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LA PLAZA INDEPENDENCIA. Toda iluminada, en los días del Centenario

Recuerdos del festejo en la década de 1880.


Con ágil pluma, el tucumano Julio Padilla (1875-1928) trazó, en 1916, una crónica sobre cómo disfrutaban niños y adolescentes las fiestas del 9 de julio, en la penúltima década del siglo XIX. Cuenta que “nos posesionábamos de los juegos; como nos daban plata para ese día, la gastábamos en cartuchos ‘con suerte’ en lo de Senestrari; o en alfeñiques que vendía a caballo la tan conocida viejita que no recuerdo cómo se llamaba”. Además, “a esa hora nos colábamos al teatro para ver los cómicos, aprovechando la ida de los muchachos con las sillas; porque los palcos se vendían sin asiento y cada familia mandaba la silla que iba a necesitar”.

En los quioscos o “bazares”, los jóvenes se amontonaban para charlar con las niñas: “continuaban ‘flirts’ iniciados en el baile, y se mostraban rumbosos porque compraban paquetitos de un peso de cédulas que regalaban a los hermanitos de las que ‘festejaban”. No se convidaba nada la concurrencia y tampoco había música: sólo “de tarde en tarde se tocaba un lamparero o una mazurca, que era lo más nuevo en lo bailable”.

A la hora de comer “casi no se podía sujetar a los chicos porque, ante cada bomba anunciadora de los juegos, salían disparando al patio a ver si eran de color, o de lluvia o de estrellitas”. La gente iba llegando a la plaza en grupos. “Era un hormiguero humano aquel: las tamaleras y vendedoras de guisadillas con sus bateas hacían sus negocios a lo grande”. Los fuegos artificiales eran la gran atracción. “Empezaban con rueditas o cruces en preciosas combinaciones. A lo mejor un buscapié que alborotaba al mundo mujeril y asustaba a las viejas de un modo atroz. Hasta que llegaba el castillo, el colosal castillo que se iba prendiendo desde abajo hasta llegar a la cúspide, con una encantadora mezcla de colores y luces”.