El 23 de agosto de 1812, el pueblo de Jujuy se encolumnó detrás del Ejército del Norte en retirada, para dejar sin recursos al enemigo. La gesta fue antecedente inmediato de los triunfos de Tucumán y Salta.
Hoy se cumplen dos siglos del Éxodo Jujeño. Constituye uno de los acontecimientos más heroicos de la historia argentina. Su protagonista fue el pueblo, en todas sus clases sociales, de esa provincia argentina. El significado del Éxodo, además, está estrechamente ligado a dos sucesos fundamentales que ocurrirán en los seis meses posteriores: la batalla de Tucumán, el 24 de septiembre de 1812, y la batalla de Salta, el 20 de febrero de 1813. Ambas fueron contundentes victorias de los patriotas sobre los realistas, de importancia clave para la suerte de la revolución de la independencia.
Pero las precedió aquel Éxodo Jujeño, epopeya de gigantesco sacrificio popular, que representó un formidable ejemplo a seguir. Si todo un pueblo abandonaba su tierra y bienes para seguir la suerte del Ejército, quedaba claro que nadie que presumiera de patriota podía hacer menos. Quedaba nítida, de esa manera, la masiva adhesión del norte del país a la causa revolucionaria.
Ejército en disolución
En 1812, la acción militar de la revolución en esta parte de las Provincias Unidas había quedado peligrosamente descalabrada. Es verdad que el Ejército del Norte había penetrado triunfalmente en el Alto Perú -la actual Bolivia- y se había anotado (7 de noviembre de 1810) el triunfo de Suipacha. Pero fue destrozado, al promediar el año siguiente, en la acción de Huaqui o del Desaguadero (20 de junio de 1811).
La fuerza se había retirado hasta Salta, envuelta en un clima de caos y de deserciones, que equivalía casi a su disolución. Se sucedieron los relevos de los jefes, dispuestos por el gobierno central. El vocal Juan José Castelli había sido reemplazado brevemente por Cornelio Saavedra, y éste por Juan Martín de Pueyrredón, quien ordenó -tras la derrota de su vanguardia en Nazareno- el retiro hacia Tucumán.
Belgrano, nuevo jefe
Entretanto, en Buenos Aires, el centro de poder estaba sacudido por conflictos internos. A la Primera Junta había sucedido la Junta Grande, con la incorporación de los diputados del interior. Pero luego se centralizó el gobierno en un Triunvirato, y a los representantes de las provincias se los reunió en una Junta de Observación. Esta fue pronto disuelta, y el Triunvirato ordenó a los diputados el regreso a sus provincias de origen.
Entre las primeras medidas del nuevo gobierno estuvo la designación de Manuel Belgrano como nuevo jefe del derrotado Ejército del Norte. Improvisado general para su perdidosa campaña al Paraguay, en 1810, Belgrano estaba en ese momento destacado en las fortificaciones de Rosario a orillas del Paraná. Allí había enarbolado, sin autorización, una bandera celeste y blanca -colores de la flamante escarapela nacional- el 27 de febrero de 1812, justo el día en que el Triunvirato firmaba el decreto de su nuevo destino.
Enorme tarea
Partió inmediatamente rumbo a Salta. El 27 de marzo, en Yatasto, Pueyrredón le entregó la tropa en retirada. La primera disposición de Belgrano fue contramarchar hacia el norte. Tras acampar un tiempo en el paraje salteño de Campo Santo, instaló su cuartel general en San Salvador de Jujuy. Allí se dedicó a reforzar y a disciplinar ese ejército que de tal sólo tenía el nombre.
Pero su tarea chocaba con una gran masa de obstáculos. En ella se agitaban desde el rencor hacia la conducción porteña por la expulsión de sus diputados, hasta el encono hacia el Ejército, por los excesos cometidos bajo la jefatura de Castelli y los que siguieron a la retirada de Huaqui, además de los sacrificios económicos que exigía el sostenimiento de las tropas. En suma, el entusiasmo por la causa de la patria nueva parecía amortiguarse.
Nada de eso arredró a Belgrano. Logró que Buenos Aires le enviara 40.000 pesos y 400 fusiles, al tiempo que activaba la recluta y restauraba con durísima mano la disciplina de oficiales y soldados.
Los aprestos
Desde Salta, el gobernador intendente Domingo García le remitió 500 hombres, y de allí arribó también el coronel José Moldes, con 125 hombres equipados y montados a su costa: eran los llamados “Decididos” de Salta. En Jujuy, alentado por José Ignacio de Gorriti, se formó otro grupo de “Decididos” mientras, en la Quebrada, Antonio González Balcarce multiplicaba la recluta de jinetes. Se iban formando así los núcleos iniciales de la famosa “caballería gaucha”.
En cuanto al armamento, el Barón de Holmberg obtuvo excelente resultado en la maestranza de Jujuy. Logró fundir siete piezas de artillería, además de fabricar cartuchos para cañón y fusil -tarea donde cooperaban las mujeres- así como granadas y tarros de metralla. Semejante actividad reanimó el espíritu de la gente. Y para alentarlo aún más, Belgrano resolvió presentarles la bandera que había enarbolado meses atrás en Rosario. Desconocía que el Triunvirato estaba en absoluto desacuerdo con esa medida.
Júbilos y peligro
Así, ante la multitud que colmaba la plaza de Jujuy, el 25 de mayo presentó la enseña al ejército y al pueblo desde el Cabildo, y la hizo bendecir en la catedral, en solemne ceremonia, por el canónigo Juan Ignacio Gorriti, hermano de José Ignacio, jefe de los “Decididos” jujeños. Poco después, llegarían a sus manos las comunicaciones del Triunvirato que vetaban la bandera. Dolido, Belgrano respondió que la guardaría hasta que llegara “una gran victoria”.
Pero, más allá del reflorecer de estos júbilos patrióticos, el hecho concreto era que el ejército realista se dirigía a Jujuy para atacarla. El general en jefe, José Manuel de Goyeneche, luego de haber dominado en mayo a los rebeldes de Cochabamba, se dispuso a ocupar las provincias “arribeñas” de la actual Argentina. Encargó esa misión a su primo Pío Tristán, quien había ascendido a general después de Huaqui. Así, el 1 de agosto, Tristán iniciaba esa campaña. Iba al mando de 2.000 soldados de infantería y 1.200 de caballería, con una artillería de 10 cañones.
Cuando le llegaron noticias ciertas de esa ofensiva, Belgrano se dio cuenta de que resistir desde Jujuy era una empresa azarosa. Además, recibió órdenes del Triunvirato de retirarse hacia el centro del país, dejando atrás las jurisdicciones de Jujuy, Salta, Tucumán y Santiago del Estero.
Nada para atrás
Ideó entonces la estrategia de no dejar nada que pudiese aprovechar el enemigo. Por medio de un tremendo bando, publicado el 29 de julio, avisó al pueblo que el enemigo se estaba acercando. “Llegó pues, la época en que manifestéis vuestro heroísmo y que vengáis a reuniros al ejército de mi mando si, como aseguráis, queréis ser libres”, empezaba.
Disponía que debían traer todas las armas de fuego con sus municiones, así como las blancas, que tuviesen o que pudieran adquirir. Además, los hacendados debían sacar todos sus ganados y arrearlos para unirse con ellos a la fuerza en retirada.
Los labradores estaban obligados a extraer sus cosechas con el mismo fin, y los comerciantes a empaquetar todos sus efectos y llevárselos, fueran propios o ajenos. Quienes no lo hicieran así, se exponían a que los mismos fuesen quemados por el ejército.
Toda la población debía concentrarse dentro del perímetro limitado por las avanzadas militares. El que estuviera fuera o intentase cruzarlas sin permiso, “será pasado por las armas inmediatamente, sin forma alguna de proceso”. Igual pena sufriría “aquel que por sus conversaciones o por hechos atentase contra la causa sagrada de la patria, sea de la clase, estado o condición que fuese”. Y “los que inspiraren desaliento, estén revestidos del carácter que estuviesen, serán igualmente pasados por las armas con sólo la deposición de dos testigos”.
Un pueblo en marcha
Consideraría “traidores a la patria” a todos los que, a su primera orden, “no estuvieren prontos a marchar y no lo efectúen con la mayor escrupulosidad”. Esperaba no verse forzado a aplicar estas penas; pero, si así no fuese, advertía que “se acabaron las consideraciones, de cualquier especie que sean, y nada será bastante para que deje de cumplir cuanto dejo dispuesto”.
El terrorífico tono del bando hizo impacto en la población de Jujuy. Tan duras eran las penas que nadie se atrevió a desobedecerlas. Pero mucho tuvo que ver, en esa respuesta, el hecho de que alcanzaba a todos los sectores sociales, y que Belgrano había logrado, simultáneamente, entusiasmarlos con la causa patriota. Pocas semanas después, el Ejército del Norte se movió hacia el sur, dejando el cuartel general de San Salvador de Jujuy.
Una inmensa columna de hombres, mujeres y niños, con sus efectos cargados sobre los hombros o en carretas, y entre la polvareda del arreo de caballos, mulares y vacunos, empezó a marchar detrás de las tropas, el 23 de agosto de 1812.
Se iniciaba así, hace dos siglos, el Éxodo Jujeño. Era una sufrida peregrinación que integraban desde los más acaudalados hasta los más desvalidos, y cuya trascendencia acaso la historia no siempre ha reconocido en la medida que merece.
La ciudad desierta
Belgrano fue el último en alejarse de la ciudad, después de la medianoche. Antes de salir, entró al Cabildo de Jujuy, y en su libro de actas estampó la frase: “Aquí empieza el Cabildo del Tiempo de los Tiranos”, y firmó al pie. Alcanzó al galope el grueso de sus tropas y con ellas siguió rumbo al sur. En Salta se le incorporó el resto de las milicias y la guarnición de esa plaza.
De esa manera, cuando pocas horas después Tristán entró en Jujuy con sus tropas, se encontró con la ciudad totalmente abandonada. Estaba “desierta y desmantelada”, escribe el historiador jujeño Joaquín Carrillo. Presentaban “un aspecto tristísimo aquellos hogares desamparados y aquellas calles mudas y tristes después de la agradable animación de otros tiempos”. El espectáculo espantó a Tristán. “Belgrano es imperdonable por el bando del 29 de julio”, escribió a su jefe Goyeneche. Y éste calificó de “bando impío” la resolución del jefe del Ejército del Norte.
Toda esa enorme masa de población pasó por Salta, donde muchos se le unieron, si bien Belgrano no tenía ya tiempo de aplicar allí un bando de éxodo similar. Llegaron finalmente a Tucumán y son conocidos los acontecimientos posteriores. Belgrano resolvió, instado por el pueblo, quedarse en Tucumán y presentar batalla a los realistas. Los derrotó el 24 de septiembre, y volvió a derrotarlos el 20 de febrero del año siguiente, en Salta.
Graves daños
Carrillo destaca el impacto del Éxodo. “Hirió como rayo” a la población. “Fue alistada en el ejército, o transportada, y no se restableció sino por menor número. Su riqueza fue extraída, y no entró más en el cauce de su formación. Sus archivos fueron confiados a manos incuriosas que han ocasionado su desaparición o la más completa confusión y deterioro en los restos redimidos. Los vasos y joyas de los templos fueron extraídos igualmente, quedando perdidos en la batahola que envolvió al país en aquel período”.
Recién dos días después de la victoria de Salta, es decir el 22 de febrero de 1813, la capital jujeña dejó de estar bajo el poder de los realistas y se restableció el gobierno criollo. “La ciudad se encontraba destruida en gran parte, por el abandono y por las necesidades de la defensa” y se habían “multiplicado sus ruinas”, escribe Carrillo. En el libro del Cabildo, de su puño y letra, Belgrano escribió entonces: “Aquí concluye el Cabildo establecido por la Tiranía que fue repulsada, arrojada, aniquilada y destruida con la célebre y memorable victoria que obtuvieron las armas de la patria el 20 de febrero de 1813, siendo el primer soldado de ellas: Manuel Belgrano”.