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GRUPO DE FAMILIA. Desde la izquierda, de pie, el doctor Máximo Etchecopar, el ingeniero Luis F. Nougués y el doctor Juan B. Terán.-

Terán evocaría cálidamente a un concuñado.


Entre los numerosos tucumanos de calidad que murieron al comenzar el siglo XX sin haber podido dar toda su medida, está el doctor Máximo Etchecopar, padre del destacado diplomático y ensayista del mismo nombre. Era un culto y distinguido médico, querido por todos sus contemporáneos. Falleció muy joven, el 15 de junio de 1916, a los 33 años. Su padre, desconsolado, murió menos de un mes más tarde. Tenía una fuerte vinculación con su concuñado, Juan B. Terán, y con Amador Lucero. Los unían, además del intenso afecto, la vocación por las lecturas clásicas, de las que Etchecopar tenía una valiosa biblioteca.

Terán le dedica muy sentidas líneas, en las páginas referidas al año 1915 de su diario personal. “Era suave, bueno, su espíritu poseía un perfume sutil, impercibido para los transeúntes, para la mayoría, para los vulgares gozadores de la vida”, afirma. Su cuñado le mostró, por ejemplo, cómo “lo esencial de la distinción consiste en no hacerse notar”.

A cualquiera que hubiese conversado con el doctor Etchecopar, podía no llamarle, de momento, la atención, observaba Terán. Sin embargo, “¡cuánta gentileza, cuánta bondad de corazón y justeza de juicio había en él!”. Admiraba su dignidad, sus gustos, su amor por historia romana: había leído “cuanto se ha escrito” sobre Julio César.

Narra que “una hora antes de extinguirse, cuando la sombra había comenzado a velar sus ojos celestes, todavía, al entrar en su cuarto, me acogió con una sonrisa leve e inolvidable”, anota. “He llorado sinceramente y amargamente su muerte, porque fue un hermano verdadero mío por la devoción inalterable de su ternura y la suavidad elegante y abandonada de su corazón para conmigo”.