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REMOTO SISTEMA. Antes de que existieran las hoy obsoletas linotipos, la tipografía se armaba letra por letra. FOTOS DE LA GACETA / ARCHIVO

La imprenta llegó a Tucumán en 1817, traída por Belgrano. Editó un boletín militar y fue la única durante 34 años. Groussac y “La Razón”. Las aventuras de Emilio Carmona.


El general Manuel Belgrano no solamente es memorable para Tucumán por haber ganado la batalla de Campo de las Carreras. También se le debe un beneficio gigantesco: la introducción de la imprenta, nada menos.

La trajo como general del Ejército del Norte, en 1817. En ella se estampó el “Diario Militar del Ejército Auxiliar del Perú”, redactado por el coronel Francisco Antonio Pinto -que con el tiempo sería presidente de Chile- y publicaba material relativo al ejército. Desapareció alrededor de 1819. Así lo informan las investigaciones de Manuel Lizondo Borda y de Manuel García Soriano, bases de esta nota.

Fuera porque el gobierno la incautó, o se la compró al ejército, el hecho es que la imprenta militar de Belgrano se quedó en Tucumán. Desde aquí, y durante 34 años, hasta 1854, fue la única con que contó la provincia. Se imprimieron allí unos pocos periódicos y folletos, pero sobre todo una enorme cantidad de hojas sueltas con la documentación oficial.

Recién después de Caseros

Data de 1820 el primer periódico tucumano. Se llamaba “El Tucumano Imparcial”, y su redactor era el doctor Pedro Miguel Aráoz, clérigo que fue congresal de la independencia en 1816. Era mensual y constaba de cuatro páginas. Al año siguiente, ya desaparecido “El Tucumano”, se empezó a editar el semanario “El Restaurador Tucumano”, que redactaba el francés Juan José Dauxion Lavaysse. Según Antonio Zinny, en uno de sus números hay un soneto de fray Manuel Figueroa: son “acaso los primeros versos publicados por imprenta tucumana”.

Con la victoria de Justo José de Urquiza en la batalla de Caseros es que empezó otro tipo de periodismo: es decir, hojas que no se limitaban a transcribir documentos o a ensalzar al gobernante, sino que contenían mucha opinión, más alguna información.

En 1854, el Gobierno compró una imprenta nueva, y en 1859, “El Eco del Norte”, fundado por el joven Nicolás Avellaneda, adquirió sus prensas propias. Fue la primera imprenta particular, a la que seguirían paulatinamente otras, de diversa importancia.

Única escuela de cultura Juan B. Terán aseguraba que, en los viejos diarios de provincia, era posible encontrar, “entre rapsodias tan descoloridas como el papel, más de una página sorprendente: la línea es ligera, el tema tal vez fugitivo, pero se ve el sello inconfundible de lo que ‘pudo ser’ con otros tiempos”. El periodismo era, entonces, “la función intelectual más alta de la época: dictaba desde su cátedra el gusto literario y era la única escuela de cultura”.

Al promediar el siglo XIX no se conocían todavía los recursos del titulaje y de la diagramación. Lo más importante de la información podía estar perdido en sábanas de tipografía. Lamentablemente, Tucumán no conservó colecciones de la inmensa mayoría de sus periódicos de aquella época. Pero lo poco que existe es suficiente para valorar el contenido.

Variado material

Hubo una enorme cantidad de diarios y periódicos en esa centuria, catalogación que hizo el historiador García Soriano, y que sorprende por lo nutrida y variada. Registra hojas políticas, que duraron lo que duró el entusiasmo de la campaña. Otras eran de pomposo afán “político, científico, literario y comercial”. Las hubo satíricas, gremiales o de las colectividades.

Las caracterizaba una frecuente aspereza para tratar sus temas. Ernesto Padilla recuerda que “el tono violento de las invectivas y alusiones personales, que traducía el enardecimiento casi habitual en las discusiones, vibraba también, aunque atenuado por la índole de los nuevos asuntos, en las polémicas sobre temas sociales o de interés general”.

Exhumaremos, del olvidado conjunto, un solo ejemplo: “La Razón”. Como pocos diarios de ese período, con la respetable excepción de “El Orden”, tuvo el aporte de buenos periodistas. Se editó entre 1872 y 1887: quince años a lo largo de los cuales ocurrieron dos revoluciones nacionales y una provincial, tres campañas presidenciales y la llegada del ferrocarril.

Groussac y “La Razón”

Habían fundado “La Razón” dos políticos, Lídoro J. Quinteros y Pedro Alurralde. Pero como ambos fueron elegidos diputados nacionales en 1874, el peso del diario recayó en el recién llegado y joven Paul Groussac. Le debemos algunas referencias. Se autorretrató, años después, “frangollando en cada número (bajo mis iniciales o con un seudónimo transparente) cinco o seis columnas en prosa, sin contar algún ‘intermezzo’ en verso, de los cuales una buena mitad era literatura legítima”. Eran los años en que Groussac escribía, dice, “con la misma facilidad y ardor que gastaban mis amigos en pegar cada tarde la hebra en la vereda del boticario Massini”.

Además de Groussac -y del excelente periodista que era el propietario Alurralde- escribía en ese diario, por ejemplo, el cáustico José “Pepe” Posse, amigo de Sarmiento. Como también Francisco López Benedito y Salvador Alfonso, que harían destacadas carreras luego, en Buenos Aires.

Un oficio de riesgo

Otro gran periodista del siglo XIX fue Emilio Carmona, presidente de la Sociedad Sarmiento y fundador de su biblioteca. Cuenta que su primer periódico se editaba en forma muy precaria. Por 30 pesos bolivianos había arrendado una imprenta, “en cuya prensa de madera apenas podía imprimirse una hoja de papel de carta”. El problema residía en que el periódico de Carmona era político y muy combativo. Por eso a nadie extrañó que, aparecido el primer número, los opositores irrumpieran en la imprenta y procedieran a “empastelarla”. Esto quería decir tirar al suelo la tipografía y mezclarla, con lo cual se hacía imposible su uso. Era la época en que las linotipos no existían y la composición se armaba a mano, letra por letra.

El propietario de la imprenta, Juan B. Puppo, puso pleito a Carmona por el destrozo. Defendió al periodista el doctor Próspero García. Alegó que Puppo debía saber el riesgo que corría al alquilar su imprenta a un periodista político, ya que “los gobiernos de provincia consideraban las máquinas de imprimir y los tipos como contrabando de guerra”. El juez federal doctor Agustín Justo de la Vega terminó absolviendo a Carmona y encuadrando al asunto dentro de la “fuerza mayor”.

Infatigable Carmona

La victoria judicial dio nuevos bríos a Carmona. Ayudado por Alfredo GuzmánJorge Paverini y Alejandro Posse, compró en Córdoba otra imprenta, la trajo a Tucumán y, con Delfín Díaz, inauguró un nuevo diario, “El Independiente”. Sus biliosos artículos eran escritos, narra Carmona, “a la luz de una vela colocada en una botella”. La intolerancia de la política los obligó a cerrar, a los pocos meses.

Sin desanimarse, en 1881 fundó “Los Debates”. Allí desempeñaba simultáneamente las funciones de “director, redactor, noticiero, corrector de pruebas y administrador”. No pidió ayuda de nadie y al poco tiempo, con ayuda de Manuel Navarro compró su imprenta propia. Pero cuando quiso dar a “Los Debates” una definición política, “el cambio le fue fatal y en un mes dejó de existir”.

Vida igualmente breve tuvo “La Opinión”, que Carmona fundó en 1891. Lanzó luego “El Norte”, en 1895, costeado por dos amigos, Alfredo Guzmán de nuevo y Rufino Cossio. Pero otra vez la política lo obligó a cerrar, al año siguiente.

Un año antes de morir, Carmona narró estas aventuras con el título “Recuerdos de otro siglo”. Relataba allí, con gran colorido, los comienzos de la prensa tucumana. “Su caudal de lectura consistía en algún artículo, que no decía nada, sobre temas generales. Las conmemoraciones patrióticas -precedidas del escudo nacional- y la celebración de los grandes aniversarios religiosos eran verdaderos acontecimientos periodísticos. El editorial constituía la pesadilla del periodista. Desde allí tenía obligatoriamente que pontificar, haciendo gala de su erudición”.

Periodista en provincias

Juan B. Terán decía que, en el siglo XIX, el periodista debía “comenzar por crear los temas” y lo acechaba siempre la tentación del largo desarrollo. Esto porque en la aldea no pasaba nada. El periodista de las grandes ciudades, en cambio, “no tiene sino que registrar la montaña de sucesos del día y agregar dos líneas nerviosas de comentario”.

En la provincia, el viejo periodista, por lo general “es un hombre de letras”, con el tiempo necesario y el espacio amplio tanto para la crónica, como para el placer de soltar su imaginación, y hasta para la “homilía moralista”.

Es que “tiene más reposo y sabe que su lector también lo tiene. Los artículos se comentan largamente en la velada familiar y se sazonan en el círculo apacible de amigos”. Claro que a veces el círculo no era apacible, porque el diario “es político y se ríe del solemne gobernante: en esos casos, el suelto es un asunto de Estado y la represalia contra el autor es enérgica”.