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JUEGOS FLORALES DE 1921. En el escenario del Teatro Odeón, hoy San Martín, aparecen las niñas de la “Corte de Amor” de la reina del torneo, título que correspondió esa vez a Susana Poviña. LA GACEETA.

Los certámenes literarios que se realizaron en Tucumán, desde fines del siglo XIX hasta la década de 1920, tuvieron gran brillo y cobijaron algunas anécdotas


“Juegos Florales” era la denominación de un festival literario que se realizaba cada año en Tucumán, generalmente en octubre, desde fines del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX. Lo organizaba a veces la Sociedad Sarmiento, otras las Conferencias Vicentinas, otras la Sociedad Española, y así. El nombre venía de los torneos poéticos nacidos en Toulouse a comienzos del siglo XIV.

Las bases se difundían por todo el país. “Y como siempre, de los cuatro vientos respondían, con sendos poemas, los aspirantes a la eglantina de oro”, narra irónicamente Pablo Rojas Paz en “Mármoles bajo la lluvia”. Los temas del certamen, dice, “eran como para ponerle la pluma en la mano a cualquier fervoroso de las musas”. Uno imaginaba ya a esos “muchachos melenudos, de larga corbata flotante, en altas horas de la profunda calma provinciana, estarse devanando los sesos para pergeñar una oda o un soneto”. Los candidatos se presentaban con seudónimo, y la identidad se conocía sólo en caso de premio y después de pronunciado el jurado.

Valiosos premios

Los premios eran verdaderamente un despliegue de metal precioso. En los Juegos de 1901, por ejemplo, estaban la “Rosa de Oro”; el “Jazmín de Oro”; la “Violeta de Oro”; la “Pluma de Oro”, además de varias medallas del mismo metal y hasta “una pulsera de oro con brillantes”. Los otorgaba un jurado compuesto por una docena de doctos personajes de la ciudad, elegidos entre los que tenían aficiones literarias.

Parte significativa de la fiesta, era el discurso del denominado “mantenedor” de los juegos. Con gran frecuencia, era una misión que cumplía, con todo brillo, el gran poeta boliviano Ricardo Jaimes Freyre.

La máxima distinción se denominaba “Premio de Honor”. Quien la ganase, debía elegir a la “Reina de los Juegos Florales”, entre las señoritas alineadas, con sus vestidos blancos, en una “Corte de Amor” sobre el escenario.

Súbitas derivaciones

Algunas veces el fallo del jurado tenía imprevistas derivaciones. En los Juegos de 1897, por ejemplo, obtuvo el “Premio de Honor” la composición “Tucumán”, obra del poeta entrerriano Damián Garat, quien residió aquí durante varios años. Y en el rubro “Tema libre”, el ganador fue Alejandro Baralo D’Albaret, con “My country”.

Sucedió que, en el diario “La Provincia”, el periodista Paulino Rodríguez Marquina publicó un artículo que criticaba mordazmente la producción premiada de Garat. Este le contestó en “El Orden” con no menos aspereza, y el asunto llegó a su crisis cuando Rodríguez Marquina, juzgando injuriosa la réplica, retó a duelo a Garat. Los padrinos del lance no se pusieron de acuerdo: hubo que someter el asunto a un tribunal de honor y Garat terminó retractándose de sus invectivas.

En cuanto a Baralo D’Albaret, también debió defenderse de un ácido crítico que, en “El Orden” y bajo el seudónimo “Albert Noir”, analizó sin piedad y línea por línea la poesía premiada, para concluir que “en medio de las flores hay mucha hojarasca seca”. Felizmente en este caso no se planteó el duelo.

Según Rojas Paz, el jurado debía tener ojo experto para detectar las composiciones espurias, “pues ya sucedió que un avivado elevara a la consideración del tribunal una oda de Garcilaso como suya”. Además, según el mismo autor, “había poetas profesionales que tenían una admirable habilidad para sacarse los premios en esta clase de oposiciones”.

Se decía que “un gerente de banco era poseedor de un casillero divido en muchos apartados o cajoncitos, cada cual con el nombre de una ciudad. Dicho cajón contenía un canto a la Patria, otro a la Educación, un soneto al Amor y cosas por el estilo, todos confeccionados teniendo en cuenta los gustos y preferencias de las personalidades de ese lugar o pueblo, irremplazables por años de años en las funciones de tribunal literario”.

El joven de Belén

Muchas veces, al abrir el sobre con la identificación del premiado, el jurado encontraba un nombre conocido. Pero otras veces, ese nombre no le sonaba a nadie. Fue lo que sucedió en 1918. Los Juegos habían sido programados para el Día de la Raza, e integraban el jurado Jaimes Freyre, como presidente, y los doctores José Ignacio Aráoz, Juan Heller, Ubaldo Benci, Rodrigo Amorortu y Adolfo S. Carranza.

Unánimemente, establecieron que la composición titulada “Oda Primaveral”, merecía el “Premio de Honor”. Abrieron entonces el sobre correspondiente, y encontraron que se trataba de un desconocido señor Luis L. Franco, de la localidad catamarqueña de Belén.

Las damas organizadoras de la fiesta enviaron un telegrama, y luego otros dos, a Belén, y empezaron a inquietarse cuando no llegaba respuesta alguna. La gran preocupación de ellas no era tanto el literato, sino cómo se haría para elegir la reina.

Viaje en mula

Pensando en esto se hallaba en su casa Jaimes Freyre, cuando le anunciaron que lo buscaba “un señor de Belén”. Salió a la puerta y se encontró con un robusto joven de 19 años, quien se identificó como Luis L. Franco. Había recorrido montado en una mula, en compañía del peón Pedro Balboa, las sesenta leguas que median entre Belén y Tucumán. En el viaje, no faltó un torrencial aguacero que aguantaron sin más abrigo que los ponchos.

La fiesta, entonces, quedó lista para desarrollarse normalmente en el Teatro Odeón, que hoy se denomina San Martín. La sala estaba llena cuando dio comienzo la velada, con el Himno Nacional. Luego la orquesta ejecutó la Marcha Real Española, y se presentó un “Cuadro artístico de niñas”.

El jurado ocupó después el escenario, y leyó el veredicto que proclamaba ganador a Franco por su “Oda Primaveral”. Vino entonces el romántico discurso del “mantenedor” Jaimes Freyre, que arrancó –como siempre- delirantes aplausos. Su tarea sería reconocida con “una artística medalla de oro y brillantes”, que le obsequió el doctor Benci en nombre de las damas.

El joven poeta

Ante gran expectativa, Franco pasó al escenario para elegir a la reina. Optó por la señorita Dolores Alurralde, quien ocupó su sitio en el “artístico hemiciclo” que le destinaban. La rodeaba su “corte”: Argentina Alurralde, Josefina Córdoba Alais, Rosa Cossio, Isabel López, Nina Cossio y María Ester Usandivaras.

Luego, el premiado leyó su composición. En una colorida nota posterior de “Caras y Caretas”, Rodolfo Romero evocó ese tramo de la noche. “Me cuentan que, en el momento de pisar el escenario, el poeta laureado causó una desilusión doble. Para un grupo que materializaba Belén como una población de rústicos campesinos, sin excepción, mal formados, de pelos hirsutos, con el consiguiente estigma profesional (es decir, cargados de hombros e inclinados el cuerpo hacia la Madre Tierra perennemente), el muchachote gallardo, recio, desenvuelto, que se echó a recitar con voz entonada, les pareció poco pintoresco y algo agresivo, sin duda”.

“Para otro grupito, el verle así, de saco, le resultó… ¿cómo decirlo?… En fin, allá va: ‘poco distinguido. ¡Mire que presentarse sin frac! También resultó agresivo por ese lado”.

Nadie sospecharía

Sigue Romero: “A mí me encantó, sencillamente. Se vino a LA GACETA en cuanto terminó la velada en el Odeón. Es un muchacho con esa fealdad recia y viril que hace atrayentes a los hombres de carácter. No tiene ninguno de los atributos de los poetas rotulados. Ni melena, ni tez pálida, ni aire de tal. Traía la orquídea del premio en el ojal y una manga de la camiseta le salía por entre el puño de la camisa”.

Años después, Franco recordaría: “Yo era un tipo muy tímido, de poca cancha, de escasa sociabilidad… Temía tartamudear… Pero no tuve ningún problema. De ahí me llevaron a la redacción de LA GACETA”.

Nadie podía vaticinar, en ese momento, la fama que posteriormente adquiriría el “muchacho de Belén”. Lo esperaba una exitosa tarea no sólo de poeta sino también de escritor y de historiador, traducido a varios idiomas y autor de casi medio centenar de libros a partir de “La flauta de caña”, de 1920. Falleció a los noventa años, en un asilo, en 1988.

Un arco triunfal

Los Juegos Florales persistieron hasta la década de 1920. En 1943, un decreto del interventor federal Alberto Baldrich trató de reinstalarlos, pero no hizo camino. Después, en los años 50 y 60 del siglo que pasó, los resucitó por un tiempo, en Tafí Viejo, el Centro “Juvenilia”.

En 1920, el “mantenedor” fue Juan B. Terán. Su discurso recordó que los Juegos eran una herencia de la Edad Media, y que los animaban esos trovadores que “fundaron una época literaria y colorearon un régimen social”.

La fiesta, hoy, decía, “muestra que el grano de locura no ha muerto del todo; que esa liviana herencia de la alondra, del ruiseñor, de la golondrina, está viva en nuestro patrimonio, como en la crónica de nuestra vida sentimental el gesto, el escorzo, la palabra, la mirada, fijados en una hora cálida de emociones y de confidencias”.

Rojas Paz escribió que “aquellos Juegos Florales de Tucumán eran famosos: lo fueron durante años. Para muchos literatos de actual renombre, fueron el arco triunfal por donde entraron a la fama”. Y “ser reina de la fiesta, era la ilusión que se habían fijado todas aquellas muchachas, claras como el alba y suaves como la tarde”.