Entre octubre de 1840 y febrero de 1841, Agustina Palacio de Libarona vivió una atroz odisea en parajes desérticos de Santiago junto a su marido, preso y torturado por orden del gobernador Juan Felipe Ibarra.
La estremecedora historia de “La heroína del Bracho” tiene como protagonista a Agustina Palacio de Libarona. No se encuentra su partida de bautismo: algunos la dan como nacida en Tucumán y otros en Santiago del Estero, en fechas que varían entre 1822 y 1825. Pero la familia era santiagueña: el padre, Santiago Palacio, había gobernado interinamente esa provincia en 1831.
Agustina se había casado con un español, José María Libarona, y tenían dos hijas, Elisa y Lucinda. Residían en Tucumán. Poco se sabe de Libarona: oriundo de Canarias, había trabajado con los Lezica en Buenos Aires y llevaba la contabilidad de comercios importantes. Tenía pulcra redacción y excelente caligrafía. Curiosamente, estas cualidades vendrían a constituir su perdición.
Todo empezó cuando corría setiembre de 1840 y Tucumán estaba embarcado en la formación de la Liga del Norte contra Juan Manuel de Rosas. Los Libarona habían viajado a Santiago para visitar a la familia de Agustina. Sin mencionar fuentes, hay historiadores que aseguran que José María era portador de mensajes para los escasos santiagueños antirrosistas.
Alzamiento en Santiago
Sucedió que el 24, la tropa urbana de Santiago se subleva al mando de Santiago Herrera. Ultiman al comandante Francisco Ibarra, hermano del gobernador Juan Felipe Ibarra, a quien no logran capturar. Pero consideran que lo han derrocado, y el juez Pedro Unzaga convoca a los vecinos para formalizar la deposición y nombrar un sucesor.
Invocando su condición de radicado en Tucumán, Libarona se negó a asistir, pero debió hacerlo cuando lo amenazaron con la fuerza pública. Y no pudo sacarse la imposición de redactar el acta, que le cayó encima por su preciosa letra y su soltura española para redactar. Esto le resultaría fatal. Los reunidos, además, se proclamaron partidarios de la Liga del Norte, que Ibarra se había negado tajantemente a integrar.
Pero el día 28 Ibarra sometió a los alzados y regresó al Cabildo. Estaba enfurecido por la muerte de su hermano y dispuesto a ajustar cuentas. Ordenó el arresto de Unzaga, del comandante Santiago Herrera y del autor del acta, José María Libarona. Todo lo que ocurrió después se conoce por el relato de doña Agustina.
Prisión de Libarona
Los soldados de Ibarra entraron en casa de los Palacio rompiendo puertas a culatazos, mientras ella escapaba cargando las chicas por los techos. Pasó una noche atroz en el convento de Santo Domingo, oculta en la celda donde estaban depositados cuatro cadáveres que se enterrarían al día siguiente.
Al amanecer, pudo enviar un mensaje a su madre. Pronto supo que Libarona había intentado refugiarse en su finca en territorio tucumano. Pero un baqueano lo traicionó: terminó capturado por los soldados de Ibarra y llevado a su campamento. Agustina corrió a verlo. Lo divisó atado a un poste, semidesnudo, al rayo del sol. Volvió a la ciudad. Apeló al ministro de Gobierno, doctor Adeodato de Gondra, pero este se lavó las manos. Ya conoce usted a Ibarra, se limitó responder al pedido de que siquiera colocase a Libarona a la sombra.
Inició entonces un desesperado recorrido, “del campamento a la ciudad y de la ciudad al campamento, para ver alternativamente a mis hijas y a mi marido”, cuenta. En el campamento, no sólo la laceraba ver a Libarona amarrado. También presenció la aplicación de la atroz tortura del retobo. Consistía en encerrar totalmente al prisionero en un cuero fresco de res cosido al cuerpo, de modo que, al secarse el cuero, le fuera destrozando los huesos. Así murió el cabecilla Herrera.
Al fortín de Bracho
Días después, Ibarra ordenó que Libarona y Unzaga fueran llevados al fortín de Bracho, ubicado unos 120 kilómetros al noreste de la ciudad. Por esos días, pasó por Santiago el general Manuel Oribe, al frente del ejército enviado por Rosas a Tucumán para poner en vereda a la Liga del Norte. Agustina logró entrevistarlo y Oribe, muy cordial, le aseguró que hablaría con el gobernador, cosa que nunca hizo.
Además, se presentó ante el mismo Ibarra para suplicar su clemencia. Furioso, el gobernador respondió, antes de echarla:
¡Dejen a ese gallego donde está! Bien está allí. ¿Acaso su ausencia no te da libertad?
Sin amilanarse, Agustina pidió que al menos la autorizara para trasladarse hasta Bracho. Ibarra asintió.
Que se vaya esa loca al Bracho y la roben los salvajes, si esa es su voluntad
, fue su comentario.
Dejó a Lucinda, bebe de pecho, con sus hermanas, y partió con Elisa. Al verlas llegar luego de tan penoso viaje, Libarona lloró de alegría. Pero le indicó que debía volverse. El fortín no era lugar para una mujer y una niña pequeña. La comida era escasa y malísima y los acometían mosquitos y vinchucas. Así, Agustina no tuvo más remedio que regresar a Santiago.
El marido demente
Pocos días después, supo que Ibarra había ordenado que Unzaga y Libarona fueran llevados más adentro del Chaco santiagueño. Partió entonces en su búsqueda, a pesar de los ruegos de los Palacio, quienes quedaron con Elisa y Lucinda. “Viajé de día y de noche, atravesé Matará sin detenerme y penetré en el desierto”, cuenta.
Cuando arribó por fin a la choza de los presos, vio con horror que Libarona, flaquísimo y afiebrado, había perdido la razón. No la reconocía y hasta trataba de agredirla. A su lado, Unzaga estaba cubierto de úlceras. La aterrorizada mujer mandó un chasqui a Santiago pidiendo un médico, pero ninguno quiso venir. Se limitaron a mandarle unos remedios y la indicación de bañar a Libarona y aplicarle los emplastos llamados “vejigatorios”.
Siguieron meses a lo largo de los cuales la pesadilla iba creciendo en atrocidad. Vino una nueva orden de Ibarra y el prisionero fue internado aún más lejos. Rondaban los indios, que un día atacaron el campamento mientras Agustina, ayudada por Unzaga, cargaba a Libarona y lo escondía entre los árboles. Pasaron días sin más protección que el follaje, mientras oían de noche el rugido de los jaguares.
Tremendas penurias
Agustina apelaba a cualquier medio para sobrevivir. No estaba su hija para amamantarla, pero dio el pecho al hijo de una india enferma, así como tejió para las otras a cambio de alimento. Con sus propias manos armó un precario rancho y lo cubrió con totora que había entretejido. Caminaba leguas para obtener agua, bajo la mirada implacable de guardias a quienes nunca importó su sufrimiento. A todo esto, Libarona yacía en estado de absoluta demencia, del que jamás se recuperaría.
Agustina, antes niña mimada por la fortuna, tenía aspecto de mendiga. “La piel se me caía de las piernas, del rostro y de los hombros. No tenía otros vestidos que los que me cubrían desde hacía cuatro meses”. El último traslado dispuesto por Ibarra los condujo a La Encrucijada, un paraje tan desolado y falto de agua como los anteriores.
Muerte de Libarona
Allí expiró Libarona entre convulsiones, el 11 de febrero de 1841, a las dos de la tarde, en brazos de Agustina. Ella consiguió que, dos días después, viniera un carro para conducir el cadáver hasta el cementerio de Matará. Pero no fue posible subirlo al vehículo: “los miembros se separaban y las carnes se caían a pedazos”. Debió enterrarlo en el mismo sitio donde había muerto.
Después se despidió del desolado Unzaga -quien sería muerto a lanzazos en 1844- tras pedirle que marcara con una señal el sitio de la tumba, y regresó a la ciudad. Luego de cuatro días de viaje pudo abrazar a su familia en Santiago. Ni bien recuperó algo las fuerzas partió con sus hijas a Tucumán, para jamás volver.
Pasaron los años. Las chicas se hicieron grandes. Elisa se casó en 1858 con el industrial Juan Manuel Méndez, dueño del ingenio La Trinidad. Tuvieron seis hijos. Murió en 1869 y el viudo procedió a casarse, en 1870, con Lucinda, de cuyo matrimonio nacieron otros seis.
Después
Agustina estaba en Salta a comienzos de la década de 1860, cuando el viajero francés Benjamin Poucel pidió que le narrara aquellas peripecias de 1840-41. Las publicó primero en un diario porteño y luego en “La vuelta al mundo”, en París. Su texto apareció allí en 1863, en la famosa revista “Correo de Ultramar”, ilustrado con grabados. En 1925 se editaría, traducido, en el folleto “Infortunios de la matrona santiagueña doña Agustina Palacio de Libarona, la heroína del Bracho”. Se informa allí que existía también un manuscrito con el relato de la odisea, redactado por su cuñado Santiago Libarona, con correcciones de mano de la misma Agustina.
Según referencias del doctor Jorge Iramain, extraídas de cartas de familia, Agustina Palacio de Libarona falleció en Salta, el 13 de diciembre de 1880. El historiador Luis Alén Lascano justifica el trato que Ibarra propinó a Libarona con cierta frase de Napoleón: “El hombre de Estado no tiene derecho de ser sentimental”.