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EN BUENOS AIRES. De barba blanca, Jiménez posa en 1948 con los escritores que lo recibieron. Detrás de su esposa Zenobia, asoma María Elena Walsh. Están Alberto Greco, Edgar Podestá y Javier Villafañe, entre otros. LA GACETA / FOTOS DE ARCHIVO

Una broma cruel sufrió el autor de “Platero y yo”. Dos peruanos le escribieron cartas firmadas por una mujer inventada y lograron enamorarlo. Cuando la superchería llegó al extremo, tuvieron que eliminar el invento.


Cierto día del año 1901, dos jóvenes literatos peruanos, Ventura García Calderón y José Gálvez, decidieron hacer una broma al poeta español Juan Ramón Jiménez. El famoso autor de “Platero y yo” y futuro Premio Nobel, vivía entonces enclaustrado en su casa de Madrid. Permanecía en una habitación con paredes cubiertas de corcho y ventanas tapiadas, y solamente hablaba con la criada.

Acordaron inventarle una admiradora que le escribiera cartas de amor firmadas “Georgina Hübner”, y pusieron como dirección de remitente una casilla de correos de Lima.

La idea surgió una noche de fiesta, un poco por ganas de divertirse y otro poco por la envidia que les despertaba la fama de Jiménez. Complicaron en la intriga a una bella amiga, luego esposa de un diplomático, de la que sólo se saben las iniciales M.I.S. Ella fue quien escribió, de su puño y letra, las cartas firmadas por Georgina que los otros le dictaron.

Muerde el anzuelo

Partió la primera misiva, y de inmediato siguieron más. Según Enrique Portugal, cronista de esta historia, “las primeras cartas, tímidas y respetuosas, tuvieron acogida en el ánimo del poeta: le hablaban de su admiración y dejaban traslucir un evidente dejo de romanticismo”. Muy satisfechos, los bromistas comprobaron que habían dado en el blanco, cuando Jiménez escribió a Georgina reclamándole que prosiguiera su correspondencia.

Siguieron escribiendo cartas cada vez más elaboradas. Reunidos en su casa o en una vieja confitería limeña del Portal de Botoneros, “entre sorbos de coñac y pisco de uva”, dictaban las cartas a M.I.S., quien les daba el toque perfecto de su “letra femenina menuda y atrayente”.

Fueron creando, pieza a pieza, el personaje. Decidieron que Georgina tendría veinte años y que residía en el aristocrático balneario La Punta. Que su costumbre preferida era pasear por la playa llevando bajo el brazo algún libro de Juan Ramón Jiménez. Que las cartas serían “líricas, llenas de metáforas”, de esas que encantaban al poeta andaluz.

El poeta enamorado

Así fueron pasando los años, carta va y carta viene, de Georgina a Juan Ramón y de Juan Ramón a Georgina. El poeta se fue enamorando de la limeña que no existía. Con el amor vinieron, lógicamente, los celos. En una misiva de 1904 Georgina, como al pasar, escribe: “Mi primo me trajo ayer su último libro”. De inmediato, reacciona Juan Ramón: “Pero, ¿usted tiene un primo? Hasta ahora no me lo había dicho, mi dulce y bella Georgina. Y suman ya cuatro años de correspondencia”.

Los inventores de Georgina están fascinados con su creación. Tanto, que no trepidan en encargar, a estudiantes peruanos que viajaban a Madrid, que visitaran al poeta; y le preguntasen respecto de ciertos rumores oídos en Lima, sobre una mujer con la que mantenía correspondencia sentimental. Semanas después, gozaron al enterarse de que Juan Ramón Jiménez, a todo peruano que lo llegaba, después del saludo pasaba a preguntarle inconteniblemente si conocía a cierta “inteligentísima y culta dama limeña llamada Georgina Hübner, domiciliada en La Punta”.

Jiménez quiere verla

No calculaban Gálvez y García Calderón los extremos que iba en camino de alcanzar la historia. Un día, Jiménez decide que la correspondencia ya no le basta. Tiene atadas con cintas de colores las cartas de la “dulce y bella Georgina”, y ya demasiado las ha leído y releído. Quiere desesperadamente verla.

Escribe entonces unas apasionadas líneas a Lima. Dice Georgina que “los grandes amores, como las grandes pasiones, no pueden sufrir espera”. Entonces, “¿para qué esperar? Tomaré el primer barco, el más rápido, el que lleve a su lado. No me escriba más. Me lo dirá usted personalmente, sentados los dos, frente al mar, o entre el aroma de su jardín con pájaros y luces…”

Gálvez y García Calderón se asustan. Advierten recién que la broma ha llegado demasiado lejos, y que está a punto de explotarles en la cara.

Georgina debe morir

Deben detener el viaje de Jiménez de Madrid a Lima sin pérdida de tiempo. Luego de siete horas de discusión (tras la cual M.I.S. se retiró llorando) deciden que la única posibilidad consiste en matar a Georgina. Después de todo, ellos la han inventado.

Van a la oficina de Correos y despachan un telegrama urgente al cónsul del Perú en Madrid. El texto es escueto pero suficiente: “Georgina Hübner ha muerto. Rogamos comunicar la noticia a Juan Ramón Jiménez y nuestro pésame”.

Como el cónsul nada sabe del embuste, se apresura a cumplir el encargo. Ante la terrible novedad, el poeta, ya con las valijas listas para partir, queda como herido por un rayo. ¡Cómo ha podido morirse Georgina, justo en el momento en que se preparaba a encontrarse con ella!

Escribió entonces un largo y desgarrado poema, titulado “Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima”. Allí está toda la historia. “El cónsul del Perú me lo dice, Georgina/ Hübner ha muerto…/ Has muerto. Estás, sin alma, en Lima/ abriendo las rosas blancas debajo de la tierra”. El dolor lo estremece. “¡Has muerto! ¿Por qué? ¿Qué día?”. No ha podido conocerla, ni una foto de ella tiene. “Yo no sé cómo eras/ ¿Morena? ¿Casta? ¿Triste? Sólo sé que mi pena/ parece una mujer, cual tú, que estás sentada/ llorando, sollozando, al lado de mi alma”. En el libro “Laberinto”, de 1913, se encuentra esta composición que encierra tanta historia personal.

Después

Tiempo después, Jiménez se enteró del revés de la trama. Es probable que unas mínimas averiguaciones lo condujeron a la verdad, aunque no sabemos si llegó a identificar a los autores. Además, se enamoró de nuevo -y ya no por carta- de Zenobia Camprubí, con quien se casó en 1916. Nicolás Cócaro recuerda que en 1948, cuando Jiménez visitó Buenos Aires, un estudiante le preguntó sobre Georgina. El poeta evadió el tema, molesto sin duda por la presencia de Zenobia. Pero después, durante el agasajo en el local de la Sociedad Argentina de Escritores, accedió a conversar a solas, con un colega que le cayó en gracia, sobre aquella mítica amada limeña. Solamente pidió que no se difundieran los detalles.

Juan Ramón Jiménez murió el 29 de mayo de 1958. Su historia con Georgina Hübner se contó mil veces en los círculos literarios, y cada uno de los relatores solía agregarle algún detalle. Era una de las favoritas de Alfonso Reyes y de Enrique Larreta.