Imagen destacada
CENTENARIO DE SAN MARTÍN. El 17 de agosto de 1950, el presidente Juan Domingo Perón hace sonar tres veces la histórica campana de Huaura, traída por el Gobierno del Perú. LA GACETA / FOTOS DE ARCHIVO

Durante siglos, las campanas fueron el más importante medio para comunicar al público los sucesos, tanto los jubilosos como los tristes. Sus tañidos produjeron no pocos conflictos.


La Municipalidad de San Miguel de Tucumán ha convocado a los vecinos a aportar bronce para fundir una campana, con destino a la torre norte del templo de La Merced que carece de ella. La iniciativa es buena y hace oportuno echar una rápida mirada al asunto.

Las campanas son cosa antiquísima. Los eruditos cuentan que datan del siglo XII antes de Cristo las más antiguas, descubiertas por los arqueólogos en China. Hay muchas famosas. Para no salir de nuestro continente, basta citar la que repicó el 20 de noviembre de 1820 en la villa de Huaura, mientras el general José de San Martín anunciaba, desde el balcón de ese pueblo, la libertad del Perú.

Los setentones recuerdan que en 1950, con motivo del centenario del Libertador, el Gobierno peruano la trajo a Buenos Aires. En solemne ceremonia, desde el Cabildo, el presidente Juan Domingo Perón la hizo tañir tres veces con un martillo ese 17 de agosto, a las tres de la tarde.

Medio de comunicar

Un estudio del destacado historiador José María Mariluz Urquijo, “Las campanas como medio de comunicación social”, investigó cuidadosamente la presencia de las campanas en América Latina. Eran, dice, “componente esencial del clima acústico de la ciudad colonial: tañían varias veces al día al servicio de la devoción y, por añadidura, constituían un medio eficaz, ya de informar al pueblo de sucesos alegres o luctuosos, ya de reclamar la colaboración de todos para afrontar algún grave peligro”.

El sonido de las campanas recordaba al creyente que era hora de interrumpir la tarea y rezar una plegaria; convocaba al pueblo a la misa y al Rosario, y recordaba al clero sus obligaciones. Llamaba -con sus “dobles”- a rezar por los difuntos. El pueblo creía, asimismo, que los tañidos servían para disolver las tormentas, para evitar el rayo e inclusive para luchar contra las pestes.

Los hechos importantes

Se hacían oír las campanas para informar la existencia de sucesos de significación. Entre varios ejemplos, Mariluz Urquijo menciona que en 1806, al llegar a Charcas la noticia de la Reconquista de Buenos Aires, repicaron las campanas de todas las iglesias de esa ciudad altoperuana. Y en 1807, en Buenos Aires, igual repique se produjo al capitular John Whitelocke, el jefe de la segunda invasión.

En la ciudad porteña, desde 1765, a las campanas eclesiásticas se sumó una civil, la del Cabildo. Su uso molestó a los gobernantes en varias ocasiones. El virrey Liniers, por ejemplo, le hizo quitar el badajo luego de la revuelta de 1809. Así, reducida al silencio, no pudo sonar el 25 de mayo de 1810 para celebrar el juramento de la Primera Junta. Pero los cabildantes lograron que, meses más tarde, la Junta le devolviera la pieza faltante.

Campanas tucumanas

Respecto a Tucumán, quedan algunos ejemplares realmente antiguos de campanas. En la Casa Histórica, por ejemplo, se conserva una con la leyenda “La Concepcyon 1734”, que perteneció a la misión jesuítica de El Bañado, en Quilmes. En 1916, como lo atestigua una foto en el “Álbum del Centenario”, los dominicos conservaban la campana del viejo convento de los jesuitas de San José de Lules, fechada en 1743. En el río Tacanas, en Hualinchay, en 1981, se encontró otra antiquísima campana, rodeada de leyendas sobre su origen.

Sitio relevante entre las campanas tucumanas ocupa la colocada en la torre del sur del templo de La Merced. Es tan antigua como la bicentenaria batalla de Campo de las Carreras, en cuyo homenaje se fundió. En el cuerpo de la pesada pieza puede leerse: “Me hizo Miguel Mariano Dávila el año 1812 – Viva la patria – Soc. D Nra. Sra. D. Mercedes pr. el Comendador Fray Domingo Salas en esta ciudad de Tucumán”. Se dice que muchos vecinos donaron joyas de oro y plata para mejorar su sonoridad.

Demasiados repiques

Parece que en una época se tocaban demasiado las campanas en nuestra ciudad. Por ejemplo, en 1862, un suelto del diario local “El Liberal” recogía el “clamor general” de queja del vecindario por los “eternos repiques de las campanas”. Se sabía que era obra de muchachos juguetones que subían a las torres a cada rato para hacerlas sonar.

Estaban también las campanas tucumanas “civiles”, como la de la torre del Cabildo -que desapareció al demolerse el caserón- o las que poseían los ingenios azucareros para convocar al personal. La familia Ávila Gallo conservaba, en Raco, la que fue del ingenio Luján, cruzada por una plaquita donde se leía “Delfín Jijena”, nombre de uno de los socios de la fábrica en el siglo XIX.

Deben recordarse igualmente las campanas que existían en todos los establecimientos educativos. Entre ellas, resultaba memorable para generaciones aquella del Colegio Nacional, que hacía repicar “El Viejo Simón”. Su ciclo se cerró en 1924, cuando una disposición administrativa resolvió sustituirla por un timbre eléctrico.

El esquilón

Además de estas campanas de gran porte, estaba el denominado “esquilón”. Los diccionarios lo definen como “campana manuable sujeta a un travesaño de madera que se cuelga de una correa y con la cual, en los templos y conventos, se convoca para ciertos actos”.

En una de las evocaciones que publicaba en “El Orden”, Julio P. Ávila afirma que el esquilón era “tan necesario como el órgano y las campanas” en las iglesias de Tucumán, en la segunda mitad del siglo XIX. No era, dice, “ni campana ni campanilla, sino un término medio entre ambas, que repicaba tomándolo de la parte superior con ambas manos”.

Se usaba para conducir el Santo Viático a los enfermos, así como en las ceremonias de “la Salve” los viernes por la noche. Al oír el esquilón, “señoras y hombres se arrodillaban en la vereda, o en plena calle”, en reverencia al paso del sacerdote con la sagrada forma. Cuando las calles se hicieron más pobladas y el tránsito más complejo, el sacerdote usaba un carruaje; pero desde el pescante, un monaguillo se encargaba de hacer sonar el esquilón. Recuerda Ávila que el artefacto se lucía especialmente en “la Salve” de los viernes. Mientras duraba la ceremonia, “doce muchachos agitaban otras tantas campanillas, dominando este conjunto de alegres notas, las severas e imponentes del esquilón”.

Un campanero

Cuando se habla de campanas es obligado decir algo sobre los campaneros. No era fácil hallarlos. Había que poseer una gran destreza para arrancar del bronce el ritmo y el sonido deseados. Don Zenón J. Santillán, en los sabrosos artículos sobre “Tipos populares” que publicó en su diario “Gil Blas”, en 1890, describía con detención a uno de ellos. Era el conocido como “El Tata Juan” por todo el mundo: “un negro cara chata”, ciego, picado de viruelas, que andaba descalzo y vestido siempre con un poncho granate de listas amarillas.

Se apoyaba para caminar en un palo nudoso, casi tan alto como él. No pedía limosna, pero no rechazaba la que alguien quisiera darle. Y le gustaba, de vez en cuando, pescarse una gran borrachera. Era entonces que su hija lo llevaba al convento de Santo Domingo, lugar donde vivía y donde estaban sus fanáticas devociones: el rezo del Rosario y la atención de un lego llamado fray Plácido.

Con fray Plácido

Fray Plácido había comprado al “Tata Juan” en Buenos Aires, como esclavo, y al llegar a Tucumán lo liberó. Pero el “Tata Juan” no quiso irse y permaneció a su lado. Se permitió un solo paréntesis, al alistarse para la guerra con el Brasil: peleó en Ituzaingó y después, ni bien le dieron la baja, volvió a nuestra ciudad. La viruela lo había dejado ciego, pero eso no afectaba su habilidad de campanero, trabajo que desempeñaba en todos los templos tucumanos.

Cuenta Santillán que “El Tata Juan” acompañaba a fray Plácido en el rezo del Rosario, todos los días sin faltar uno, al alba y al atardecer. Rezaban juntos desde el coro. Las poquísimas personas que entraban al templo dominico en esos momentos podían escuchar la voz triste de fray Plácido y luego la “voz bronca, dura, áspera y gangosa, con una pronunciación estropeada, de difícil comprensión” del “Tata Juan” respondiendo a las Avemarías.