En Tucumán, los dentistas fueron muy escasos. A fines del siglo XIX, muchos venían en gira, y a principios del XX sólo había tres estables
Parece obvio decir que, desde los comienzos de la vida del hombre, en algún momento las condiciones de su dentadura le provocaron mortificaciones que alguien debía atender. En la época colonial, esto último estaba a cargo de los llamados “sacamuelas” quienes, provistos de “tenazas, hilos, alicates y palancas, extraían las piezas cariadas”. Consta que el 20 de junio de 1781, el Protomedicato de Buenos Aires otorgó el título de “Sangrador, sacamuelas y dientes” a un tal Pedro Faya. Este vendría a ser, entonces, “el primer dentista recibido en el Río de la Plata”, según escribe la estudiosa María Capolongo Grauso.
Tío de Newbery
En Tucumán, hasta comienzos de la década del 20 del siglo que pasó, los dentistas eran muy escasos. A mediados de la centuria anterior, los expertos publicaban avisos de propaganda. En “El Eco del Norte”, en agosto de 1857, se leía que “El doctor de Boré, recién llegado a esta ciudad, tiene el honor de avisar al publico que ofrece sus servicios para todas las operaciones a practicar en la boca: embalsama y emploma dientes cariados y destruye completamente el sarro y manchas”. Agregaba que traía “un hermoso y grande surtido de dientes artificiales”, confeccionados en “material incorruptible”. Recalcaba que “todas sus piezas artificiales son montadas en oro puro”, y ofrecía “elixires contra el mal halito y para la conservación de los dientes y muelas”. De Boré atendía todos los días (y “a los pobres gratis”) en “calle 9 de julio 14, casa del finado Pedro Patricio Zavalía, frente a la casa esquina de doña Brígida de Alurralde”.
En algunos casos, actuaban los dentistas que venían en gira por el país. En una guía de 1884, figura el doctor Jorge Newbery, con consultorio provisional en Tucumán, ciudad donde estaba de paso. Era neoyorkino, nacido en 1856, y tío carnal del famoso mártir de la aviación argentina, del mismo nombre.
Polvo y no pasta
Además, hasta comienzos del siglo XX, no se conocía la pasta dentífrica. Los dientes se limpiaban con polvos. El escritor Adolfo Bioy Casares (nacido en 1914) cuenta que “cuando yo era chico no se conocían, o no eran de gusto general, las pastas dentífricas. Por lo menos, en los primeros veinte años de mi vida, me lavaba los dientes (como todos en casa) con un cepillo que enjabonábamos primero en jabón de España y después, para blanquear, hundíamos en polvo de Creta. El jabón de España era muy duro, seco, poco espumoso, a pintas grises y blancas como huevo de tero; el polvo de Creta era blanco. Usábamos cepillos norteamericanos, de marca Profilactic”.
“El Orden” de Tucumán, en enero de 1886, daba una receta para preparar el “polvo científico” del doctor Pelletier, para la higiene dental. “Se toma sulfato de quinina, 4 gramos; coral, 30; laca, 8; esencia de menta, 2 gotas. Se pulverizan por separado el sulfato, el coral y la laca, mezclándolos después de estar en estado impalpable”. Entonces, “se los rocía con las gotas de esencia y quedan preparados”. Según el diario, los polvos de Pelletier “no atacan la dentadura, como sucede con los carbón y crémor”.
Un tucumano
Las extracciones, no pocas veces obligaban a improvisar. En sus amenas “Causeries del jueves”, Lucio V. Mansilla cuenta una anécdota que protagonizó con el médico tucumano Caupolicán Molina. Ocurrió en el pueblo bonaerense de Rojas, donde estaba destacado el regimiento 2 de línea, del que Mansilla era capitán.
Cuenta que “me dolía una muela; el médico de la división era Caupolicán Molina, médico de poca ciencia y de gran talento: tenía eso que sus afines llaman ojo médico, y curaba. Cómo, no sé, pero siempre curaba”. Un día Mansilla se presentó al consultorio de Molina. “Vengo a que me saques una muela”, le dijo, “pero no me des cloroformo: si no me das cloroformo, haré fuerzas y se me pasará el dolor”.
El tucumano, tras decirle “eres un loco, no te curarás”, lo sentó en el sillón. “Mandó llamar un ayudante, me cloroformizó, me sacó otra muela por equivocación”, y “mientras estuve cloroformizado no hablé sino en inglés, idioma que hace mucho no hablaba”…
El “revólver”
Años atrás, cuando me referí al tema en notas que en parte reproduzco, la profesora Cristina Nora Fernández me acercó gentilmente unas fichas de su investigación sobre la antigua odontología tucumana. Constaba en ellas, por ejemplo, que en 1886 publicitaba sus servicios en esta ciudad un señor F. Miglio, quien afirmaba haberse graduado en Roma, en Buenos Aires y en Córdoba. Expresaba que tenía diez años de práctica, y que utilizaba “los últimos instrumentos inventados en Norteamérica, como ser el Martillo Eléctrico Magnético o Revólver, que hace más fácil y menos dolorosa cualquier operación que se ejecute”.
En su folleto de memorias, Faustino Velloso, quien residió en Tucumán de 1883 a 1923, cuenta que, a fines del siglo XIX, la mayoría de los locales de comercio, de la más diversa índole, estaban situados en la calle Mendoza. Entre esos comerciantes había un boliviano, que ejercía simultáneamente de almacenero y de “sacamuelas”, cuando la ocasión se presentaba.
Mala praxis
Narra que el boliviano, “en el ejercicio de esta última profesión, adoptaba un procedimiento primitivo: al paciente le ataba la muela o diente con un fuerte piolín anudado con el extremo a un clavo que había en el mostrador. Entraba en la trastienda y salía con un gran tirón, que bruscamente lo acercaba al paciente. Este, como es natural, se sorprendía retirando la cabeza con rapidez, y con el tirón la muela o diente quedaba en el piolín. Luego, al paciente se le hacía enjuagar la boca con agua y sal. Así terminaba la cura, la que siempre dejaba algunos patacones al dentista”…
En ocasiones, los atendidos por “sacamuelas” recurrían a los tribunales para denunciar los casos que hoy llamamos de “mala praxis”. En 1880, el presidente del Tribunal de Medicina de la Provincia, doctor José Mariano Astigueta, resolvió multar con la elevada suma de 50 pesos (o en su defecto, prisión por 30 días) a un tal Guido Benati. Sucedía que este, sin título que lo habilitara, había extraído dos molares al vecino Luis Felipe Aguirre, “con la circunstancia agravante de haberle extraído uno sano por error o malicia, y con un fragmento de mandíbula inferior”. Las piezas se hallaban en la secretaría del juzgado. El doctor Antonio Torres narra el caso, en su “Historia médica del Tucumán”.
De 1884 a 1928
En la más vieja guía de Tucumán que conocemos (la de Robert Hat, de 1884) figuran solamente dos dentistas: el citado Newbery y Elias Gasset. Este último era un caballero prestigioso, de gran cultura, conferencista y escritor. En la guía de 1901, siguen siendo dos: Gasset y Carlos Hensen, y en la de 1903, tres: Gasset, Pedro Verdiani y Juan Cascardo. En 1916, trepan a cinco: además de Gasset, Manuel Avellaneda, Otoniel Ferreira, Alfredo Raúl Crespo y Otto Hoffman. En 1928, según la guía, ya habían subido a 30. Entre ellos, hay seis mujeres: Ana María Corominas de Aybar, Sofía Goldman, María Luisa García, Josefa Pérez de Nucci, María Teresa Saleme de González y María J. de Taboada.