La primera carta del país fue jurada en varias provincias, Tucumán entre ellas, pero nunca llegó a regir
El 30 de abril último pasó desapercibido el bicentenario de la Constitución de 1819, sancionada por el Congreso de la Independencia que había iniciado sus sesiones en Tucumán, en 1816. Aunque no llegó a regir, fue la primera carta fundamental que tuvimos, y la primera que se promulgó en América del Sur. Vale la pena repasar, siquiera superficialmente, este significativo capítulo de nuestra historia institucional.
El Congreso de las Provincias Unidas se trasladó de Tucumán a Buenos Aires en febrero de 1817, y en mayo reiniciaría allí sus sesiones. Al poco andar, y como paso previo a tratar una Constitución, dispuso la reforma del Estatuto Provisional de 1815, cuyas estipulaciones regían hasta entonces la vida del Estado. Tras largas deliberaciones dictaron, en diciembre de ese año 1817, el denominado Reglamento Provisorio.
La sanción
El Congreso pasó luego a la tarea de elaborar una Constitución. En agosto, nombró una comisión de diputados (Teodoro Sánchez de Bustamante, José Mariano Serrano, el tucumano Diego Estanislao de Zavaleta, Juan José Paso y Antonio Sáenz) para redactar el proyecto. Tenían plazo para presentarlo hasta el 4 de mayo de 1818.
Demoraron algo más, porque el debate sobre ese proyecto empezó recién el 31 de julio. Fue aprobado en general y se inició la discusión en particular. El capítulo del Poder Legislativo ocupó nada menos que cuarenta sesiones. Concluida esa parte, el tratamiento del texto restante adquirió ya mayor celeridad. La Constitución fue sancionada el 22 de abril de 1819 y se promulgó el día 30. Dos meses después, renunciaba el Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón, que fue reemplazado, en forma interina, por el general José Rondeau.
Los tres poderes
Disponía la carta que el Poder Ejecutivo sería desempeñado por un “Director del Estado”, de más de 35 años de edad, cuyo período duraba cinco años y que podía ser reelegido. Tenía amplísimas atribuciones. Entre ellas, la de “nombrar todos los empleos que no se exceptúan expresamente en esta Constitución”. Es decir que designaba también a los gobernadores y sus tenientes en las provincias.
El Poder Legislativo constaba de dos cámaras: la Cámara de Representantes y el Senado. A la primera la elegían las provincias, de acuerdo a su población. Los representantes debían tener más de 26 años y 7 siete de ciudadanía en ejercicio; un capital de 4.000 pesos o una renta de ese monto. Se renovaban por mitad cada cuatro años.
En cuanto al Senado, se formaba con senadores civiles de un número igual al de las provincias; tres senadores militares con grado no menor al de coronel mayor, el obispo y tres eclesiásticos; un senador por cada Universidad (había sólo una, la de Córdoba) y el Director del Estado saliente. Todos debían tener más de 30 años de edad y contar con un capital o renta equivalente de 8.000 pesos. Se los elegía por 12 años y se renovaban por terceras partes cada cuatro. Todo tenía un sistema de elección bastante complicado.
Al “Supremo Poder Judicial” lo ejercía una “Alta Corte de Justicia”, con 7 jueces y 2 fiscales letrados, todos de más de 40 años de edad y 8 de ejercicio profesional. Eran nombrados por el Director con acuerdo del Senado.
Todo un ceremonial
Ha destacado un historiador que algo singular en esta Constitución era su “ceremonial aristocrático”.
Así, los miembros de los tres poderes reunidos tenían el tratamiento de “Soberanía” y “Soberano Señor”; el Congreso, el de “Alteza Serenísima” y “Serenísimo Señor”, y cada Cámara, de “Alteza” a secas. Los congresales usarían como insignia un escudo de oro con la palabra “Ley” ornada de olivas y laureles. El escudo colgaba del cuello enhebrado a un cordón de oro, en los senadores, y de plata, en los representantes. Los miembros de la Alta Corte de Justicia vestirían toga de ceremonia, y en los actos cotidianos, llevarían sobre el pecho un escudo con la leyenda “Justicia”, pendiente de un cordón de oro y plata mezclados.
Quedaba establecida la católica como religión del Estado. Y se disponía: “el que atentare o prestare medios” para atentar contra la Constitución se consideraba enemigo del Estado y pasible de “todo el rigor de las penas, hasta la de muerte y expatriación”.
Los firmantes
Entre los 25 firmantes de la Constitución de 1819 había doce que integraban el Congreso en julio de 1816, y que por tanto habían suscrito el acta de la Independencia en Tucumán. Estos eran José Mariano Serrano, Pedro León Gallo, Tomás Godoy Cruz, Antonio Sáenz, Teodoro Sánchez de Bustamante, José Severo de Malabia, Juan José Paso, Pedro Ignacio de Castro Barros, Pedro Francisco de Uriarte, Pedro Ignacio de Rivera, José Andrés Pacheco de Melo y Manuel Antonio Acevedo.
De los diputados por Tucumán de 1816 no estaban ya Pedro Miguel Aráoz ni José Ignacio Thames. Ambos habían renunciado y los reemplazaban el deán Gregorio Funes y el doctor José Miguel Díaz Vélez.
Son conocidas las críticas a la carta de 1819: su fuerte acento unitario; la exigencia de determinado patrimonio para acceder a la función pública; la prácticamente ninguna mención de los gobiernos provinciales, para dar algunos ejemplos. Sin embargo, muchas de sus disposiciones influirían en la Constitución de 1826 y en la de 1853.
Jura en Tucumán
La carta de 1819 fue jurada por las provincias (salvo las federales de Entre Ríos, Santa Fe, Corrientes y la Banda Oriental), por el Ejército del Norte y el Ejército de los Andes. En Tucumán, el solemne juramento tuvo lugar el 25 de mayo de 1819 en el Cabildo, con asistencia del gobernador Feliciano de la Mota Botello, el Provisorio y Vicario General del Obispado, los cabildantes y magistrados. Frente al crucifijo y los Evangelios, se juró “por Dios y los Santos Evangelios cumplir y promover en cuanto esté de vuestra parte la observancia y cumplimiento de la Constitución política de las Provincias Unidas de Sud América que el Congreso General Constituyente ha decretado y sancionado”.
Según el acta, concluida la ceremonia, “en los vivas y públicas aclamaciones se presentó una prueba nada equivoca de los fervorosos transportes de gozo que inspiró la consoladora idea de haber puesto el último término al destructor espíritu de inquietud y la regla segura y firme que vigorice y consolide la autoridad”.
Azaroso porvenir
Nadie podía sospechar entonces que la flamante Constitución nunca se aplicaría; que seis meses después el gobierno de Tucumán sería derrocado por un golpe militar; que el Ejército del Norte se sublevaría en Arequito y prácticamente quedaría disuelto, y que los caudillos Estanislao López y Francisco Ramírez se impondrían al Directorio en la batalla de Cepeda.
Como consecuencia de esta, el 11 de febrero de 1820 dimitirá el Director Supremo, general Rondeau, y depositará el mando en el Cabildo porteño. Pero este se desligó de la condición de autoridad nacional del Director y aclaró que tomaba solamente “el gobierno de la provincia de Buenos Aires”. Además, hizo saber al Congreso que había “terminado su soberanía”.
Se disuelve entonces el cuerpo que había declarado la Independencia en Tucumán y que fue autor de esa Constitución que quedó en papel. Tampoco regiría la que se aprobó siete años después, en 1826. Habría que esperar hasta 1853 para tener una carta fundamental; y casi otra década para que esa carta, con modificaciones, fuera aceptada por la rebelde Buenos Aires y se convirtiera, realmente, en la Constitución “Nacional”.