Una descripción en “Alberdi y su tiempo”
Jorge M. Mayer (1907-1998), el historiador que publicó en 1963 el monumental “Alberdi y su tiempo”, describe cómo era San Miguel de Tucumán en 1810, año del nacimiento del prócer. “La aldea tenía por fondo el perfil nevado del Aconquija; las sierras cerraban sus costados y los bosques de aromos, cedros y acacias avanzaban hasta el recinto y perfumaban los aires”. Las casas “eran sencillas construcciones de adobe, tejas rojas, ventanas cuadradas, patios arbolados, con huerta y corral en los fondos. Las calles, trazadas a cordel, estaban apenas desbrozadas, y el rodar de las carretas y de los rebaños envueltos en nubes de tierra, al caer las lluvias, cavaban enorme pantanos”.
Alrededor de la plaza, “se alineaban las principales casas de comercio. Las pulperías, bastante numerosas, desempeñaban la triple función de taberna, casa de juegos y reñidero de gallos. Los interiores, encalados y con piso de ladrillo, eran frugales. Los revestían arcas, costales, tinajas y unos pocos armarios venidos del Perú o tallados en jacarandá, a maza y escoplo, por los esclavos. La plata peruana, más sólida, reemplazaba la loza, y de plata eran las fuentes, tenedores, jarras y candelabros. Los tejidos, tan preciados en la conquista, fueron más comunes en el siglo XVIII. Hubo calzas y jubones que se transmitieron de sucesión en sucesión, y continuaron en uso durante ciento sesenta años”.
Cuando sonaba el “toque de queda” en la campana del Cabildo, “la población se recogía y apenas transitaban algunas patrullas de serenos para guiar a los noctámbulos y contener a los indios ebrios. Los faroles de sebo que los vecinos acomodados colocaban frente a sus casas, esparcían una luz trémula. La provincia tenía 25.000 habitantes; la ciudad, 4.000, de los cuales 1.250 eran blancos y el resto, indios o mestizos”.