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JOSÉ DE SAN MARTIN. En 1817, en Chile, José Gil de Castro ejecutó este retrato del prócer. la gaceta / archivo

Mientras sesionaba el Congreso, San Martín daba término a la preparación del Ejercito de los Andes.


Sabemos que, a lo largo de 1816, en San Miguel de Tucumán, el Congreso de las Provincias Unidas, además de declarar la Independencia, nombraba Director Supremo, debatía sobre la forma de gobierno y tomaba apuradas providencias contra las revueltas localistas, para citar sólo los asuntos más gruesos. Entretanto, a un millar de kilómetros de distancia al sudoeste, en Mendoza, se desarrollaba una tarea de muy vasta magnitud. Sus propósitos se mantenían secretos y resultaría decisiva para la independencia americana.

Dos años atrás, en 1814, el coronel mayor José de San Martín, tras su breve jefatura del Ejército del Norte, había pedido -y logrado- que el Directorio lo designara gobernador de la Intendencia de Cuyo: la capital era Mendoza, con San Juan y San Luis como jurisdicciones subordinadas. El flamante mandatario buscó ese apartado destino, para convertirlo en base de una gigantesca operación de guerra: nada menos que cruzar la cordillera de Los Andes, terminar con los realistas en Chile y desde allí, por mar, atacar el Perú, máximo bastión enemigo en América.

En Mendoza

Mendoza era un punto peligroso. En octubre de 1814, tras la derrota patriota en Rancagua, había vuelto Chile a poder de los realistas, y existía el riesgo cierto de que estos cruzaran la cordillera y atacaran a Cuyo. Los derrotados de Rancagua llegaron a Mendoza, y San Martín debió auxiliarlos y alojarlos. Le trajo serios problemas la tropa que mandaba el arrogante José Miguel Carrera, con quien el gobernador estuvo a punto de trabarse en combate y terminó confinándolo en San Luis.

Pero este incidente tuvo una consecuencia beneficiosa, ya que dio a San Martín la ocasión de empezar el adiestramiento de las milicias mendocinas. Estas llegaban a apenas unos 400 hombres, y serían el plantel inicial del ejército que se proponía formar. Adquirió, al mismo tiempo, notable popularidad entre la población. Tanta, que cuando el Director Supremo Carlos de Alvear quiso reemplazarlo por Gregorio Perdriel, estalló una verdadera “revolución municipal” que obligó a derogar la medida.

Una obsesión

Desde entonces, escribe Patricia Pasquali, “quedó a salvo de cualquier intento futuro de remoción arbitraria por los vaivenes políticos”. Claro que, a cada rato, debió disuadir al Directorio de complicarlo en operaciones que juzgaba inútiles, como encarar una nueva campaña al Alto Perú, o enredarse en luchas contra los artiguistas de Santa Fe.

La obsesión de San Martín era armar un ejército realmente adiestrado y potente. En 1815, a los 400 milicianos iniciales, sumó 700 con la leva de los libertos. De Buenos Aires, a regañadientes, le mandaron 100 soldados de artillería con dos cañones, más 200 efectivos de los escuadrones 3 y 4. Con los emigrados, formó la “Legión Patriótica de Chile”. Además, iba armándose de monturas. A fines de 1815, ya tenía 3.000 caballos y 1.300 mulas, recolectados con la ayuda de sus tenientes gobernadores. Cuando supo el desastre de Sipe Sipe (noviembre), que preveía, reunió a sus oficiales en una comida, donde brindó por “la primera bala que se dispare contra los opresores de Chile, del otro lado de los Andes”.

Los aprestos

Comenzó así el año 1816. Es conocido que, al reunirse el Congreso, San Martín instó sin descanso a los diputados de Cuyo a que declararan la Independencia. Periódicamente, le llegaban de Buenos Aires algunas armas y pertrechos. Aunque no cesaban sus pedidos de equipamiento, iba tomando sus propias providencias.

El experto tucumano José Antonio Álvarez de Condarco logró fabricar, en cantidad ilimitada, excelente pólvora en base al abundante salitre de la región. El asombroso fraile franciscano Luis Beltrán armó una maestranza donde, usando hasta campanas de iglesias, fundió cañones y fabricó balas y bayonetas, así como herraduras, granadas y cartucheras. Esto aparte de armar los dispositivos para trasladar esa artillería por las sendas de la cordillera. La máquina de un viejo molino, sirvió para procesar las bayetas de San Luis y teñirlas como uniformes de los soldados, cuyos pantalones cosían las señoras de la ciudad.

En febrero de 1816, ya tenía 2.200 efectivos, pero necesitaba 1.800 más. También requería 4 cañones, 3.000 fusiles de repuesto, 800 sables, por ejemplo. Y necesitaba dinero, afirmaba, por que no podía tomar Chile y empezar a imponer empréstitos. Además, precisaba buques que apoyaran, desde el mar, la campaña que se proponía.

El Director apoya

La designación de Juan Martín de Pueyrredón como Director Supremo, resuelta por el Congreso de Tucumán, fue providencial para el ambicioso programa que San Martín mantenía, lógicamente, en reserva. Entre el 16 y el 22 de julio, ambos militares se entrevistaron en Córdoba. El plan, expuesto en detalle por San Martín, entusiasmó de inmediato a Pueyrredón, quien le prometió acercarle toda la ayuda posible.

Cumplió su promesa. Lo reforzó con tropa veterana, que era una de las urgencias que aquejaban a un ejército formado mayormente por reclutas. Y, casi a diario, partían cargamentos desde Buenos Aires a Mendoza. En noviembre de 1816, Pueyrredón escribía a San Martín una carta reveladora: “Van todos los vestuarios pedidos y muchas más camisas… Van 400 recados. Van hoy por el correo, en un cajoncito, los dos únicos clarines que se han encontrado… Van los 200 sables de repuesto que me pidió. Van 200 tiendas de campaña o pabellones, y no hay más. Va el mundo. Va el demonio. Va la carne. Y no sé yo cómo me irá con las trampas en que quedo para pagarlo todo”… Terminaba: “y, ¡carajo! No me vuelva V. a pedir más, si no quiere recibir la noticia de que he amanecido ahorcado en un tirante de la fortaleza”…

El Plumerillo

Logró que los propietarios mendocinos le cedieran las tres cuartas partes de su existencia de esclavos, importante contingente que lo obligó a desdoblar el Regimiento 8 en dos batallones. Todo esto a la vez que desarrollaba su “guerra de zapa”: hábiles operaciones de contrainteligencia y de espionaje, que incluyeron infiltrar gente en las filas realistas de Chile. Difundió falsas noticias de invasión, para que los enemigos dividieran fuerzas y las movilizaran hacia las zonas que a él le convenían.

A fines de setiembre de 1816, trasladó toda la fuerza al campamento de El Plumerillo, cuatro kilómetros al nordeste de Mendoza. Delimitó un gran campo de instrucción al frente y acondicionó un tapial doble hacia el oeste, para espaldón de tiro. Edificó barracas de adobe para la tropa y, detrás, colocó las cocinas y los alojamientos de sus jefes y oficiales. Asimismo, construyó reductos y baterías en los pasos de Los Patos, Uspallata y Portillo, y envió un cuerpo de Ingenieros, dirigido por Álvarez de Condarco, para verificar los caminos de la cordillera hasta la cumbre.

Hábil tucumano

A pesar de que estaba concentrado en el ejército, San Martín se dio tiempo para beneficiar a Mendoza con importantes medidas. Fundó la primera biblioteca pública; fundó el primer colegio secundario; difundió la vacuna antivariólica entre la población, por ejemplo. La creación del hospital, dirigido por Diego Paroissien, trajo enormes beneficios a todos. Claro que impuso también sacrificios. Ordenó un empréstito forzoso, a tiempo que confiscaba los bienes de los realistas prófugos y loteaba las tierras públicas.

En lo que fracasaron sus esfuerzos, fue en el apoyo naval que buscaba. No lo obtuvo. “Mucha falta nos harían -escribió a Tomás Guido- cuatro y cinco buques de fuerza para la expedición; pero el que no tiene más, con su madre se acuesta. Yo marcharé, aunque me llevé el diablo”.

En diciembre de 1816, ideó otra estratagema. Quería conocer el estado exacto de los pasos de Los Patos y Uspallata. Entonces, envió a Chile a Álvarez de Condarco con la singular misión pública de entregar, al gobernador Casimiro Marcó del Pont, nada menos que una copia del acta de la Independencia. El jefe realista se enfureció: estuvo a punto de fusilarlo, pero finalmente se limitó a la expulsión. Álvarez de Condarco había usado, de ida, el paso de Los Patos, y de vuelta se encaminó por el de Uspallata, de modo que pudo proporcionar a San Martín un informe preciso sobre las condiciones de ambos.

Fuerza formidable

Al fin, estuvo listo para partir el impresionante Ejército de los Andes. En su conducción, San Martín era apoyado por unos 200 jefes y oficiales. Describe Mitre que constaba de “4.000 hombres de pelea, de los cuales 3.000 infantes estaban divididos en cuatro batallones a órdenes de Alvarado, Crámer, Conde y Las Heras; cinco escuadrones de Granaderos a Caballo con 700 plazas al mando de Zapiola, Melián, Ramalla, Escalada y Necochea; una brigada de 250 artilleros, con 10 cañones de batalla de a 6, 2 obuses de 6 pulgadas y 9 piezas de montaña de a 4, a cargo de De la Plaza”. Como auxiliares, iban 1.200 milicianos de caballería de Cuyo, para conducir víveres y municiones, además de los arrieros, los operarios de la maestranza y 120 barreteros de las minas de Mendoza para la compostura de los caminos. Llevaban más de 10.000 mulas de silla y carga y 1.600 caballos “de pelea”, además de 600 reses en pie para alimento de la tropa.

El plan era invadir Chile por los pasos de Los Patos y Uspallata, cortando el centro realista. Para que no se supiera el punto de ataque de la masa del ejército, destacó cuatro columnas secundarias, por otros pasos de la gigantesca montaña.

La formidable empresa sanmartiniana se inició al comenzar enero de 1817, cuando acometió el cruce de la cordillera de los Andes. Eran justo los días en que el Congreso de las Provincias Unidas efectuaba sus últimas sesiones en Tucumán, previas al traslado a Buenos Aires.