Trabajar en un diario tiene algunos privilegios que en otras actividades son difíciles de encontrar. Prácticamente no hay rutina, ningún día es igual a otro, y desde el nacimiento de internet ni siquiera los segmentos horarios se parecen. Pero una de las mayores ventajas que se encuentra en este ambiente es la fortuna de conocer gente interesante, culta, formada, distinta. Personas de las que uno siempre tiene algo para aprender.
Hace 23 años tuve la fortuna de conocer a Carlos. Se presentó en mi despacho con sus tiradores, camisa con gemelos y corbata con traba, rompiendo una regla de oro para mí en ese momento, la de “prohibido fumar”. Empezamos a charlar y unos pocos minutos me bastaron para quedar cautivado por uno de los mejores contadores de anécdotas que jamás había escuchado. Tenía un estilo narrativo y una capacidad descriptiva inigualables. El humor y una dosis no menor de sarcasmo acompañaban sus inagotables historias. Almuerzos, charlas al final del día, alguno que otro café siempre interrumpido por admiradores lectores que paraban a saludarlo, eran los momentos elegidos por ambos para delinear proyectos que uno tras otro iban saliendo a la luz empujados por su entusiasmo adolescente. Contaba con una memoria increíble, era capaz de repetir en forma completa párrafos de libros, frases de personalidades y títulos emblemáticos de diarios del pasado sin errar una línea. Cuando participaba de una comida era quien garantizaba que iba a ser por demás entretenida y acaparaba la atención de todos. Era un enamorado obviamente de la historia y, sobre todo, de la de su entrañable Tucumán.
Siendo un historiador de fuste era también un apasionado del periodismo, siempre con su libretita a mano para tomar nota de todo. Tenía una especial devoción por su columna “Apenas Ayer”; la cuidaba con recelo, se enojaba si estaba mal diagramada o mal ilustrada y se ocupaba de ella hasta el último detalle. Habitualmente me visitaba con un libro o una película para recomendar y habíamos creado entre ambos un canal de intercambio de títulos mucho más beneficioso para mí que para él, por supuesto. Sufría de fobia a los aviones pero pocas cosas disfrutaba más que sus visitas a Buenos Aires, asistir a sus reuniones en la Academia Nacional de Historia y a sus comidas en el Circulo de Armas, así que se subía sin pereza alguna al ómnibus con sus anotaciones y sus pensamientos. No era muy demostrativo aunque le brillaban los ojos cuando hablaba de Flavia y de sus hijas.
Recuerdo especialmente cuando, a los 65 años, llegó a la edad jubilatoria. Se presentó en mi oficina y me preguntó: “¿qué van a hacer conmigo?, mirá que yo me siento igual que el primer día”. Mi respuesta inmediata fue: “depende de vos, no de nosotros; si es por LA GACETA vos te quedás 30 años más”. Desde entonces, hasta el final, no dejó de proponer ideas y proyectos, chocando muchas veces con mi mirada economicista. “No mires solo los números; también hay que pensar en el legado cultural de la provincia”, me retaba. Con la ida de Carlos, Tucumán pierde al más arduo defensor de su Memoria y LA GACETA, a una de las personalidades más entusiastas y brillantes que pasaron por nuestra Redacción.