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LAS DAMAS QUE PASEAN. A fines del siglo XIX, un fotógrafo captó esta imagen de cuatro tucumanas frente al Cabildo, que sería reemplazado luego por la Casa de Gobierno.

Las elogiaron Juan Bautista Alberdi y Julio Argentino Roca, por bellas y por inteligentes. Habían nacido en la época de las carretas, pero vivieron hasta la de los aviones. Las dos últimas murieron el mismo día.


En la segunda mitad del siglo XIX, la existencia se deslizaba lenta y apacible en la ciudad de San Miguel de Tucumán. En su novela “Fruto vedado”, Paul Groussac la reconstruyó, como cariñoso -y a veces irónico- testigo.

La vida “social” transcurría en la plaza Independencia y en las calles que la enfrentaban. Los adultos conversaban en la vereda de la botica de Massini o en la trastienda. La gente joven paseaba y presumía entre las avenidas de naranjos y, dos noches por semana, la Banda de Música ofrecía su retreta en el quiosco. La misma banda acompañaba también la misa oficial de los domingos -denominada “misa del Gobierno”- a la que concurrían las autoridades. “Sus cobres solían estallar en el momento de la Elevación, con la habanera del último baile, causando así distracciones peligrosas a las muchachas sentadas en el suelo”.

La plácida vida

La siesta era “de tan estricta observancia, que quien atravesara la plaza de una a cuatro de la tarde sufría vehementes sospechas de andar en pasos pecaminosos”. Como únicos acontecimientos extraordinarios se contaban “las luchas electorales o la temporada teatral de algunos pobres comediantes náufragos que caían extenuados de Bolivia o del Litoral”. Todo parecía transcurrir “en un aburrimiento robusto y plácido, sin agudas crisis ni estallidos de pasión”, y “todas las fiebres eran las que se curan con píldoras de quinina”.

Los matrimonios se armaban con bastante facilidad. “Cada mocetón se enamoraba cierto día de alguna guapa muchacha en misa o en la retreta; tanteaba el agua algunas semanas, la visitaba algunos meses, comulgando con la familia bajo las especies del mate común, y al fin se casaba sin ruido ni despilfarro. Al cabo de tres o cuatro años, la fina muchacha, poseedora de otros tantos hijos, estaba hecha una amplia matrona que no salía sino para oír misa, y deslizaba su vida feliz como chorro de espesa miel; hasta que la nueva generación venía a seguir, en el llano sendero, una existencia exactamente igual”.

Jóvenes en la plaza

Groussac recordaba especialmente el paso de las jóvenes, que cruzaban la plaza al atardecer. Aparecían “vestidas con colores vistosos, al uso ingenuo de los países del sol, donde la naturaleza exhuberante en formas, matices y fragancias, amolda el gusto general a sus caprichos. Iban en su andar a la vez ligero y perezoso, en talle y sin gorra, con un jazmín del Cabo picado en la morena cabellera, guiñando de paso y sin disimulo al forastero con sus grandes ojos cándidamente descarados”.

En otro de sus trabajos, Groussac describía las casas de familia de la gente principal, “con su embaldosado zaguán, su primer patio lleno de plantas, que cuadraban las amplias habitaciones protegidas del sol y la lluvia por altas galerías, en cuyos postes de cedro se enroscaban diamelas y madreselvas”. Era en la sala de recibo, que daba a la calle, donde “salían a relucir, aún más que en la plata labrada del comedor, el lujo y buen gusto de la gente de tono”.

Dentro de la casa

El ajuar consistía en “alfombra floreada, muebles de caoba y damasco, araña central de cinco brazos con sendas lámparas de caireles, mesas y rinconeras obstruídas de chucherías, preciosas filigranas del Perú”. En la sala estaba también “bajo un fanal, alguna Virgen de pintado algez cuajada de abalorios”. Y por fin “en las blanqueadas paredes, amenazando el sofá de las visitas o el piano de la niña, tal cual retrato de ascendiente, matrona de escote ‘ruché’ y sortijillas, señorón de chorrera y copete en remolino, serios, acartonados, catalépticos”.

Ese fue el marco que rodeó a mil y una pequeñas historias llenas de colorido -y en ocasiones de drama- que dan sabor a esa época ya tan remota. Lástima que la gran mayoría de esas historias quedaron sólo en un relato verbal que se esfuma a toda velocidad.

No hemos tenido en esta provincia quienes recopilen metódicamente “tradiciones”, al modo de las que, por ejemplo, pusieron por escrito para Salta el doctor Bernardo Frías, o para Buenos Aires don Pastor Obligado. Así y todo, en las amarillentas colecciones de los diarios, de vez en cuando puede descubrirse alguna. Como la que sigue, de las niñas Talavera, que ya hemos contado alguna vez.

El “tuerto” Talavera Don Angel Arcadio Talavera se llamaba el jefe de la familia. Era un hombre de relieve, nacido en Santiago del Estero en 1802, que en Tucumán tuvo importante posición. Fue hacendado, pionero de la industria azucarera en su ingenio El Palomar, miembro de la Sala de Representantes exiliado tras el fracaso de la Liga del Norte, y gobernador interino de Tucumán en 1867, en las ausencias del titular Wenceslao Posse, su sobrino. Le faltaba un ojo: con el parche respectivo lo retrató Ignacio Baz al “Tuerto” Talavera, como le decían.

De su matrimonio con María de Jesús Prieto, Talavera tuvo varios hijos, varones y mujeres. Él murió en 1874 y poco después lo siguió doña Jesús. Sus hijas, las “niñas Talavera”, serían figuras destacadas en la ceremoniosa sociabilidad de los años finales de la centuria.

Las niñas

Las crónicas las mencionan varias veces. Mauricia, la soltera, hacía de secretaria de su padre. Su letra primorosa redactó más de una de las cartas que el “Tuerto” enviaba a don Justo José de Urquiza, allá en los tiempos de la Organización.

Otra de las niñas, Jesús, se casó con un oficial de Ingenieros del Estado Mayor del dictador paraguayo Solano López, don Donato Román, que fue herido en la batalla de Humaitá. Tenía una conversación llena de sensatez y de viveza: tanto que Julio Argentino Roca, dicen, la proclamó durante una velada en casa de Wenceslao Posse como “la tucumana más inteligente de su generación”.

La niña Amalia, hermana de Jesús y de Mauricia, se casó con don Napoleón Maciel, notorio hacendado y político de aquellos tiempos. Era una de las beldades tucumanas. Las crónicas afirman que Juan Bautista Alberdi elogió cálidamente la armonía de sus rasgos. En la “Guía de Tucumán” editada por Colombres y Piñero en 1901, su retrato era uno de los tres impresos para ejemplificar, ante el viajero, la hermosura de las mujeres de esta provincia.

Pasan los años

Pero, como para todo el mundo, los años fueron pasando para las niñas Talavera. Quedaron viudas Jesús y Amalia y, junto con Mauricia, fueron envejeciendo en el gran caserón de la calle Laprida 207. Desde allí no sólo vieron crecer y multiplicarse a la numerosa descendencia, sino que asistieron también a la desaparición de prácticamente todos sus contemporáneos.

Ellas habían nacido en el Tucumán que viajaba en carretas y diligencias, donde la caña de azúcar se molía en trapiches de palo y las casas se iluminaban a vela. Pero el destino les permitió llegar a la época de la electricidad, del cine, de la radio y de los viajes en avión.

El 8 de enero de 1936, murió Mauricia, la soltera. Como respetando una coquetería final, las largas notas necrológicas de los diarios no consignaron la edad de la “señorita Mauricia”, que se acercaba, si no había superado ya, las nueve décadas.

Murieron juntas

Menos de dos semanas más tarde, exactamente el 21 de enero, se apagó la vida de doña Jesús Talavera de Román, que tenía 88 años.

Sus sobrinos trataron de ocultar el suceso a su hermana, que yacía en cama, enferma, en otro cuarto del viejo caserón. Pero no pudieron evitar que algún imprudente la informara. Doña Amalia Talavera de Maciel pareció resignarse. Pero pocos minutos después, también ella murió: “de tristeza”, dijeron. Tenía 90 años. Apenas una hora había demorado en unirse a su inseparable hermana.

“Dos matronas del Tucumán romántico se extinguieron”, fue el titulo que LA GACETA puso a la larga nota dedicada a las hermanas Talavera. En un diario porteño, Sergio Chiappori las evocó, poco después, en un delicado medallón.

“Se fueron juntas, como de la mano, casi en un mismo suspiro, como en la misma intención. Era lógico. Después de haber gozado la placidez de una vida provinciana, huérfana de enfriamientos que las distanciaran, ‘Jesusa’ y Amalia se miraron sin duda a los ojos, como en las vueltas de los ‘lanceros’ que bailaron juntas en la infancia, y tomadas de las manos siguieron, como en la vida”.