Después de la batalla de Tucumán, el ejército patriota estuvo en la ciudad hasta enero de 1813, fecha en que marchó sobre Salta. En ese intervalo ocurrieron serias incidencias, y Manuel Dorrego fue su actor principal.
Entre el triunfo de Belgrano en la batalla de Tucumán, el 24 de septiembre de 1812, y la marcha sobre Salta, iniciada en enero de 1813, rumbo a la nueva victoria, el general no solamente tuvo que ocuparse de aumentar y de reforzar el Ejército del Norte. Le tocó también afrontar problemas serios, suscitados entre sus oficiales. En sus “Memorias”, el entonces teniente José María Paz narra varios de ellos con cierto detalle. Igualmente, asoman en la correspondencia oficial de Belgrano.
Para empezar, la infantería empezó a sostener públicamente que la victoria del 24 se debía a esa arma, y a denostar a la caballería. El teniente coronel Manuel Dorrego y el capitán Carlos Forest eran los resueltos sostenedores de tal postura. La caballería, por su parte, con su jefe, el teniente coronel Juan Ramón Balcarce, afirmaba que las cosas ocurrieron exactamente al revés.
Contra Moldes
A esta desavenencia se sumó muy pronto otra. Sucedió que Belgrano quiso reconocer los méritos del coronel salteño José Moldes, por haber actuado con gran distinción en la batalla, y lo designó Inspector General de Infantería y Caballería. Los oficiales se erizaron. Moldes era hombre muy enérgico y severo: así lo había demostrado como segundo jefe del ejército, en tiempos en que lo mandaba Juan Martín de Pueyrredón.
Acordaron entonces pedir al general la separación de Moldes. Una comisión -que integraban Balcarce, Forest y otros oficiales- se presentó un domingo a la siesta a la casa de Belgrano, para exponer el requerimiento. Era casi un motín: habían acuartelado los cuerpos, salvo la artillería, cuyos soldados llevaron a hacer ruidosos ejercicios justamente frente a la casa del general, a esa hora. Según la tradición, Belgrano se alojaba en la vivienda con altillo (que después perteneció a los Padilla-Nougués), ubicada en el actual solar del ex cine Plaza.
Contra Balcarce
Belgrano, dice Paz, tuvo que “devorar en secreto tan cruel desaire”. Pero como estaba enterado, desde dos horas antes, de la situación, hizo confeccionar una renuncia de Moldes, y la tenía lista cuando tocaron su puerta los oficiales. Les dijo que existiendo la dimisión, el requerimiento no tenía sentido. Moldes quedó profundamente despechado. Volvería a Tucumán en 1816, elegido diputado de Salta al Congreso de la Independencia, banca que no pudo asumir. El 20 de octubre de ese año, elevó al Directorio, desde aquí, una exposición de sus servicios.
Pero el mismo general tenía también sus agravios. El problema de Moldes atizó la profunda antipatía que Belgrano guardaba a Balcarce. Ese sentimiento arrancaba de la época de la campaña al Paraguay y lo detalla sin disimulo en su fragmento de “Memoria sobre la batalla de Tucumán”. Además, Belgrano estaba disconforme con el comportamiento del teniente coronel en la jornada del 24. Recalcaba que la caballería que Balcarce mandaba, cuando le ordenó cargar de frente, “se me iba en desfilada por el costado derecho”, a pesar de que le reiteró su disposición (no mencionaba que la carga tuvo éxito demoledor).
Ofensiva desbaratada
El general lo consideraba “autor principal” del planteo sobre Moldes, y se empeñó desde entonces en separarlo del ejército. Así, en secreto y previo juramento de silencio, mandó tomar declaraciones de oficiales sobre la conducta de Balcarce en la batalla: “si había actuado con cobardía”, “si cargó al enemigo”, si fue responsable de saqueos, etcétera. Uno de los llamados a declarar fue Julián Paz. Luego, por consejo de su hermano José María, enteró a Balcarce de estos interrogatorios, “con la más segura reserva y bajo palabra de honor de no hacer uso de la revelación”.
Balcarce asumió que estaba en peligro. No tenía amistades influyentes entre la oficialidad, y no gozaba de simpatía alguna por parte de Dorrego y de Forest. Pero, con inteligencia, decidió apoyarse en los amigos que tenía en la ciudad -en cuya milicia había revistado años atrás, en 1806- y éstos lo eligieron diputado por Tucumán a la Asamblea que se iba a reunir en Buenos Aires. De ese modo, “con la inmunidad anexa a tales destinos”, dice Paz, para Balcarce “se acabó la causa, se separó del ejército, se marchó a Buenos Aires y todo terminó”.
El caso Holmberg
Los enconos de los oficiales alcanzaron también al barón Eduardo Kannitz de Holmberg, jefe de la artillería patriota en la batalla. Cuenta Paz que, después de la acción, empezó a correr un feo rumor entre los cuerpos de infantería y artillería. Acusaban al barón “de cobarde, arguyéndole que había abandonado el campo de batalla bajo pretexto de una levísima herida que tenía en la espalda y que, decían, se la había hecho él mismo”.
Para Paz, quien fue su ayudante, la versión era ridícula: no sólo la herida era muy pequeña, sino que resultaba absurdo que fuera de su autoría, pues “más cómodo y natural” hubiera sido practicársela en el frente del cuerpo y no atrás.
El problema central era que a Holmberg no lo querían, y que Dorrego “se había declarado su enemigo”. Belgrano no tuvo más remedio que sacárselo de encima, después de cierto airado cambio de palabras que tuvieron.
Arresto y elogio
Cinco días después de la batalla, el general escribió a Buenos Aires. Manifestaba que Holmberg “abusó de mi amistad y por consiguiente del aprecio y la distinción que le he hecho, y me faltó el respeto debido”. Por eso, decía, “lo mandé arrestado a su casa”, cosa que “aceleró sin duda su imaginación y le ha empeñado a solicitar su licencia absoluta”.
A pesar de eso, elogiaba al barón: “es sujeto de muchos conocimientos, es útil, utilísimo, y acaso al lado de VE, más contenido y dedicado a los ramos de artillería o de ingenieros, proporcionará a la patria muchos y buenos servicios”. Tiene “celo, constancia y luces que no son vulgares entre nosotros; en este ejército ha trabajado mucho, ha desempeñado cuanta comisión le he dado; ha sido incesante en su contracción; confieso que le amo por estas cualidades. Pero sea su genio vivísimo, sea no entender el idioma, él se ha precipitado, y ya con este castigo jamás creo que gustará servir en este ejército, donde me ha sido preciso tomar aquella medida para evitar un mal ejemplo de insubordinación aún en el modo de hablar”.
El Barón se va
Holmberg se retiró a una quinta en las afueras de Tucumán, narra Paz, “donde no lo visitó una persona fuera de mí, aunque muchos lo adulaban en tiempos de su privanza”. Desde allí envió un memorial a Buenos Aires pidiendo su retiro, y aguardó hasta recibir respuesta afirmativa.
Antes de marcharse, el experto artillero dirigió al gobierno central una nota donde, “como testimonio de gratitud que le debo por todas las tareas que V.S. me ha acordado”, le enviaba unas tablas de cálculo para arrojar bombas en el sitio de Montevideo. Las había confeccionado “durante seis meses, en sus horas desocupadas y en sus noches”.
Dorrego participó también en otras turbulencias que crearon problemas en el ejército. Armó una alianza entre el Batallón de Cazadores -a cuyo mando lo había puesto Belgrano- con la artillería. Constituyeron así “una especie de frenética hermandad”. Esto no duró mucho, pero produjo algunos incidentes. Como el del baile que ofrecieron los “Decididos de Tucumán”.
Baile y redada
Dorrego concurrió a la cabeza de todos sus oficiales amigos, y se retiró aparatosamente con ellos porque no vino a recibirlos ningún personaje. Inclusive pensó, en un momento dado, en disolver el baile a sablazos. El asunto no llegó a mayores, según Paz, porque “el general Belgrano, que había honrado al baile con su presencia, debió saber algo de nuestras locuras” y, “para precaver sin duda un escándalo, se dejó estar toda la noche”.
Otra vez, Dorrego resolvió allanar una casa donde un grupo de expectables vecinos jugaba al naipe. Los arrestó y se los llevó como reclutas. Belgrano dispuso su libertad al día siguiente y, según Paz, exclamó con amargura: “¡es posible que después de haber privado al ejército de los servicios del barón y de Moldes, quieran también indisponerme con el vecindario!”. A juicio de Paz, Belgrano, “no por falta de energía sino por lo vidrioso de las circunstancias, se creía obligado a contemporizar y dejar semejantes abusos sin la debida represión”.
La sonrisa de Dorrego
Así, cuando el Ejército del Norte rompe la marcha sobre Salta, en enero de 1813, hay claros notorios en el cuadro de oficiales. Ya no está aquel coronel Moldes quien, según Vicente F. López, era “moral y honorable bajo todo aspecto”, pero “inspiraba odios instintivos, aunque nunca desprecio”. Tampoco aquel comandante Balcarce, que el mismo historiador retrata como “arrogante soldado”, de “espíritu impresionable” y de “genio impetuoso”. Y tampoco el Barón de Holmberg, aquel jefe de artillería “de genio vivísimo”, según Belgrano, y contra quien “se levantaba el odio” de muchos colegas.
Eso sí, cabalgaba el teniente coronel Manuel Dorrego. Nadie duda de su valor, más que comprobado. Según Nicolás Avellaneda, tenía “la sagacidad del criollo, la inteligencia fácil y clara, la palabra abundante, el don de la atracción personal”. Como militar, era “amado por el soldado, atrayente para sus inferiores y altanero con sus jefes”. Pero, aunque no promovía desobediencias abiertas, “se burla, desgastando con su sonrisa, como con una lima, la autoridad del mando”. Comenta el tucumano: “¡Ah, cuántos reflejos tristes tiene en nuestra historia esa sonrisa de Dorrego!”: dejará el ejército cuando “empiece a introducirse, con la presencia de San Martín en el norte, la verdadera disciplina militar”. Ya “no es esa su atmósfera”.