En agradecimiento al general Roca, la escultora Lola Mora lo incluyó en un relieve de la Casa Histórica. En la bóveda de la Merced, el pintor Bercetti rindió homenaje al donante del templo, don Alfredo Guzmán
Se denomina “anacronismo” a lo que no corresponde a la época a la cual se está haciendo referencia, enseñan las enciclopedias. La etimología de la palabra se compone de dos voces griegas, que significan “contra” y “tiempo”. Es un tema sobre el que mucho se ha escrito. Pero nos interesa únicamente mirar el anacronismo insertado en la representación plástica de sucesos históricos.
La historia del arte ofrece múltiples ejemplos de esto, desde épocas muy remotas. El más común es el de los pintores de temas históricos o religiosos que, deliberadamente, ataviaban a sus personajes con vestidos que no correspondían a los del tiempo en que actuaron. Otros injertaron, en sus pinturas sobre antiguos hechos, los rostros de figuras contemporáneas, cuando no los de sí mismos. Lo hicieron por diversos motivos: estos iban desde el homenaje o el agradecimiento, hasta la simple arbitrariedad.
Por ejemplo, en “La adoración de los Reyes Magos” (1475), su autor, el famoso Sandro Botticelli, puso, a los magos congregados en torno al pesebre, los rostros de Cosme, Pedro y Juan de Médicis. En otras partes de la pintura, retrató a Lorenzo y a Juliano de Médicis. Y el mismo Botticelli se autorretrató, al extremo derecho de la celebérrima composición.
Miguel Ángel y El Greco
Otro caso. En un sector de su memorable “Juicio Final”, en la Capilla Sixtina (1508-12), el pintor Miguel Ángel quiso dejar su autorretrato. Así, colocó su propio rostro estampado entre las arrugas de la piel que sostiene San Bartolomé, el mártir que murió despellejado.
Y uno más. Muchos afirman que, en el soberbio “Entierro del Conde de Orgaz” (1586-88), de El Greco, éste filtró también su autorretrato. Dio su rostro a uno de los caballeros enlutados que observan a San Agustín y San Esteban sosteniendo, en primer plano, el cuerpo exánime del conde.
Son solamente tres ejemplos, entre los muchos que pueden apreciarse en consagradas obras de arte, desde tiempo inmemorial.
Pero ocurre que un par de casos similares se dieron en San Miguel de Tucumán, en dos obras plásticas muy conocidas. Tiene interés pasar una ligera revista al asunto.
El caso de Lola Mora
El primero de los anacronismos tucumanos es obra de nuestra afamada Lola Mora, nacida en 1867 y fallecida en 1936. Sabido es que en su éxito –tan esplendoroso como fugaz- de escultora de monumentos, tuvo gran influencia la excelente relación que tenía con personajes públicos. Entre estos, se destacaba Julio Argentino Roca.
Fue decisiva la influencia del general, como presidente, para que se encargara a Lola Mora la “Fuente de las Nereidas”; y también Roca actuó –así como Bartolomé Mitre- para que esa obra se ubicara en la plaza Colón de Buenos Aires. Luego, gracias a Roca, encargaron a Lola Mora la estatua de La Libertad y dos relieves, conjunto destinado a ornamentar el templete que se inauguraba en 1904, para conservar el Salón de la Jura, tras la demolición del resto de la Casa Histórica.
Y también se movió la poderosa mano de Roca para determinar que la Libertad no se emplazara finalmente en el templete, sino al centro de la plaza Independencia, sustituyendo a la efigie de Manuel Belgrano.
Roca en un relieve
Volvamos a los relieves. Son muy conocidos, y se los admira ahora sobre el muro del patio trasero de la Casa Histórica.
Uno de ellos representa al pueblo congregado frente al Cabildo de Buenos Aires, el 25 de mayo de 1810. El otro, registra el momento de la jura de la Independencia en Tucumán, el 9 de julio de 1816.
En este último, Lola Mora decidió rendir homenaje a su protector, y consumó resueltamente el anacronismo. Este consistió en modelar al general Julio Argentino Roca, de cuerpo entero -inconfundible por la calvicie, la barba y el uniforme- en primer plano, dentro del grupo de congresales que formulaban el memorable pronunciamiento en 1816, es decir, 27 años antes de que Roca naciera.
Por cierto, no faltó quienes criticaran la libertad que se había tomado la escultora.
Bóveda de La Merced
El otro anacronismo es visible en una de las pinturas murales, obra del artista italiano Giusseppe “Pippo” Becetti, que decoran el templo de Nuestra Señora de La Merced, desde su inauguración en 1950. Bercetti nació en Cigliano en 1912 y murió en Turín en 1973: residió en Tucumán entre 1948 y 1952, y durante su estadía realizó también las pinturas del techo de la capilla del Santísimo, en la iglesia de San Francisco.
En ambos costados de la bóveda de la nave central de La Merced, pintó grandes escenas vinculadas al 24 de septiembre de 1812. Nos interesa la del muro del sur. Allí se representa la procesión, efectuada días después de la batalla de Tucumán, en el momento en el que Manuel Belgrano ofrece su bastón de general a la Virgen de la Merced, llevada en andas.
Don Alfredo Guzmán
Bercetti pintó sus anacronismos en el grupo que va detrás de la imagen. Puso el rostro del industrial y filántropo Alfredo Guzmán, al señor canoso de bigotes que aferra el estandarte mercedario: era un reconocimiento a la generosidad de don Alfredo, quien costeó la construcción del templo.
Y los tres sacerdotes que aparecen orando un poco más atrás, también tienen rostros anacrónicos. Al centro, con seguridad va retratado el obispo Juan Carlos Aramburu. Los que lo flanquean pueden ser los presbíteros Segundo Ferreyra (o acaso Segundo H. Soria) y Ramiro Pego Fuentes, todas personalidades del clero tucumano de 1950. Tanto el señor Guzmán como los sacerdotes estaban vivos en ese momento.
El artista, en última instancia, es dueño de su obra, y como tal puede apelar al anacronismo. En los dos casos tucumanos, el agradecimiento sería una muy comprensible justificación.