdo de su madre, era inolvidable la visión de Carlos y Carolina, elegantísimos, saliendo del teatro en París. Él con impecable frac y sombrero alto y ella ataviada con una gran capa de loutre bordeada de martas cebellinas.
Un incidente
Las cartas de Pellegrini eran innumerables. Se las habían regalado a Vallée, durante años, los destinatarios o sus descendientes, conmovidos por su interés de coleccionista, o las había comprado en anticuarios. Me hizo gracia, por ejemplo, una sin fecha, de finales de 1860 o principio del 61, dirigida a uno de sus cuñados Lagos García.
Contaba cierto incidente nocturno en la calle, cuando quiso defender a un marinero atacado por la policía. Se le vino encima “el bandido del gallego” uniformado, blandiendo una “lata”, es decir el sable. “Si no te retirás te rompo el alma”, le dijo, a lo que Pellegrini replicó “qué vas a romper el alma, gallego tal por cual”. Narraba: “me puse entre él y el marinero para que no le pegase más; entonces el gallego saca el pito entes de que pudiera quitárselo, y como por encanto aparecen dos docenas de gallegos con latas en mano”. Entonces le dijeron “marchá al Departamento o te mato”. Sigue: “yo me mordía pero reflexionaba: si lo atropello a uno para quitarle la lata, los otros me hacen tarumba; pensé que sería mejor marchar y marché”. Según la carta, recién a las ocho y media de la mañana un comisario lo dejó ir. Después, habló con el jefe O´Gorman, quien, tras escuchar su versión, arrestó a los policías que habían actuado.
¿Amante?
Le pregunté si Pellegrini tuvo alguna amante. Me contestó que sólo había rumores. Se hablaba de una cantante, de apellido D’Arclay, o D´Arclée. Alguien lo vio salir varias veces de una casa de Charcas y Libertad, junto a la vieja Confitería París, con las solapas del sobretodo subidas como para velarse la cara. “Pero también podría ser por el frío”, le concedía Vallée.
Don Tomás elegía las cartas de sus carpetas y me las leía integras, sin piedad, desde la fecha hasta la firma. Siempre se detenía, risueño, en los detalles. En 1866, cuando era oficial en la Guerra del Paraguay, encargaba a sus padres que le enviaran “mi levita, mi quepí de alférez de artillería y un par de botas caña de tafilete”. Pero antes, había que llevar la levita al sastre Langos, “para que le ponga un galón en la manga y le cambie las insignias de zapador por las de artillero”. En las cartas que enviaba a Juan Carlos Lagos desde el campamento, bromeaba autodenominándose “el terrible guerrero”.
La muerte
No había etapas en la vida de Pellegrini que su sobrino nieto dejara de conocer en profundidad. Le pregunté la causa de su muerte, en 1906. Yo había oído que era culminación de una vieja sífilis. Vallée me corrigió tajante: “murió de una erisipela”. Pasó a narrarme el trance. Dijo que Pellegrini “era masón pero católico”: cuando tuvo la primera crisis seria de salud en París y “sintió que se ahogaba, descolgó el Crucifijo de la pared y lo besó”. En 1906, al notar que se agravaba, Carolina le dijo serenamente: “Carlos, somos cristianos y hay que recibir los sacramentos”. Él aceptó.
No pudieron dar con el obispo y llamaron entonces al padre Antonio Rasore, párroco de La Merced, quien llegó presuroso con el viático. En la puerta, Ezequiel Ramos Mejía, gran amigo de Pellegrini “y agresivo ateo”, trató de atajarlo. Pero Rodolfo Lagos le dijo: “Acá se va a hacer lo que dijo Carolina y no lo que digas vos”. Entonces, el padre Rasore entró. Pellegrini yacía en la cama “con los ojos muy abiertos”. El sacerdote cerró la puerta y quedaron solos.
Por supuesto, tenía copia de la nota donde Rasore informaba al Obispo de esa visita final.
Adiós a don Tomás
Mis entrevistas con Vallée prosiguieron entre el calor de febrero y marzo. Varias veces me quedé a almorzar en el gran comedor. Ingeríamos unas pastas insulsas y frías, servidas en platos que integraron la vajilla de Nicolás Avellaneda, otro de los tesoros de don Tomás. Imprevisto y muy grato fruto de esas sesiones, fue conocer a la gran historiadora Maxine Hanon, una de las pocas amigas que frecuentaban la casa.
Termino. Un día, resolví que no podía seguir tomando notas para mi planeada biografía con el sistema de Vallée, que vedaba las fotocopias y persistía en leer cada papel. Pero no me atreví a decírselo. Simple y cobardemente, dejé de ir a Ayacucho 1571 y sepulté en una caja aquellas notas, como recuerdo de algo que comenzó pero no pudo ser.
Volví a ver al doctor Tomás Vallée una vez más, pocos años más tarde, en una comida del Circulo de Armas. Él ya se desplazaba en silla de ruedas. Me dio mucha vergüenza. Se limitó a mirarme con una sonrisa pícara y dijo: “¿Qué cuenta el historiador?”.
Uno de sus sobrinos me ha asegurado, hace poco, que preservarán todos los objetos y papeles de Vallée y los dispondrán para que los consulten los investigadores. Espero sinceramente que ocurra así.