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ANITA GOROSTIAGA DE CARRATALÁ. Nunca regresó a Salta, pero envió a su ciudad este retrato -inédito hasta hoy- que la mostraba con aires de reina.

Dos matrimonios en tiempos de la guerra de la Independencia, y uno durante la Organización Nacional.


Tanto en los tiempos viejos como hoy, no existió casamiento que no estuviera rodeado de anécdotas. Algunas han pasado a la historia. Tres bodas hemos elegido para narrarlas en las líneas que siguen. Las tres se ambientan en Salta y Jujuy: dos durante la guerra de la Independencia y la tercera en los años de la Organización Nacional

“Era una de las mujeres más hermosas que he conocido, y su traje marcial la hacía aún más bella; vestía un rico mantón de grana guarnecido con el bordado de brigadier”, escribió el general Tomás de Iriarte refiriéndose a doña Josefa Marquiegui. “Dios me lo perdone, pero pienso que aquella señora no podía estar muy conforme con la figura de su estilico marido, que era un mico viejo, sucio y asqueroso”, agrega Iriarte como despectivo retrato del marido de doña Josefa -y veinte años mayor que ella-, el prominente general realista Pedro Antonio de Olañeta.

“Pepa” Marquiegui

Olañeta era un vasco nacido en Elgueta en 1877, que en la adolescencia marchó a América en busca de fortuna. Recaló en el Alto Perú. El laboreo de las minas lo hizo rico. Cuando empezó la guerra de la Independencia, por cierto que apoyó a los realistas. De esa manera, dice el historiador Bernardo Frías, la revolución “lo sacó de la obscuridad de su vida ordinaria, le dio lugar prominente en sus sucesos, y lo inmortalizó como el más decidido y pertinaz defensor de la dominación española en América”.

Pasaba largas temporadas en Jujuy. Allí fue donde se enamoró y se casó en 1810, con doña Josefa -“Pepa”- Marquiegui, criolla, hija de un rico militar español avecindado en aquella ciudad. Era hermana de otros dos oficiales realistas jujeños, Casimiro y Felipe Marquiegui. “Era su figura alta y esbelta”, la recuerda Frías, apuntando que la distinguían “la corrección, la gracia y delicadeza, así de las formas de su cuerpo como en las facciones de su rostro”. Tenía “nariz larga y recta”; era “rubia de cabellos, blanca de cutis y los ojos grandes y azules como el cielo”.

La “generala”

Cuando poco después empezó la guerra y Olañeta se incorporó al ejército realista como oficial de gran protagonismo, doña “Pepa” lo acompañó sin vacilar. Se acomodó a la vida de los campamentos: la “generala” cabalgaba en una mula, a la derecha de su marido, protegida -dice Frías- por un cuadro de bayonetas. Estuvo a su lado en los momentos más difíciles. En 1816 cayó prisionera de los patriotas, quienes la canjearon por los oficiales Rufino Guido y José Berro. Aunque estos finalmente lograron escapar, los criollos devolvieron a “Pepa” en Yavi, hasta donde fue a buscarla su tío Domingo Iriarte.

Un célebre viajero inglés, el capitán Joseph Andrews, la retrata como “dotada de un gran valor”, que “no llegaba a eclipsar lo femenino de sus gracias y prendas”. Se sabe que actuó como espía y conspiradora. Hay quienes dijeron que no sería ajena al movimiento que terminó con la muerte de su gran enemigo, el general Martín Güemes, en 1821.

Flamante viuda

Olañeta, fanático partidario del monarca español, se empeñó en esa causa con todas sus fuerzas. Simbólicamente, le tocó morir en 1824, poco después de Ayacucho, en la batalla de Tumusla, que fue la última acción en las guerras por la independencia americana. “Pepa” Marquiegui, que tenía 30 años por entonces, no volvió más a Jujuy. Se radicó en La Paz y años más tarde se casó de nuevo.

El viajero Andrews la conoció en 1826, flamante viuda. La describe “con facciones que se dirían bellas más bien que hermosas, esbelta de formas y de modales graciosamente cautivadores, detalle muy común en las damas salteñas. Realzaba estas cualidades una expresión de tristeza en el rostro, que armonizaba con el luto de su vestido y la situación del momento…”

Entre las batallas

Otro de estos matrimonios armados en medio de la guerra de la Independencia fue el del general realista José Carratalá con una joven salteña. Carratalá había tenido larga actuación militar en España. Doctor en Leyes, graduado en la Universidad de Valencia, ingresó en la política y en la milicia con motivo de la invasión de Napoleón. Se batió contra los franceses en acciones como Tudela y los sitios de Zaragoza y Tortosa. Fue herido y hecho prisionero. En 1815 llegó a América y lo destacaron en el Alto Perú. En ese carácter, debería luchar contra los gauchos de Güemes.

Pero, entre batalla y batalla, Carratalá se enamoró perdidamente de una beldad salteña, Anita Gorostiaga, y se dispuso a casarse con ella, pasara lo que pasara. Las cosas se precipitaron cuando el virrey La Serna, en consejo de guerra del 4 de mayo de 1817, dispuso que sus fuerzas se retiraran: había sido decisivo el acuchillamiento de su retaguardia en Humahuaca, por los patriotas del coronel Manuel Eduardo Arias.

Boda en la noche

De acuerdo a la orden de La Serna, la retirada se efectuaría en la oscuridad, para mayor disimulo. En sus memorias, el general Iriarte narra que, esa noche, Carratalá se presentó en su casa y le dijo que quería nombrarlo padrino de casamiento. A Iriarte se le antojó absurdo pensar en una boda, en semejantes circunstancias. “Vaya, no sea usted loco ¡Siempre está de buen humor!”, le dijo.

Pero Carratalá respondió: “no es broma, me caso; venga usted, amigo, todo está ya preparado, y no puedo perder el tiempo, porque como sabe, debo ponerme en marcha a las doce de la noche”. Iriarte cuenta que, cuando llegó a la casa de los Gorostiaga, “todo estaba en movimiento; el patio lleno de colchones, baúles, etcétera, y ya se estaban cargando las mulas para marchar”. La hermana de la novia, Jacoba (que tenía “unos ojos negros, los más grandes y seductores que he visto”, según el memorialista) le dijo que el casamiento de Anita “le parecía un sueño”.

Un retrato

La ceremonia nupcial se cumplió con rapidez. Ni bien concluida, la pareja se dispuso a partir con el ejército.

Según el historiador Frías, era tanto el apuro que Anita ni siquiera se pudo cambiar el traje, ni sacarse el “tontillo” (pieza que se usaba para ahuecar la falda), ni dejar el abanico de boda. Iriarte, que los acompañó hasta el fin, vio a la novia montar a caballo “muy envuelta en el capotón de barracán de su querido esposo; la noche era fría en extremo”. Cuando se alejaron con la tropa, empezaban a retumbar los disparos de los hombres de Güemes.

Anita acompañó a Carratalá en lo que restaba de su carrera militar, hasta la gran derrota realista de Ayacucho. Después, partió con Carratalá a España. Allí, su marido llegó a las más altas dignidades: ministro de Guerra, teniente general, senador del reino. Murió muchos años después, en 1855. En cuanto a Anita, nunca volvió a Salta. Pero envió a su ciudad un magnífico retrato suyo, que la mostraba vestida y enjoyada como una reina. Como para que apreciaran lo bien que le había ido desde que se alejó.

El gran médico

Para terminar, merece mentarse -ya de tiempos más serenos- otro matrimonio bendecido en Salta cuando promediaba el siglo XIX. Es sabido que uno de los visitantes destacados en la Argentina de la época fue el médico Paolo Mantegazza. Recorrió íntegro el país en 1854-58, 1861 y 1863, y lo describió en libros memorables. Ocurrió que se detuvo en Salta más tiempo del calculado. Irradiaba verdadero embrujo esa sociedad que lo recibía con tanto afecto.

Le flechó el corazón una de las beldades salteñas, Jacoba Tejada. “Acaso una partitura de Donizetti o de Berlioz dio principio a la historia romántica que llevó a la sencilla joven del hogar colonial a la corte de Italia”, escribió Miguel Solá. El doctor Mantegazza y la niña Tejada se casaron el 6 de noviembre de 1856, en la Catedral de Salta. Dos años más tarde, la pareja partía a Milán.

Nadie saludaba

Comenta Solá que “aquella joven no debió parecer exótica bajo el cielo italiano donde, si son azules los ojos de las mujeres y rubios sus cabellos, hay muchas en cuyas pestañas el ‘sirocco’ parece que hubiera dejado las tintas africanas; pero Jacoba Tejada llevaba en sus pupilas el mismo azul del mar Ligure y en sus guedejas de oro las espigas del Piamonte…”

Según el historiador Frías, regresó Jacoba a Salta una sola vez. Estaba descontenta con Milán. Encontraba extraña esa costumbre de las milanesas, aún las de alto rango, de tejer y coser todo el día. Era algo muy distinto al reposo y “far niente” de las niñas salteñas. Además, en Milán nadie la saludaba en la calle, “mientras que aquí, bien puedo sentarme en el umbral de mi casa, envuelta en mi rebozo de lana, pero todo el mundo repara en mí y sabe que soy doña Jacoba Tejada”, confió a una amiga.

Volvió a Italia y allí falleció en 1889. Dos años después, don Pablo se casó en segundas nupcias, con la condesa María Fantoni, quien lo sobreviviría muchos años.