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JURA DE LA INDEPENDENCIA. Aquellos días de 1816, eran la evocación preferida de los vecinos añosos. la gaceta / archivo

En la década de 1870, Paul Groussac hurgó en la memoria de los viejos tucumanos.


Ni bien llegó Paul Groussac a Tucumán en 1871, para una estadía que iba a prolongarse –con intervalos- hasta comienzos de 1883, se esmeró en recoger, de boca de los vecinos viejos, recuerdos de la historia que habían vivido. Notó que, más que hablar de los sucesos relativamente próximos (como “tanta patriada con los Araoz, Heredia, Lavalle, La Madrid”, o “las estériles batallas de la Ciudadela o Famaillá”), sus entrevistados preferían evocar “las escenas de cívico entusiasmo y puro regocijo del año 16”, cuando la ciudad hospedó al Congreso.

Groussac compondría, en 1912 y para “La Nación”, su ensayo “El Congreso de Tucumán”. Lo editó en libro en 1916, dedicado a Nicolás Avellaneda, Delfín Gallo, Manuel y Sisto Terán, “mis primeros amigos tucumanos”. Más allá de la investigación histórica, su texto se enriqueció con no pocos de esos testimonios sobre la “pequeña historia” obtenidos en su etapa tucumana, sumados a los “toques de realidad” que le aportó su amigo y ex discípulo José R. Fierro. Todo esto otorga especial interés a esas páginas, que vamos a entresacar.

El “sesteadero”

En cuanto al aspecto de San Miguel de Tucumán, le parecía que, en los años 1870, “no debía apartarse notablemente del heroico sesteadero” de tiempos del Soberano Congreso. En la estructura arquitectónica, aún no se había alterado demasiado “el consagrado molde colonial”. Bastaba con eliminar, mentalmente, “dos o tres monumentos de barroco italianismo, desempedrar las calles centrales, reducir al fuero común de enlatado y teja vana las onduladas azoteas, y rebajar, por fin, unos cuantos pisos altos cuyo balcón corrido rompía audazmente, acá y allá, la armonía de las cornisas vecinas”, para dejar restituido “en lo esencial, el histórico San Miguel de la Independencia”.

Entonces, todavía sobraban “los ejemplares casi intactos del antiguo caserón de fondo entero, levantado a todo costo en tiempos del virrey”. De ese modo, decía, “he alcanzado a conocer no pocas casas solariegas, habitadas aún por vástagos de los troncos patricios cuyos apellidos ilustran los fastos locales y, algunos, la historia argentina”.

En la plaza

Describía las antiguas casas que alcanzó a ver en torno a la plaza Independencia. Por el norte, estaban “las de Zavalía (don Agapito, el amigo de Lavalle), Valladares, Romero (ya de don José Padilla), a pocos pasos de San Francisco”.

En la acera del oeste, junto al Cabildo, “ocupaban los sitios de Doña Fortunata García, la heroína del año 4l, sus descendientes y herederos; las casas vecinas, de Frías y Padilla, habían reemplazado la de Domínguez (antiguo Correo) y el hogar paterno de Alberdi, así como, en la esquina, la de Méndez era antiguo solar de Rodríguez Bazán, frontero del canónigo y diputado Thames”. En el costado del naciente, “la que fue casa de Gondra (entonces de don Felipe Posse) hacía cruz con la del ex jesuita Villafañe; después seguía la de Aguilar (Cainzo) y, en la esquina sudeste, la de Garmendia”.

Toda la vereda sur tenía fecha posterior, inclusive la Iglesia Matriz, que era un conjunto de ruinas en 1816, por lo cual las funciones oficiales se hicieron en San Francisco.

La calle Congreso

La principal de las calles adyacentes a la plaza, era la actual Congreso. Allí, cuenta, “subsistían todavía en mi tiempo los que fueron hogares de Gramajo, Ibiri, Zavalía, Valderrama, Díaz Vélez y otros muchos”.

En la primera cuadra, residía la familia de Silva. Era, dice, la “alegría del barrio”: esto porque sumaban nada menos que nueve las bellas niñas que la habitaban. Su casa de dos plantas (hoy Museo Histórico) lindaba “con la de los Aráoz, señores feudales de Monteros ‘in illo tempore’ y árbitros de la provincia, salvo tirón o zancadilla del coronel Javier López”.

Y a mitad de la segunda cuadra, mirando al este y frente a la casa de una de las familias López, se encontraba “la desvencijada vivienda que en sus buenos tiempos perteneció a doña Francisca Bazán de Laguna”, y que fue elevada en 1816 al rango de sede congresal.

Los alojamientos

Groussac narra que “desde principios de marzo comenzaron a llegar los diputados de las provincias, a caballo los unos, en galera los más, en sendas mulas de paso algunos de Cuyo, seguidos por machos cabestreros con sus cargas de petacas y retobos”.

Sobre el alojamiento de los congresales, expresa que muchos, “y desde luego los frailes, se alojaron en los conventos de San Francisco y Santo Domingo; otros, en casa de los sacerdotes Molina, Colombres, Thames y el ex jesuita Villafañe. Don Juan Martín de Pueyrredón, los doctores Darragueyra, Passo, Serrano y algunos otros aceptaron la invitación de las familias, que les brindaban a porfía la más franca hospitalidad”.

Destaca que el diputado por San Juan, fray Justo Santa María de Oro, pasó los primeros días “en la antigua reducción jesuítica de Lules, deliciosamente situada cerca de la quebrada”.

Espacio y muebles

Según los testimonios que recolectó, las reuniones preparatorias del Congreso -no así las ordinarias- se efectuaron en casa del gobernador Bernabé Aráoz, mientras se ejecutaban en el cercano caserón de Los Laguna, a toda prisa, los arreglos de la sala de sesiones. Esta, como se sabe, quedó habilitada -tras demoler la pared que unía a dos habitaciones- con capacidad para unas doscientas personas.

Añade que “casi otro tanto cabía bajo la tejada galería, pudiendo esta parte de la concurrencia asistir, en cierto modo, a la sesión, gracias a las dos puertas que daban al recinto”. Según sus datos, “el gobernador Aráoz facilitó la mesa escritorio con sus útiles y el macizo sillón presidencial”. En cuanto a “las sillas para los diputados y los escaños para la barra, fueron traídos de San Francisco algunos, pero lo más de Santo Domingo, por estar los padres viviendo en Lules”.

A las 2 de la tarde

Refiere Groussac que la sesión memorable del 9 de julio se inició a las dos de la tarde. “Era un día claro y hermoso”, escribe, citando un manuscrito de la familia Aráoz que le consiguió José R. Fierro. La barra, que “llenaba el salón y las galerías adyacentes”, se mostraba desusadamente numerosa, constituida por vecinos principales y por gente del pueblo.

A la pregunta que formuló el secretario Juan José Passo a los diputados, si querían que las provincias de la unión fuesen una nación libre e independiente de los reyes de España, “los diputados contestaron con una sola aclamación, que se transmitió como repercutido trueno al público apiñado desde la galería y patio hasta la calle”, narra. Se tomó luego el voto individual, que fue unánime, y se elaboró el acta. Ese día no hubo otra manifestación pública, y quedaron para el día siguiente las fiestas anunciadas.

El día después

Ese miércoles 10, a las nueve de la mañana, los diputados se dirigieron en corporación a San Francisco. Los encabezaba el Director Supremo, Juan Martín de Pueyrredón; el presidente del Congreso, Francisco Narciso de Laprida, y el gobernador Bernabé Aráoz.

Describe que “lo largo de las tres cuadras que median hasta la iglesia, formaban doble hilera las tropas de la guarnición. En la plaza mayor, todavía libre de columnas o pirámides, hormigueaba el pueblo endomingado. Artesanos de chambergo y chaqueta, paisanos de botas y poncho al hombro, cholas emperifolladas, de vincha encarnada y trenza suelta, luciendo, entre los ojos de azabache y el bronce de la tez, su deslumbrante dentadura”.

También se veía “a una que otra niña rebozada que, ligera como perdiz y remolcando a la chinita de la alfombra, se apuraba hacia el convento enseñando sin querer, o queriendo, bajo la breve falda de seda, las cintas del zapatito cruzadas sobre el tobillo”. En cada esquina podían verse, estacionados, “grupos de gauchos a caballo fumando su cigarro de chala, apoyado sobre el muslo el cabo del rebenque”.

Breve sesión

Sigue el relato de Groussac. Tras la misa solemne y el sermón que predicó el diputado Pedro Ignacio de Castro Barros, “entre salvas y música” la comitiva se dirigió a la casa del gobernador Aráoz. Allí se celebró, “por estar en poder de los organizadores del baile el salón congresal”, una breve sesión “para conferir a Pueyrredón el grado de brigadier y nombrar a Belgrano general en jefe del Ejército en reemplazo de Rondeau, tan desprestigiado después de la derrota de Sipe Sipe, como el mismo Belgrano después de Ayohuma”.

Esa misma tarde, Pueyrredón se puso en camino para Córdoba. Llegó a esa ciudad el día 15, “habiendo recorrido en menos de cinco días aquel trayecto de 150 leguas de posta, lo que es, sin duda, un bonito andar”. En Córdoba, antes de seguir viaje a Buenos Aires, mantuvo con San Martín, “que vino expresa y secretamente de Mendoza, la memorable entrevista de dos días que decidió la campaña de Chile, y acaso la independencia sudamericana”,

El baile

Justificada celebridad tiene la descripción de Groussac del baile de festejo. Como vimos, dice que se realizó en la misma casa de los Laguna, en tanto José R. Fierro lo sitúa en la de doña Ignacia Gramajo de Ugarte, actual San Martín al 800. “¡Cuántas veces me han referido sus grandezas mis viejos amigos de uno y otro sexo, que habían sido testigos y actores del inolvidable función!”, escribe. “De tantas referencias sobrepuestas, sólo conservo en la imaginación un tumulto y revoltijo de luces y armonías, guirnaldas de flores y emblemas patrióticos, manchas brillantes u oscuras de uniformes y casacas, faldas y faldones en pleno vuelo, vagas visiones de parejas enlazadas, en un alegre bullicio de voces, risas, jirones de frases perdidas que cubrían la delgada orquesta de fortepiano y violín”.

Los “héroes y heroínas se destacaban del relato, según quien fuera el relator. Escuchando a doña Gertrudis zavalía, parecía que llenaran el salón el simpático general Belgrano, los coroneles Álvarez y López, los dos talentosos secretarios del Congreso, el decidor Juan José Passo y el hacedor Serrano”…

Las beldades

En cambio, “oyendo a don Arcadio Talavera, aquello resultaba un baile blanco, de puras niñas ‘imberbes’, como él decía; y desfilaban a mi vista, en ‘film’ algo confuso, todas las beldades de sesenta años atrás: Cornelia Muñecas, Teresa Gramajo y su prima Juana Rosa que fue ‘decidida’ de San Martín; la seductora y seducida Dolores Helguero, a cuyos pies rejuveneció el vencedor de Tucumán”…

Añade que las crónicas sexagenaria concordaban en un punto, y era “en proclamar reina y corona de la fiesta, a aquella deliciosa Lucía Aráoz, alegre y dorada como un rayo de sol, a quien toda la población rendía culto, habiéndole adherido la cariñosa divisa de Rubia de la Patria”. Lo curioso es que, en ese momento, doña Lucía tenía apenas once años (había nacido el 5 de julio de 1805), lo que parece -a pesar de las costumbres de la época- una edad demasiado temprana para estar presente en un baile. Pero Groussac recogió esa tradición.