Hace un siglo murió el ilustre salteño, que presidió la República y fue cuatro veces ministro de la Nación.
Hace pocos días, se cumplió un siglo de la muerte del presidente Victorino de la Plaza. Recién llegaba de Córdoba, a donde viajó como invitado de honor en los festejos del cincuentenario del Código Civil. Se enfermó gravemente en el tren durante el regreso, y falleció a poco de arribar a Buenos Aires, el 2 de octubre de 1919.
Fue un argentino muy importante. No sólo presidió la República sino que desempeñó con gran eficacia funciones públicas de muy alta responsabilidad. Merece por eso que se lo recuerde, siquiera de modo muy sintético, en las líneas que siguen.
Excelente alumno
Victorino de la Plaza había nacido en Salta el 2 de noviembre de 1840. Era hijo de don Roque Mariano de la Plaza y de doña María Manuela de la Silva, ambos de antiguas familias pero de muy precaria situación económica. Hizo trabajos muy humildes, a la vez que cursaba las primeras letras con los franciscanos. Luego fue preceptor de una escuela y entró como procurador, y luego escribano, en los Tribunales salteños.
Buscando darle mejor educación, su madre pidió al general Justo José de Urquiza, en 1859, que le otorgase una beca en el Colegio de Concepción del Uruguay. Le fue concedida. Por sus méritos de excelente alumno, sería habilitado después como escribano en la ciudad entrerriana. Terminó sus estudios en 1862 y en 1863 ingresó a la Universidad de Buenos Aires, en la carrera de Derecho. En un examen, Amadeo Jacques elogiaría su talento. Sus altas notas hicieron que el presidente Bartolomé Mitre lo nombrase escribiente en la Contaduría Nacional.
Guerra, Código, bufete
Al estallar la Guerra del Paraguay, dejó los libros para empuñar las armas. Tenía grado de teniente primero de Artillería en las batallas de Estero Bellaco y de Tuyutí, y mereció una condecoración por su desempeño. Volvió luego a Buenos Aires.
El doctor Dalmacio Vélez Sarsfield lo llamó a su lado cuando redactaba el Código Civil. Actuó como amanuense del célebre jurista cordobés. “De su puño y letra son parte de las anotaciones y correcciones que los originales contienen: una letra grande, redonda y claramente legible”, expresa un historiador.
En julio de 1868 se graduó de abogado y de doctor en Jurisprudencia, con la tesis “El crédito como capital”. Su padrino fue el doctor Vélez Sarsfield. Se dedicó con intensidad al ejercicio de la profesión. Tenía una cátedra en el Colegio Nacional y el Gobierno le confiaba, con frecuencia, comisiones referidas a delicados temas jurídicos y legislativos. No aceptó los honorarios que el Congreso le acordó por esas tareas.
Tres veces ministro
En 1870 se casó con doña Ercilda Belvis, de la que enviudó en 1875. No tuvieron hijos. El presidente Domingo Faustino Sarmiento lo nombró Procurador del Tesoro. Su sucesor, Nicolás Avellaneda, al advertir sus condiciones, lo llamaría luego para designarlo ministro de Hacienda de la Nación, cartera desde la cual tomó trascendentes medidas. Entre ellas, la reducción de un tercio de empleados públicos. Quiso renunciar en 1877, pero Avellaneda rechazó su dimisión con términos por demás elogiosos.
En 1880, terminada su gestión ministerial, Salta lo eligió diputado al Congreso de la Nación. Revistó en el grupo de legisladores que se trasladaría a Belgrano, apoyando a Avellaneda, al ocurrir la revolución porteñista de Carlos Tejedor. Cuando el general Julio Argentino Roca asumió la presidencia, a poco andar designó a Plaza como ministro de Relaciones Exteriores. Y en 1883 le confió la cartera de Hacienda, hasta 1885.
Londres y otra cartera
El Gobierno Nacional lo designó luego agente financiero en Londres, para las cuestiones de deuda externa. Se sintió tan cómodo en la capital británica, que permaneció allí por espacio de más de dos décadas, hasta 1907, año en que regresó a la Argentina. Aparte de su tarea oficial, actuó largamente en el foro de ese país, además de desempeñar asesorías económicas, y logró amasar así una regular fortuna, que incluía establecimientos de campo en Buenos Aires. Durante su estadía entre los ingleses, había rechazado la cartera de Hacienda que le ofreció el presidente Carlos Pellegrini después del Noventa.
Volvería al gabinete nacional en 1909, como ministro de Relaciones Exteriores del presidente José Figueroa Alcorta. Así, desde la década de 1870 hasta entonces, como legislador o como ministro, Victorino de la Plaza había participado en la confección de tan numerosas como trascendentes leyes relativas tanto a la organización financiera del país, como a su administración de Justicia o sus cuestiones con el exterior.
Presidente leal
En 1910, integró como vice la fórmula presidencial que encabezaba Roque Sáenz Peña, y que triunfó en las elecciones de ese año. Ambos asumieron la alta magistratura el 12 de octubre de 1910. La enfermedad de Sáenz Peña lo obligó a desempeñar interinamente el Poder Ejecutivo, desde el 6 de octubre de 1913 hasta el 9 de agosto de 1914. Fallecido Sáenz Peña en esa fecha, se hizo cargo de la presidencia de la República.
Ha destacado un historiador que Plaza fue “el ejecutor y el más fuerte sostén” de la memorable ley del voto secreto y obligatorio, que había ideado y promulgado su antecesor. “De él exclusivamente dependía la supervivencia o subrogación de la flamante ley. Le hubiera bastado un leve golpe de timón a la derecha para complacer a los partidos conservadores de las provincias, dando máquina atrás en la aplicación de preceptos demasiado liberales para ese tiempo, y hasta obtener el concurso del Congreso para una contrarreforma”. Pero se mantuvo firme y presidió la impecable elección de presidente y vicepresidente de la República del 2 de abril de 1916, que consagró jefe de Estado a Hipólito Yrigoyen.
Cuantioso legado
Después, ya cargado de años, se retiró de la política. En septiembre de 1919 –vimos- aceptó trasladarse a Córdoba para el homenaje a su maestro y amigo Vélez Sarsfield. Fueron los últimos días de su vida.
En su testamento, expresó: “Lego a la Universidad de Buenos Aires, como un acto de reconocimiento a la enseñanza que recibí de sus aulas y al diploma de doctor en Jurisprudencia y Cánones que gratuitamente se me acordó como premio a mis exámenes, la suma de 50.000 pesos”. Se trataba de una cifra muy alta en esa época. El rector Vicente C. Gallo destacaría lo singular de este gesto de alguien que, tras haber ocupado las más altas posiciones, dejó a la casa donde se graduó “un importante legado sin ligarlo a ninguna condición, ni imponer la muy humana y frecuente de vincular su nombre a un premio, o condición especial que lo perpetúe”.
Un aire oriental
Las fotografías de joven del doctor Plaza lo muestran delgado, con barba negra en punta y una incipiente calvicie. Después, engordó y ya no enflaquecería jamás. Sus retratos desde la madurez lo muestran como persona “de estatura reducida y abdomen prominente. Los pómulos bien marcados y los ojos un tanto oblicuos, daban a su fisonomía cierto aire oriental: más que a un argentino, las facciones recordaban a un súbdito del Celeste Imperio”… Tenía una magnífica residencia en el barrio norte de Buenos Aires, en la calle Libertad 1235. Se conserva hasta ahora, y aloja un anexo de la SIDE.
Victorino de la Plaza no daba confianza a nadie. Ramón Columba destaca su “seriedad de estatua china y su alto concepto del deber”. En el almuerzo y en la comida, su gobernanta alemana le colocaba en la mesa una copa de champagne Pommery. “Tenía la fría precisión del reloj, tanto en sus actos domésticos como en sus funciones de presidente y de honrado ejecutor de la ley”.