El heredero de la corona de Italia fascinó a Tucumán en 1924. Humberto de Saboya era sonriente y simpático, a pesar de que controlaban sus expansiones. Estaba lejos de sospechar las tristezas que le reservaba el porvenir.
Cuentan que hacia fines de los años 50 del siglo que pasó, un grupo de distinguidos viajeros tucumanos arribó a la población balnearia de Cascais, en Portugal. Como sabían que allí residía exiliado el ex rey de Italia, Humberto II de Saboya, se les ocurrió llegar hasta su villa y anunciarse como turistas “de Tucumán”. Cuentan que el ex rey salió de inmediato a recibirlos, y que por un rato evocó los días de feliz juventud que supo disfrutar entre nosotros.
Acaso la anécdota no sea cierta, y consigne simplemente lo que los viajeros “hubieran querido” que ocurriese. Pero puede ser verdad. Si efectivamente llamaron a la puerta del rey destronado, el nombre “Tucumán” tiene que haber traído a la memoria de Humberto días bastante más despreocupados y felices.
La Argentina y Tucumán
En 1924, Humberto tenía 19 años. Único hijo varón del rey Víctor Manuel III y de la reina Elena de Montenegro, había estudiado en la Academia Militar de Modena y en la Universidad de Padua. Su gira por la Argentina empezó el 5 de agosto, y abarcó Buenos Aires, Rosario, Tucumán, Córdoba y Mendoza: desde allí pasó a Chile y volvió a Buenos Aires, para despedirse recién el 30 de ese mes. La recepción fue una apoteosis, y verdaderas multitudes pugnaban por verlo en todo su recorrido.
Llegó a Tucumán el jueves 14 de agosto de 1924, en el lujoso Tren Presidencial, habilitado a gran lujo para su alojamiento. Desde varios días atrás, el anuncio tenía en vilo a la gente. Manuel Lizondo Borda lo saludó en verso desde las columnas de LA GACETA: “Bienvenido, Señor, a nuestra casa/ donde todos te aclaman y te admiran:/ los hombres, que aprendemos de tu raza,/ las niñas, que por príncipes suspiran…”
Gran recepción
Toda la zona de la estación y la plaza Alberdi habían sido engalanadas con flores y banderas argentinas e italianas. El ornamento se prolongaba por las calles Corrientes y 25 de Mayo, que recorrería hasta la Casa de Gobierno. En los balcones de algunas casas, inclusive, se habían dispuesto verdaderos palcos, con ambos pabellones entrelazados.
El Tren Presidencial llegó unos minutos después de las 11 de la mañana. Las autoridades, encabezadas por el gobernador Miguel M. Campero, todos de riguroso “jaquette” y galera, aguardaban al príncipe en el andén, alfombrado y lleno de adornos de plantas, flores, gallardetes, banderas.
Desde el comienzo, Humberto de Saboya atrapó a todo el mundo con su simpatía. Y cuando subió al landó tirado por cuatro caballos negros con cocheros de librea, la muchedumbre llegó al delirio. Todos agitaban pañuelos y le lanzaban flores, mientras Humberto agradecía con amplia sonrisa.
Actos a granel
En la Casa de Gobierno salió al balcón para saludar al público apiñado en la plaza. Y con gran disposición, afrontó el nutrido ceremonial que se desarrolló desde las tres de la tarde hasta la noche. Visita a la Casa Histórica, donde depositó una corona de flores y firmó un pergamino; desfile de las tropas y de miles de escolares; inauguración del busto de Dante Alighieri en los jardines del rectorado de la UNT; recepción en la Casa de Italia; banquete de 120 cubiertos en el Senado de la provincia, entre otros actos. Eran las primeras horas de la madrugada cuando regresó al Tren Presidencial para dormir.
El programa del día siguiente, viernes 15, fue menos protocolar. Tras visitar los cuarteles de la V Región Militar, partió, siempre en el tren y vestido con uniforme militar, hasta San Pablo. Desde allí, irían en auto a Villa Nougués para el almuerzo.
Guardia antipática
El príncipe, a pesar de su futuro destino (que no sospechaba tan efímero) de rey de Italia, era al fin y al cabo un muchacho joven y simpático, que no tenía ningún inconveniente en salirse del protocolo. Para impedir que lo hiciera estaban dos celosos guardianes: el preceptor, almirante Atilio Bonaldi, y el embajador de Italia, Luigi Aldovrandi Marescotti, conde de Viano.
Los dos altivos y desdeñosos cortesanos eran obsesos del ceremonial, y no se separaban de Humberto un solo segundo. Con mucho respeto pero firmemente, lo contenían cuando intentaba hacer algo que no fuese estrictamente “real”. Ni qué decir que esa condición los hizo antipáticos, tanto al público como a las autoridades de Tucumán.
Nada de emociones
Cuando el tren se detuvo en San Pablo y los personajes descendieron para tomar los autos, encontraron que, saliendo de la estación (al empezar la calle que llevaba al ingenio, justo frente al entonces famoso negocio del “Gordo” Ibarra) estaba una delegación de la numerosa colonia italiana de Lules. Habían llegado en la caja del camión de Alfio Signorelli, agitando banderines y unas humildes coronas de flores de papel.
Aplaudieron fervorosamente a Humberto de Saboya. Uno de ellos, Rafael Pepe, llegó a entusiasmarse tanto que, extendiendo las manos hacia el príncipe, gritó en italiano: “¡Ancho y anchura, que pasa la hermosura!”.
Tanto agradó a Humberto el gesto del compatriota que, conmovido, empezó a caminar hacia Pepe para abrazarlo. Pero el almirante Bonaldi le cerró el paso y susurró algo en su oído. El príncipe no tuvo más remedio que detenerse, poner cara seria y hacer el saludo militar. La gente quedó con la sensación de que se había frustrado un emotivo momento.
Desquite de Campero
Debemos el relato de esa anécdota -y de la que sigue- a don Vicente Nasca. Empezó la subida a Villa Nougués. En el auto principal viajaban el príncipe y el gobernador Campero, junto a los infaltables Bonaldi y Viano. El fragoso camino de entonces era muy estrecho, y tenía apenas espacio para un solo vehículo.
De repente, encontraron que otro coche iba adelante, y les bloqueaba el camino entre nubes de tierra. Tras muchos bocinazos, lograron pasarlo en una curva, y miraron con curiosidad al conductor. Llevaba encasquetada una enorme galera, subida la solapa del sobretodo, y miraba concentradísimo el camino, inclinado sobre el volante. “Ese tipo ridículo, ¿quién es?”, dijo el conde Viano, con su acostumbrada brusquedad. Y el gobernador Campero, quien aguardaba la oportunidad de bajar los humos al preceptor y al almirante, contestó como al pasar: “Conde, es un representante de Su Majestad el Rey de Italia, en Tucumán”. El conde sólo alcanzó a decir: “Oh, pobre…”, y quedó silencioso desde entonces.
En Villa Nougués
Llegaron a destino. En la gran casa del doctor Juan Carlos Nougués estaba preparado el almuerzo para el príncipe. Derrochó alegría y buen humor, tanto en la mesa como después. Se entusiasmó con la música argentina, que ejecutaba una orquesta en la galería. Pidió que repitieran algunas chacareras y tangos, cuyo ritmo le gustaba. Conversó con todo el mundo llanamente, periodistas incluidos, y recibió encantado el mate de plata que le entregaron como obsequio.
Después del almuerzo, los autos con el príncipe y su comitiva bajaron hasta la casa de familia del ingenio San Pablo, en cuyos jardines tuvo lugar un “garden party”. Como recuerdo de la visita, plantó allí un lapacho, ayudado por el doctor Juan Carlos Nougués y por doña María Pía de Borbón de Padilla, sobrina de Alfonso XIII de España que residía por entonces en Tucumán.
“Tea party” y baile
Según la crónica de LA GACETA, se bailó con entusiasmo en esta segunda fiesta, y las señoritas Julia, Eugenia y Luisa Nougués fueron compañeras de danza del príncipe. También bailó con señoras, como doña María Pía y como doña Mercedes Nougués de Frías Silva. Las crónicas lo retrataron encantado con el clima de la reunión, que dejaría muchas anécdotas en la memoria de quienes asistieron.
Por ejemplo, cuando coreó las estrofas de “Píccolo navío”, o cuando pidió que le obsequiaran la partitura de “Sacate la caretita”, un tango entonces de moda. También se acercó a la orquesta que tocaba música de jazz, para examinar de cerca el “serrucho”, instrumento que le despertaba gran curiosidad.
Brevísimo reinado
Regresó contento a su tierra. Seis años después, se casó con la princesa María José de Bélgica, con la que tuvo cuatro hijos. Durante la II Guerra, mandó el ejército que operaba en el frente occidental de Francia. Luego del armisticio de 1943 siguió a su padre, quien abandonó Roma (ya en poder de sus ex aliados alemanes), para llegar al sur, área liberada por las fuerzas norteamericanas e inglesas.
En 1946, Víctor Manuel III, comprometido con el régimen fascista, abdicó la corona a favor del hijo. Con el nombre de Humberto II, el antiguo visitante de Tucumán sería el último monarca de Italia. Reinó solamente 35 días, ya que un “referendum” popular dispuso abolir para siempre la monarquía.
Los últimos años
Destronado, viajó a Portugal con la familia y se instaló en Cascais. Años después, la reina optó por trasladarse sola a Ginebra. La hija menor, María Beatriz, después de una serie de romances turbulentos y de mucho alcohol, se casó en 1970 con un diplomático argentino, el cordobés Luis Reyna Corvalán, y se radicaron en México. Tuvieron dos hijos (uno se suicidó en Boston en 1994), se divorciaron en 1998 y Reyna Corvalán fue atrozmente asesinado en su casa de Cuernavaca en 1999, en misteriosas circunstancias.
Pero el ex rey no se enteró de estos últimos sucesos. Humberto II había muerto de cáncer el 18 de marzo de 1983, en una clínica de Ginebra. De acuerdo a una norma constitucional, nunca se le permitió volver a su país. Según el vocero de la corte, la última palabra que pronunció fue “Italia”.