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LA CASA HISTÓRICA. La sede del Congreso de 1816, en un óleo de Genaro Pérez.

El reverso del cuadro, según Avellaneda


“El Congreso de Tucumán es tres veces célebre”, escribió Nicolás Avellaneda en 1864. “Lo es por su famosa declaración de la Independencia; por sus opiniones abiertamente monárquicas, al procurar establecer el régimen de gobierno para su país; y por haber sido el primer Congreso argentino que se mostró poseído por el audaz intento de darle una Constitución permanente. Constitución que efectivamente promulgó en 1819, después de dos años de laboriosa discusión”.

Entendía Avellaneda que, “en estos tres grandes actos, el Congreso de Tucumán ha representado a los prohombres de la República, y ha sido la más alta expresión de su iniciativa inteligente en el arduo empeño de fijar sus destinos”. Pero pensaba que, a la distancia, ya podía hablarse “en presencia de los resultados”, y decir “hasta dónde fue estéril y hasta dónde se tradujo en hechos fecundos”, esa tarea de hombres ocupados simultáneamente en dar fuerza a la revolución y en “desprender, entre el caos y las sombras, dándole vida y forma, a la patria naciente”.

Nadie puede dudar el carácter de acto “del más sublime y heroico patriotismo” que tuvo la declaración de la Independencia. Claro que el cuadro tiene su reverso. “El Congreso de Tucumán era monarquista, y con él lo eran los primeros hombres que, con su inteligencia o su espada, marchaban al frente de la revolución en aquel tiempo de anarquía, de derrotas y desfallecimiento”. Pero “el pueblo, sin embargo, no era monarquista, por un instinto tan noble como poderoso” y “por el sentimiento de la igualdad profundamente arraigado en su corazón”. Por eso, afirmaba, “hoy, a Dios gracias, somos lo que el pueblo quería en 1816, y en todas las épocas de la revolución”.