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EN LA RECOLETA. Tumba de Avellaneda coronada por su estatua. Allí está depositada su cabeza, único resto que quedó del cuerpo del prócer.

Marco Manuel de Avellaneda encabezó la Liga del Norte contra Rosas, que se atrevió a desafiar al dictador porteño y sostener la necesidad de una Constitución. Aplastado el movimiento en 1841, fue ejecutado bárbaramente por Oribe


Un gran retrato, de cuerpo entero, del doctor Marco Manuel de Avellaneda, presidió el recinto de sesiones de la Legislatura de Tucumán, desde 1909 hasta 2012. Al habilitarse el actual edificio, no se lo colgó en la nueva sala. En junio último, ha pasado en silencio -salvo una conmemoración familiar- el bicentenario de su nacimiento.

Es injusta esa indiferencia oficial. Tucumán debió evocar al prócer que, desde esta ciudad, animó la reacción regional contra la dictadura de Juan Manuel de Rosas y a favor de la organización de la república. Una noble empresa en la cual jugó y perdió su vida, en la flor de la juventud.

“Marco Tulio Cicerón”

Había nacido en Catamarca a las 2 de la madrugada del 18 de junio de 1813. Era el único hijo que tuvieron Nicolás Avellaneda y Tula, primer gobernador autónomo de esa provincia, y Salomé González Espeche. Lo bautizó el mismo día el párroco José Domingo de Echegoyen, con el padrinazgo de Bernardino Ahumada y su esposa Petrona de Avellaneda.

Estudió en la célebre Aula de Latín del padre Ramón de la Quintana y, gracias a una de las becas que daba el gobierno de Bernardino Rivadavia, pasó en 1823 a Buenos Aires, para entrar al Colegio de Ciencias Morales. Su padre lo acompañó en el viaje. Cursó después en la Universidad porteña la carrera de Derecho y se doctoró en 1834 con una tesis de título premonitorio: “La pena de muerte”.

Sus condiscípulos más amigos eran los tucumanos Juan Bautista Alberdi, Brígido Silva y Marcos Paz, y el porteño Juan María Gutiérrez. Ellos lo apodaban “Marco Tulio Cicerón”, por sus dotes de orador. Lector infatigable, había ido adquiriendo una sólida y variada cultura. Alcanzó a colaborar en el periódico “El Amigo del País”, que el gobierno de Rosas cerró “por haber abusado de la libertad de prensa”.

Cargos en Tucumán

Sus padres ya se habían establecido en Tucumán, y a esa ciudad regresó en 1834. En Córdoba se encontró con Alberdi y Mariano Fragueiro, quienes viajaban en la misma dirección. A poco de llegar se enamoró de Dolores Silva, hija del gobernador José Manuel Silva y hermana de su amigo Brígido. Se casó con ella. Tendrían cuatro hijos: el mayor, Nicolás, estaba destinado a presidir la República.

Por grata que fuera la vida familiar, se sentía sofocado en Tucumán. “Nuestra sociedad se compone de unos cuantos clérigos y frailes que ejercen el monopolio del saber, y de un gran número de esos hombres frívolos destinados a vivir y morir como viven y mueren los naranjos”, escribía a Alberdi en 1838.

Por eso, confesaba, “yo no hablo más que conmigo mismo. Indiferente a cuanto me rodea, abandonado a mí mismo y a mis propias fuerzas, siento una abundancia de vida que me desespera. En otros tiempos abría libros, tenía avaricia de instrucción: ya los detesto. ¿De qué me servirán ellos? Sin estímulo y sin esperanzas, sin un hombre con quien estudiar y discutir ¿qué podría hacer?”

Gobernaba la provincia el general-doctor Alejandro Heredia, rosista tolerante que confió funciones públicas a jóvenes liberales como Avellaneda, como Angel López, como Brígido Silva, como Salustiano Zavalía. Fue Avellaneda presidente de la Cámara de Justicia y, cuando ocurrió el asesinato de Heredia, en 1838, estaba al frente de la Sala de Representantes. Los rosistas lanzaron la especie -infame y nunca probada- de que era cómplice en aquella muerte.

El pronunciamiento

Seguía conduciendo la Sala en 1840, cuando Rosas envió a Gregorio Aráoz de La Madrid con la misión pública de recuperar el armamento porteño enviado para la Guerra con Bolivia, y la misión secreta de apoderarse de ese gobierno desafecto.

Las cosas se precipitaron. La Sala no solamente negó la entrega de las armas, sino que resolvió -el 7 de abril- que “no se reconoce en el carácter de gobernador de Buenos Aires al dictador Don Juan Manuel de Rosas”, y que “se le retira la autorización que, por parte de esta provincia, se le había conferido para mantener y conservar las relaciones de amistad y de armonía con las potencias extranjeras”.

Los considerandos de la ley eran duros y desafiantes. “La existencia, en el primer pueblo de la República, de un gobierno investido con toda la suma de los poderes constitucionales, es un escándalo a los ojos de la América y del mundo”, expresaban. No era posible consentirlo, porque “así se aleja más y más la deseada época en que se escriba y sancione la Constitución del pueblo argentino”. El pronunciamiento emociona tanto al enviado La Madrid, que decide repudiar la divisa federal y unirse a los pronunciados.

La Liga del Norte

Meses más tarde, la postura se hace regional, con el “Pacto de la Liga del Norte”, que suscriben Tucumán, Salta, Jujuy, Catamarca y La Rioja. El pacto, subraya Juan B. Terán, “es el más explícito de cuantos se han celebrado hasta el Acuerdo de San Nicolás”, respecto a las facultades “nacionales” que atribuye a las autoridades que crea. Se trata, así, de “un antecedente federativo” y “una manifestación prodromática de la organización argentina, en los hechos y en el concepto que lo inspiraba”.

Los gobiernos de la región -excepto el tiranuelo santiagueño Juan Felipe Ibarra- han cruzado la línea y Rosas reprimirá semejante desacato. No es posible seguir en detalle la desventurada historia de la Liga, enorme sacrificio de vidas y de recursos destinado al fracaso desde el vamos. Las expectativas militares de la coalición residían en dos ejércitos. Uno, que se recluta con premura, está a las órdenes de La Madrid, y el otro viene de Buenos Aires, al mando del general Juan Lavalle.

Las operaciones bélicas de la Liga empiezan a descalabrarse con la derrota de Quebracho Herrado, y quedarán dramáticamente canceladas en 1841, con los triunfos rosistas en Famaillá (19 de setiembre), donde es batido Lavalle, y en el paraje mendocino de Rodeo del Medio (24 de setiembre) donde es aplastado La Madrid.

Muerte atroz

Desde el pronunciamiento, Avellaneda ha sido el máximo animador de la coalición. Resolvió e hizo cumplir las principales medidas, tanto administrativas como militares, desde sus funciones de ministro y de gobernador delegado. A la vez, exhortaba incansablemente a los pronunciados a no desfallecer. En una de sus proclamas, afirmó su intención de “perecer combatiendo por la gloria de mi patria y la libertad de la República. Yo cumpliré mi juramento ¡Los bárbaros no dominarán a Tucumán sino después de haber pisoteado mi cadáver!”.

Participa en la acción de Famaillá y, cuando la derrota es irreversible, trepa al cerro de San Javier: hace noche en Raco y luego trata de ganar Jujuy, por la Pampa Grande. Será traicionado por uno de sus hombres, quien lo entrega al jefe federal, Manuel Oribe. Este lo hará degollar de manera atroz, sin juicio alguno, en Metán, el 3 de octubre del terrible año 1841. Su cabeza sería expuesta en la plaza de Tucumán, clavada en una pica. De allí la sacó cierta noche Fortunata García de García, para darle sepultura.

Cómo lo vieron

Según Esteban Echeverría, era Avellaneda “de estatura arrogante, aunque pequeña”, con “el ojo grande y la mirada ardiente”, nariz aguileña y una cabeza “poblada de cabellos renegridos”. Benjamín Villafañe, secretario de Lavalle, lo halló “muy impresionable e imperioso: no sé si será siempre tan intolerante; no le gusta que se le hagan observaciones”. Era “afectuoso, simpático e insinuante cuando quiere serlo”, y “muy parco en esta clase de manifestaciones con los suyos de cierta graduación o rango, no así con el soldado”. En los momentos en que se exaltaba, “su voz se volvía temblorosa: parecía brotar del corazón y dirigirse al sentimiento puramente”.

Otro testigo, Pedro Echagüe, oficial de la Liga del Norte, lo pintó como “un hombre extraordinario”, que “irradiaba talento hasta en sus gestos. Suave, franco, leal en su trato, tenía sin embargo, para cumplir sus resoluciones y para sostener sus convicciones, la firmeza del bronce y del diamante”.

El doble don

Emilio Castro, ayudante de Lavalle, se asombró una noche en Tucumán, al ver que Avellaneda escribía en su casa en vez de descansar. Estaba traduciendo poemas de Lord Byron. “Este es mi descanso”, le explicó. La fantasía del poeta lo sacaba de la tremenda realidad. Como sus responsabilidades crecían, le dijo, “a la manera de los que se embriagan con vino, que tienen que ir subiendo la dosis alcohólica, yo también he debido ir aumentando la fantasía poética. Como usted ve, he llegado ya a Byron”.

Salustiano Zavalía, amigo y colaborador en la Liga, lo hallaba “dotado de un corazón fogoso y alumbrado de exquisita distinción: había nacido para grandes cosas y murió harto temprano, víctima de su amor a la patria y a la gloria”.

Para su hijo Nicolás, “tenía el doble don del corazón conmovido y de la palabra que transmite sus palpitaciones”. Como lo perdió a los cinco años, no tenía fijado el rostro de su padre. Lo conoció recién en 1871, cuando llegó a sus manos una miniatura que lo retrataba. Otro de los hijos, Marco, dijo que ese retrato -base de todos los posteriores- “debía ser de una gran semejanza, porque en el año de 1880 lo reconoció en el momento de verlo el doctor Alberdi”.