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MUERTE DE MARIANO MORENO. El capitán del barco le administró un remedio no autorizado. FOTOS DE LA GACETA / ARCHIVO

Fallecimientos importantes de la historia argentina estuvieron rodeados por versiones de envenenamiento. El primer caso fue el del doctor Mariano Moreno, durante su viaje a Gran Bretaña. Pero no sería el único.


El método de suprimir vidas por envenenamiento es algo tan antiguo como el mundo. La mitología quiere que Neso ultime a Hércules logrando que se ponga su túnica envenenada. Según Tito Livio, en la Roma de los césares, los pretores Claudio y Mevio condenaron a unas tres mil personas por envenenadoras. Y es conocida la fama de los Borgia, en este orden, allá por el siglo XIV.

En la historia argentina no fueron pocos los casos de envenenamiento. Por lo general, son polémicos. A cada versión de muerte por esa causa, se opone la que considera que la causa real fue una dolencia, sin que intervenga el veneno para nada. Vale la pena echar una mirada a algunos de aquellos hechos, ciñéndonos a las siete primeras décadas de vida independiente. Esto sin que se agote, ni mucho menos, la lista.

En alta mar

El 24 de enero de 1811, el doctor Mariano Moreno se embarcó rumbo a Londres, en misión diplomática. Había renunciado a la secretaría de la Primera Junta, disgustado por la incorporación de los diputados del interior. Era hombre con muchos enemigos. Con él viajaban su hermano Manuel y Tomás Guido, como secretarios.

“No sé qué cosa funesta se me anuncia en este viaje”, confesó a Manuel, según este escribiría. Y eso que no sabía que, al día siguiente de su partida, su esposa María Guadalupe Cuenca iba a recibir un paquete anónimo, que contenía un par de guantes de luto. Moreno empezó a sentirse mal y, como no había médico a bordo, los secretarios pidieron que se desviase el rumbo hacia Río de Janeiro o el Cabo de Buena Esperanza, para lograr alguna asistencia.

Pero el capitán se negó. Y sin que lo supieran los secretarios, administró a Moreno un vomitivo, que le desencadenó “una terrible convulsión”. Tres días después, al amanecer del 4 de marzo, el doctor Moreno era cadáver. El historiador Miguel Angel Scenna, médico, se pregunta: ¿fue un envenenamiento con “tártaro emético”? ¿O el vomitivo le provocó una apendicitis aguda, seguida de perforación, peritonitis y muerte? ¿O mató a Moreno una endocarditis derivada de su vieja dolencia reumática?

El obispo realista

No fue la única muerte de ese tipo registrada en los tiempos iniciales de la patria. En mayo de 1810, el obispo de Buenos Aires era monseñor Benito de Lué y Riega. Tenía carácter difícil y muchas veces se enfrentó con el Cabildo eclesiástico. Además, era un acérrimo realista. La Primera Junta desconfió de su persona desde el vamos, e incluso le ordenó abstenerse de celebrar oficios públicos por varios meses.

A mediados de 1811 mejoraron las relaciones entre Lué y el gobierno, que ya era Triunvirato. Pero de pronto, los patriotas detuvieron por espía a Francisco de Paula Cudina, un joven catalán. Lo acusaron de llevar y traer correspondencia entre el jefe realista del Alto Perú, José Manuel de Goyeneche, y el jefe realista de Montevideo, Gaspar de Vigodet. Al ser interrogado, Cudina confesó que también traía una carta para Lué, y que éste le había recomendado entregar, por peligroso que fuera, la dirigida a Vigodet.

La revelación indignó al Triunvirato, aunque no era posible arrestar a un obispo, ni fusilarlo. La versión es que, durante el convite de cumpleaños que ofreció Lué el 21 de marzo de 1812, alguien le administró veneno. Al fin de la comida, Lué dijo que no se sentía bien y que quería descansar. Amaneció muerto.

Hasta se conjeturó que el autor del infame hecho era Andrés Florencio Ramírez. El historiador jesuita Guillermo Furlong no descarta la hipótesis, sobre la cual se invocan testimonios y documentos. Por el contrario, otro historiador, el presbítero Américo Tonda opina, también con documentos, que Lué, “hombre de 59 navidades y de temperamento sanguíneo, pasó a mejor vida, como tantos de su edad y condición, después de un convite bien servido, en el que comió más de la cuenta”.

Arrogante salteño

El coronel José Moldes, salteño educado con esmero en España, fue una figura militar muy importante en la guerra de la independencia. Peleó en la batalla de Tucumán y en el sitio de Montevideo, e integró la Asamblea del XIII. Su temperamento irascible y violento le granjeó muchos enemigos: sobre todo el Director Supremo, general Juan Martín de Pueyrredón. El general Manuel Belgrano lo consideró pero terminó por fastidiarse luego y lo puso preso, cosa que también hizo José de San Martín.

En 1822, Moldes pudo volver al país. Vivió un tiempo en Córdoba, pero viajó a Buenos Aires dispuesto a hacer denuncias sobre supuestos negociados oficiales. Según el historiador Bernardo Frías, acaso la Logia decidió entonces silenciarlo. “El caso fue que el domingo de Pascua, 18 de abril de 1824, a los once días de su arribo a Buenos Aires, sin trasladarse aún a la casa que había tomado para su habitación, Moldes se sintió indispuesto, conociendo al punto que había sido envenenado. Para arrancarse el mal, tomó una dosis de emético, pero al provocarlo sintió las ansias de la muerte, que le vino casi súbita”.

En una fiesta Eustaquio Medina era un jujeño que peleó con comprobado coraje en muchas batallas de la independencia: Suipacha, Las Piedras, Tucumán, Salta, Vilcapugio, Ayohuma, Sipe Sipe. Robusto, de hábitos gauchescos, integró las milicias de Güemes y de Gorriti, en su incansable defensa contra las invasiones realistas de Salta y de Jujuy.

Después, lo envolvieron las guerras civiles y las ambiciones de poder. Corría 1835 cuando decidió apoderarse del gobierno de Jujuy. Logró permanecer en el sillón hasta enero de 1836, fecha en que lo desplazó otro golpe militar, conducido por el coronel Miguel Puch.

Pero fue repuesto en marzo, por orden de Juan Manuel de Rosas. Y sucedió que el 26 de ese mes, dos días después de asumir la gobernación, Medina murió. La causa fue una dosis de veneno que alguien le suministró en la fiesta de toma del mando, según el historiador Joaquín Carrillo.

Un “polvo verde” Paul Groussac describió al doctor Adolfo Alsina como “alto, musculoso, de maneras enérgicas y modales sueltos”, lleno de “intrepidez varonil y arrojo impulsivo, no desprovisto por cierto de oportunista habilidad”. Era el jefe del Partido Autonomista, y su aporte resultó fundamental para que Nicolás Avellaneda fuera elegido presidente.

Se desempeñaba como su ministro de Guerra. En octubre, Alsina partió a Carhué para examinar los fuertes levantados contra los malones indígenas. Según la versión oficial, estaba aquejado de una nefritis, y ese viaje lo agravó. Volvió a Buenos Aires muy enfermo, para morir el 29 de diciembre de 1877.

Según Adolfo Saldías, desde la cama Alsina confió a Luis V. Varela su sospecha de haber sido envenenado en Guaminí. Le dijo que, tras haber comido la ensalada de “una hierba apetitosa”, vio al fondo del plato “un polvo verde”, que de inmediato sospechó que era veneno. En sus últimos momentos deliraba, dando órdenes al ejército. Cuando Varela contaba esa historia, afirmaba que los médicos González y Aráoz, cuando los interrogó, le respondieron que “no sabían de qué moría Adolfo Alsina”.

Antes de asumir

De ese mismo año 1877, data el caso del doctor Clímaco de la Peña. A los 45 años había sido elegido gobernador de Córdoba. También pretendía el cargo Antonio del Viso, pero debió conformarse con el cargo de vicegobernador. Pocos días antes de asumir, De la Peña fue invitado a un almuerzo en la casa del médico italiano Luis Rossi.

Después de comer, se sintió enfermo y murió el 5 de mayo, doce días antes de la fecha de asunción. Un día antes que De la Peña, también pasó a mejor vida otro de los comensales, Ceferino Núñez. El doctor Del Viso asumió el gobierno. Años después, el doctor Miguel Angel Angulo y García se refirió al asunto en el grueso y polémico libro, “Homoousios o consubstancialidad cordobesa” (1883).

Decía: “¿Fue Rossi el envenenador? No nos atrevemos a afirmarlo, a pesar de la fama. Pero es público y notorio que Rossi no ha adquirido por sus méritos la importancia y prerrogativas de que goza. ¿De dónde nace que un extranjero recién venido funde en un día, y de la noche a la mañana, el respeto y prestigio que le debe un círculo reducido?”.