En Chile, Juan Mauricio Rugendas se enamoró sin suerte de dos mujeres. Una de ellas era casada, y la relación se mantuvo platónica y epistolar. La otra, hija de un tucumano, era soltera, pero el padre no autorizó el casamiento.
Que una mujer casada se enamore de un soltero; que ese amor nunca llegue a la consumación carnal; y que se mantenga durante 15 años, a pesar de las sospechas del marido, alimentado sobre todo con cartas, parece difícil de concebir en estos tiempos. Fue el caso de Carmen Arriagada y del famoso pintor Juan Mauricio Rugendas, en el Chile del siglo XIX. A esta historia, donde asoman famosos argentinos y alguno de sangre tucumana, la ha narrado Oscar Pinochet de la Barra en “El gran amor de Rugendas”. Libro documentado y atrapante, es la fuente de las líneas que siguen y de sus ilustraciones.
Carmen era una niña distinguida de la sociedad chilena. El padre, Pedro Ramón Arriagada, era un rico hacendado patriota, que peleó en la batalla de Maipú y fue gobernador de Chillán. Tenía gran amistad con O’Higgins. Como preciado recuerdo de niña, Carmen guardaba el de haber recibido un beso del general José de San Martín cuando se lo presentó don Pedro, en 1817.
Sufrido matrimonio
A los 17 años se casó, contra la voluntad de los progenitores, con Eduardo Gutike Mundt, un militar alemán de 28. Gutike había peleado en el ejército del zar Alejandro, donde ganó dos condecoraciones, y cojeaba a causa del balazo en la cadera que recibió cuando participaba en la campaña sanmartiniana del Perú. Pronto Carmen descubrió que era hombre de pésimo genio, pero en esos tiempos una mujer no tenía más remedio que conformarse.
Llevaba diez sufridos años de casada en 1835 cuando ocurrió el suceso más extraordinario de su vida. Residía entonces en la finca familiar de Llancanao, en Linares. Conoció allí al pintor Juan Mauricio Rugendas, quien se encontraba en Chile desde 1834. Gutike lo había invitado a alojarse en el fundo.
El flechazo
Durante esa estadía se produjo el flechazo. Si la pasión no llegó a consumarse, no fue por culpa de ella. En una carta de poco después, Carmen diría a Rugendas que “este amor que no deja remordimientos en mi alma es mi única felicidad. Pero lo debo a ti, cuya fuerza de alma supo triunfar del deleite; no a mi, cuyos sentidos tan fáciles de excitarse me perdían”.
Al año siguiente, los Gutike trasladarán su residencia a Talca, donde se instalaron para siempre. Rugendas vuelve a hacerles una visita. Pasean, cabalgan, conversan, se miran arrobados con escaso disimulo, durante varias semanas. Ni bien el pintor se aleja, llegan las encendidas cartas de Carmen.
“¡Cómo podré yo hacerte conocer cuánto te adoro y cuánto tu ausencia me martiriza!”, le dice. “Qué espantoso es para mi ahora el mundo. Mi vida pasa tan insípidamente. ¡Tu amor la embelleció!”.
Celos del marido
Claro que Gutike será malhumorado pero no es tonto. Se da cuenta de que algo hay entre el pintor y Carmen. La recrimina con “palabras degradantes”, pero después vienen el arrepentimiento y la reconciliación. “Este hombre me ama en realidad y yo siento el corazón verdaderamente triste de no poderle corresponder”, explica a Rugendas.
El pintor permanece trabajando entre Santiago y Valparaíso. Las cartas de Carmen se multiplican. Después de mucho ruego, logra que su amor vuelva de visita a Talca, donde descansa y dibuja durante casi un mes, en 1838. Gutike domina sus celos y hasta llega a tenerle simpatía.
“Un instante de los que pasé contigo al lado de la estufa, vale una vida de placeres y goces”, le escribirá luego Carmen. Sus cartas se amontonan. Rugendas le envía libros de Víctor Hugo, de Dumas y de Balzac, que no hacen más que alimentar el romanticismo incurable de la señora Gutike.
Aparece Clarita
A mediados de 1839, Rugendas volverá a ser su huésped durante más de dos meses. Cuando se aleja, Carmen queda desesperada. “Nosotros no conocemos del amor más que los tormentos”, dice. Por esa época, el pintor se hace de un buen amigo, el argentino Domingo de Oro.
Cuando Oro conoce a Carmen, opina que “no es bella ni hermosa, pero es bastante linda para merecer un lugar entre las que lo son”. Encuentra que “hay mucho agrado en su semblante”, y que su conversación tiene “una especie de abandono y de facilidad”. Pronto se harán buenos amigos.
Y, por la misma época, sucede que Rugendas encuentra otra mujer que lo deslumbra. Se trata de Clara Álvarez de Condarco. Tiene apenas 15 años y es hija del tucumano de ese apellido, oficial y amigo de San Martín. El pintor confía el problema a Oro, quien le recomienda manejarse con prudencia.
Tormentos de Carmen
Entretanto, los Gutike llegan a Valparaíso. Estarán allí durante siete meses, que Carmen los pasa enferma en cama. De vuelta en Talca, al tormento de la ausencia se agrega que ha llegado a sus oídos la versión del naciente idilio entre Rugendas y Clarita. En una carta se lo insinúa; pero también le dice cosas como “tanto tiempo hace que la voz de tu amor no llega a mi vida”, o “necesito de ti más que del aire para existir”.
El pintor realiza una nueva visita a Talca, por unos días. Al regreso decide franquearse con Carmen, pero por carta y a medias. Le informa que Clarita está enamorada de él, pero no habla de lo que a él le ocurre. Carmen no se deja enredar. “Usted me confía a medias su secreto, pero adivino la parte que usted me esconde”. Sufriendo los tormentos del infierno, termina aceptando convertirse en hermana y confidente del amado. “Si usted cree que será feliz siempre, séalo y si la bendición de una amiga puede servir de algo, usted tiene la mía”, llega a decirle.
Adiós a Clarita
Poco después, Rugendas pide formalmente a José Antonio Álvarez de Condarco la mano de su hija. El tucumano se la niega sin vacilar, y Clarita acepta la decisión paterna. “Yo no te olvidaré”, escribe al desolado pintor. “Tu recuerdo será grato y penoso al mismo tiempo”. La joven no sospecha que su destino será morir soltera a los 40 años, en 1865. Se conserva su rostro en un buen dibujo de Rugendas.
Profundamente amargado, Rugendas deja Chile para pasar más de dos años pintando en Bolivia y en Perú. Las cartas de Carmen no se interrumpen, aunque les extrae penosamente el amor y la pasión de antes. A comienzos de 1845, el pintor vuelve a Chile, como paso previo a dejar definitivamente ese país. Pasa por Talca y visita a los Gutike.
“Si quisiera pintar a usted todo lo que sufrí con la idea de su viaje, en los días que estuvo aquí, y después con su despedida, sería entristecer a usted. Adiós querido amigo, mi tierno hermano, adiós. Ojalá le aguarden en Europa las felicidades que usted merece”, escribe desgarrada.
Muere el pintor
En realidad, Rugendas tardará un año en llegar a Europa, porque antes se detiene en Montevideo, en Buenos Aires y en el Brasil. La correspondencia de Carmen nunca se interrumpe, pero él la contesta muy de cuando en cuando. El pintor visitará en París a San Martín, quien le entrega una afectuosa misiva para los Gutike, en 1847. Las últimas cartas que publica Pinochet de la Barra son de 1851. Lástima que el libro no transcriba ninguna de las dirigidas por Rugendas a Carmen.
Juan Mauricio Rugendas murió a los 56 años, siempre soltero, el 29 de mayo de 1858. Max Radiguet trazó un breve retrato físico de este soberbio pintor, que fue uno de los más importantes artistas europeos que visitó y registró América Latina. “Tenía una mirada espiritual y ligeramente irónica: era esbelto, aunque un poco encorvado”, escribe.
Larga vida de Carmen
En cuanto a Carmen Arriagada, quedó viuda de Gutike cuatro meses antes de la muerte de Rugendas, y llegó a vivir hasta los 92 años. Falleció en Talca, el 16 de junio de 1900. Su amiga María Julia Munita testimonia que en la vejez “era muy buena moza, de linda figura, muy bonito cuerpo, más bien bajita, tez muy blanca, nariz afilada”. Salía a la calle “cubierta su cabeza con una cofia de encaje negro, vestida de capa larga”.
En varios logrados dibujos y en un óleo, Rugendas dejó estampado el rostro juvenil del primero de sus dos frustrados amores chilenos.