Entre el 24 y el 29 de septiembre de 1685, se cumplieron los trámites del traslado de San Miguel de Tucumán desde Ibatín al lugar que hoy habitamos. Fue un proceso con numerosas idas y vueltas.
La ciudad de San Miguel de Tucumán celebra hoy su cumpleaños número 328. Es sabido que en 1685 se la trasladó, desde el paraje de Ibatín donde había sido fundada en 1565, hasta su ubicación actual, denominada entonces La Toma. El trámite del asunto merece narrarse otra vez, con sus idas y vueltas.
Se empezó a hablar de la posibilidad de un traslado en 1678. El gobernador Juan Diez de Andino envió una larga carta al rey Carlos II, explicando que el desborde del río del Tejar había causado un gran daño a la ciudad. Que había destruido la ermita de los patronos San Simón y San Judas Tadeo y había inundado prácticamente todas las calles. Y que el agua, además de devastadora, causaba a quienes la bebían, “unas hinchazones tan monstruosas que llaman cotos”.
El camino, la clave
Pero en realidad, más allá de los daños del río y sus insalubres aguas, la cuestión clave era económica. Tras la guerra con los calchaquíes, la ruta que pasaba por San Miguel de Tucumán viniendo de los valles y que continuaba hasta Santiago del Estero, se había hecho peligrosa. Los mercaderes temían los ataques aborígenes.
Más protegido resultaba, entonces, el llamado “Camino del Perú”, que llevaba al viajero por Esteco, Choromoro y Tapia, sin pasar por San Miguel de Tucumán. Ese trayecto seguro empezaron a usar las carretas de los comerciantes, con lo cual la ciudad quedó a trasmano. Decaía con rapidez el comercio que, decía el gobernador, “es el que hace a todas las ciudades opulentas y ricas”.
La carta informaba, además, que muchos vecinos ya habían resuelto trasladarse al paraje de La Toma, situado a doce leguas. Inclusive, sabía que estaban edificando allí.
Los argumentos de Diez de Andino convencieron al monarca. El 26 de diciembre de 1680, Carlos II expidió la Cédula Real que autorizaba el traslado de San Miguel de Tucumán a La Toma. Poco después (marzo de 1681), Diez de Andino fue reemplazado por don Fernando de Mendoza y Mate de Luna, un noble de Cádiz.
Marcha atrás
En enero de ese año, el procurador general Francisco de Herrera Calvo expresó al Cabildo de Tucumán que era necesario mudar de una vez por todas la ciudad a La Toma. Porque, decía, “de dilatarse, no se hará nada, ni allá ni aquí, dejando perder lo uno y otro”.
El Cabildo trató la alternativa: o se trasladaba la ciudad, o se la reedificaba. Se resolvió el traslado. Pero la medida no se llevó a cabo a lo largo de 1681. Tampoco se concretó en 1682, ni en 1683. Inclusive, este último año, un “cabildo abierto” del vecindario opinó que, después de todo, la mudanza no era conveniente. En enero de 1684, el nuevo procurador general, Francisco de Leorraga, volvió a tratar el asunto en el Cabildo. A su juicio, eso de las nuevas construcciones en La Toma era una exageración. No había dinero para costear un traslado, y lo más sensato era abandonar la idea.
Oído el procurador Leorraga, el 15 de marzo el Cabildo se dirigió a Mate de Luna. Expresaba “que no es conveniente dicha traslación y mudanza” y amontonaba argumentos al respecto. Decía que La Toma tenía mal clima, por sus vientos y tempestades; que estaba lejos del río; que la acequia recién abierta tenía agua sucia y escasa. Y que, finalmente, el comercio que posibilitaría el nuevo asiento no compensaba los otros problemas.
Elogios para Ibatín
Al mismo tiempo, el Cabildo trazaba un encendido elogio de Ibatín. Ponderaba su clima y la feracidad de la tierra. Decía que “en ninguna parte de la provincia hay tan hermosos países (paisajes) de tanta variedad de árboles y maderas para arquitecturas y otras obras ingeniosas; tantos árboles frutales de Castilla y de la tierra, que con sus flores en la primavera rodean y hermosean esta ciudad; y en el verano la sustentan y regalan con sus frutos”.
Destacaba la cantidad de ríos, que si bien tenían correntada fuerte, “luego bajan de un día para otro”. Y había que agregar, como atractivo, esas “serranías y cordilleras tan altas y encumbradas, que aun en tiempo de verano se muestran vistosas con la nieve que ocupa sus cumbres”.
Aseguraban que el comercio tenía excelentes posibilidades. Era verdad que la ciudad retrocedió. Pero la causa de eso fue primero el alzamiento indígena acaudillado por el falso inca Bohórquez, y luego las guerras contra los mocovíes, que significaron para el vecindario una gran sangría de hombres y de pertrechos. Sobre el problema del río y la famosa inundación, era cuestión de remover los obstáculos del curso. Lo destruido podía reedificarse: “más fácil es reparar un río y mudarlo, que toda una ciudad”.
Reparar, no mudar
Era verdad que una Cédula Real disponía el cambio. Pero les parecía que no era orden, sino “concesión y permiso”, para usarse o no según conviniera. Y si fuera orden, había que advertir al rey sobre las exageraciones respecto de supuestos edificios construidos en La Toma. No pasaban de dos o tres casas de paja, y una “capilla bien corta y baja y de mala arquitectura”.
Además, al Cabildo le parecía imposible trasladar edificios como la Matriz, “tan grande y capaz, de hermosa arquitectura”; o el convento de San Francisco, que tanto había costado; o el colegio jesuita, que “tiene una iglesia tan curiosa, que sacada la de Córdoba, es la mejor que tiene la Compañía en esta provincia”. Por otro lado, no se contaba con “maestros de arquitectura”, había muy escasos esclavos, y los indios eran pocos y dispersos en los feudos.
La larga presentación solicitaba que se reparase la ciudad existente y se terminara con la historia del traslado. Esto debía quedar claro porque, mientras hubiera dudas, “no se ha de reparar cosa alguna”, y todo “se ha de ir descaeciendo y arruinando del todo”.
La orden de trasladar
La nota del Cabildo viajó a España. Pero ese 1684 fue año de calamidades para San Miguel de Tucumán. Azotó la ciudad la plaga de langostas y sobrevino una enorme sequía. Se averió el molino que servía al vecindario y comenzó a escasear la carne. El local del Cabildo fue abandonado por estar “destechadas y caídas sus paredes”, y pasó a sesionar en casas particulares. Mientras tanto, seguía acudiendo gente a La Toma.
Tal panorama movió al Cabildo a cambiar de opinión. El 4 de julio de 1685, dado el “estado miserable” de San Miguel de Tucumán, donde “no hay pared que se caiga que se levante”, pidió al gobernador que hiciera efectiva la Cédula Real de la mudanza. Y desde Salta, el 18 de agosto, Mate de Luna dispuso que “se haga traslación de la dicha ciudad en el sitio señalado”. Encargaba ejecutar la medida al teniente de gobernador, Miguel de Salas y Valdés, y advertía que sobre el problema ya no se admitiría “contradicción ninguna de ningún vecino”.
Empieza la mudanza
El 24 de septiembre de 1685, “como a las ocho horas de la mañana poco más o menos”, Salas y Valdés dio comienzo a su misión. Lo acompañaban el alcalde de primer voto, Luis de Toledo y Velasco; el alférez real, Felipe García de Valdés; el procurador general, Francisco de Herrera Calvo, y un vecino feudatario, el capitán Juan Pérez Moreno.
Procedió a arrancar de la plaza el grueso tronco denominado “Árbol de la Justicia”, donde se ejecutaba a los malhechores, y lo cargó en una carreta. En el mismo vehículo, introdujo “la caja del archivo de los papeles de esta ciudad y su Cabildo”, cerrada con tres llaves y “liada con un lazo de cuero fresco”. También se cargó el cepo de las prisiones, y todo partió hacia La Toma. Al día siguiente, 25, el alférez García de Valdés -quien era hermano de Salas y Valdés- sacó el Real Estandarte, símbolo de la autoridad del monarca. Acompañado por cabildantes y vecinos, dio una vuelta a la plaza y luego marchó llevándolo rumbo al nuevo sitio. El 27, el Estandarte entró en la flamante ciudad. Autoridades y moradores habían salido a encontrarlo, dos leguas antes.
Trámite concluido
Con el Estandarte, pasaron a orar en la precaria capilla. Luego, plantaron el “Árbol de la Justicia” en el centro de lo que sería la plaza, y tomaron solemne posesión del lugar en nombre del rey. El 28 se enarboló el Real Estandarte: fue paseado y llevado al templo para acompañar los rezos de las vísperas de San Miguel. Y al día siguiente, 29, se ofició “la misa cantada con sermón y los demás oficios divinos”, en homenaje al patrono. El trámite estaba concluido.
Así, hace 328 años, empezó la segunda etapa de su vida San Miguel de Tucumán, emplazada en el lugar donde habitamos hoy. Vale la pena hacer notar que esta “refundación” no estuvo ya a cargo de españoles, sino de hombres nacidos en el Tucumán