El teniente coronel Emidio Salvigni mostró su coraje en las fuerzas de Bonaparte y en las argentinas de Belgrano y de Soler. Pero el ánimo le faltó para informar a su esposa tucumana la muerte del único hijo.
A principios de febrero de 1820, el general Manuel Belgrano, seriamente enfermo, emprendió viaje -que sería el último de su vida- de Tucumán a Buenos Aires. En la “Historia de Belgrano”, consigna Bartolomé Mitre que lo acompañaban quienes habían sido sus fieles edecanes, el coronel Gerónimo Helguera y el teniente coronel Emidio Salvigni. Además, el capitán José Villegas y el médico José Redhead. El creador de la bandera llegó a Buenos Aires a fines de marzo y, como se sabe, murió el 20 de junio en la casona de la calle Pirán, que hoy se llama Belgrano.
Soldado de Napoleón
De ese grupo que rodeó el traslado final del vencedor de Tucumán y Salta, recortemos hoy a un personaje, el teniente coronel Salvigni. Era italiano, nacido el 8 de marzo de 1789 en Imola, en los Estados Pontificios. Era hijo de Sebastián Salvigni y Teresa Mattioli. Tenía nueve hermanos: cuatro varones y cinco mujeres. Hace poco, la investigadora Susana Uriarte de Louge nos hizo llegar gentilmente una copia del original de las “memorias” inéditas de Salvigni. Por ese texto -que lamentablemente sólo registra parte de la etapa europea- sabemos que ingresó en la Universidad de Bolonia. Un tiempo siguió Farmacia, especialidad que dejó en 1805 por la de Jurisprudencia.
Pero ese año, Napoleón Bonaparte pasó triunfante por Bolonia con sus tropas. Por primera vez, cuenta Salvigni, “tuve el honor de ver a este hombre ilustre, a este genio extraordinario que llenaba el mundo con sus hazañas y sus glorias”. No lo pensó más y se enroló en el ejército de Bonaparte, en septiembre de ese año. Le dieron el grado inicial de cabo y fue ascendiendo hasta capitán. Las “memorias” narran en detalle las campañas militares en que actuó hasta 1813, inclusive. Se sabe que recibió tres condecoraciones, la Orden de la Corona de Hierro, la Medalla de Santa Elena y la Legión de Honor.
Edecán de Belgrano
En 1815, derrumbado el Imperio, resolvió embarcarse rumbo al Río de la Plata. Sabía que varios oficiales europeos ofrecían sus servicios a las Provincias Unidas y los imitó. Fue aceptado de inmediato, con grado de teniente coronel de Infantería, y lo destinaron al Ejército del Norte, que mandaba Belgrano. El jefe se hizo amigo personal de Salvigni al poco tiempo. Lo nombró ayudante y luego edecán: sería su compañero en las buenas y en las malas desde entonces, hasta el final.
A poco de morir Belgrano, el teniente coronel Salvigni formó en las fuerzas de Miguel Estanislao Soler. A sus órdenes se batió en Cañada de la Cruz, y fue hecho prisionero por Estanislao López. Cuando el mayor Obando atacó Pergamino y puso en fuga al jefe santafesino Tomás Bernal, quedaron libres varios oficiales presos, Salvigni entre ellos. Se incorporó entonces al ejército de Manuel Dorrego. Más tarde pidió, sin éxito, ser destinado al Ejército de los Andes.
Casado en Tucumán
En 1821 solicitó y obtuvo licencia absoluta “con goce de fuero y uso de uniforme”, así como unas cuadras de tierra porteña para cultivar. Pero viajó a Tucumán y resolvió afincarse definitivamente allí, cuando se casó, en 1822, con la tucumana Cruz Garmendia Alurralde. Tuvieron un hijo, Emidio Segundo.
Fue miembro de la Sala de Representantes de la Provincia de 1827 a 1829, y su presidente, este último año. Pero la guerra civil lo arrastró. Tras la derrota de La Madrid en El Tala (1826), organizó el Cuerpo de Cívicos que marchó desde Salta rumbo a Tucumán, a órdenes de Joaquín Bedoya, para enfrentar a Facundo Quiroga. Derrotado Bedoya en Chicoana y batido otra vez La Madrid en La Ciudadela, Salvigni emigró a Chile en 1831. Llevó consigo a Emidio Segundo, mientras doña Cruz quedaba en Tucumán.
En Copiapó entró en el negocio minero, por entonces favorito de los inversores. Tuvo suerte. Sus socios y capitalistas eran Agustín Edwards, de Valparaíso, Gregorio Osca y Rafael Mandiola.
Minero en Chile
Por las cartas a su sobrino Federico Helguera, hijo de Crisanta Garmendia, se sabe que el porvenir se mostraba venturoso: la “máquina de amalgamación de plata” daba buenos réditos. Las minas que explotaba se llamaban “Descubridora”, “California”, “Solitaria” y “Contadora”. No importaba que el negocio de “la cascarilla”, que había iniciado en 1825 en La Paz, concluyera en desastre por “los manejos siniestros de don Manuel José de Haedo, de Buenos Aires”. El porteño, según Salvigni, hizo desaparecer los documentos que acreditaban la ganancia, y el teniente coronel y don Dámaso Uriburu, su socio, quedaron deudores por 2.000 pesos.
Lo bueno no suele durar. Vino la guerra del sur de Chile, que afectó fuertemente la economía. Salvigni se quejaba, en cartas a Helguera, de la dificultad para hacer negocios, y de los “derechos tan altos y bárbaros” que se cobraban en Tucumán por las especies importadas. Estaba deprimido. “¡Qué cansado estoy de estas minas malas! ¡Qué gastos! Nunca saldremos de esta”, vaticinaba sombrío. La crisis no se detenía. “Llueven las ejecuciones en el Juzgado. Nadie paga. El país está en la ruina”.
La tragedia
De repente, sobreviene la tragedia. A fines de diciembre de 1851 estalla una de las tantas revoluciones en Copiapó. Según narra Domingo de Oro, ni bien disparados “los primeros tiros”, una bala mató a Emidio Segundo, junto con el oficial Arana.
Salvigni, destrozado, no sabe qué hacer. “Vivo en medio de dolores y aflicciones continuas. Tengo presente a mi pobre Emidio. Lloro por él y lloraré los pocos años que me quedan de vida”. Pero, ¿cómo avisar la terrible novedad a doña Cruz? Su esposa tiene una naturaleza enferma. Luego de los malos tratos que recibió durante la invasión de Oribe de 1841, ha quedado presa de terrores y alucinaciones.
Salvigni decide ganar tiempo con una piadosa mentira. Escribe a Helguera. “Todas las cartas, excepto esta, van con el sentido de que Emidio vive y que está enfermo de una caída de un birlocho. La carta a la Cruz va con algunas líneas escritas con imitación perfecta de su letra. Cuánto me cuesta escribir así… diariamente tengo momentos de gran desesperación”.
Meses de mentiras
Urde una red de mentiras para mantener a su esposa en la ficción de que Emidio Segundo vive. Avisa a Helguera que mandará con Nabor Córdoba otra carta, “que le entregará a la Cruz de aquí a uno o dos meses, en la que le diré que ha empeorado. Y así, poco a poco, llegaremos al punto de hacerle saber la muerte”. Podía mentirle que el hijo había viajado a Europa, pero eso “la mataría, porque no se despidió de ella… ¡qué fatalidad!”. Desde Tucumán, los sobrinos Agustín Muñoz y Susana Helguera de Muñoz, le envían a un hijo, Agustín, para que lo acompañe. El chico de doce años llega a Copiapó en abril de 1852 y el tío lo hace cómplice del engaño. Agustín escribe a doña Cruz y le asegura: pronto “iré a dar un paseo a Tucumán con Emidio”.
A Salvigni se le hace atroz continuar imitando la letra del hijo muerto. En mayo, escribe a Helguera: “Federico, ¡lo que me cuesta todo esto! ¡Cómo padezco!”. Al fin, decide que el padre Ramallo cuente la verdad a su esposa. En setiembre, doña Cruz ya está enterada. Salvigni dice a Helguera que le consuela su conformidad. “Temía por ella y aguardaba recibir un nuevo golpe. No estoy ya para tantas heridas a un tiempo, pero al fin estoy consolado como ella y conforme con la voluntad de la Providencia”.
Salvigni regresó a Tucumán. Fiel a la memoria de Belgrano, en 1858 costeó los arreglos de aquella pirámide que su antiguo jefe erigió en memoria del triunfo de Chacabuco, y que estaba derruida. La restaura y la rodea con una reja: muchos años después será cubierta con mármoles, como la vemos hoy en la plaza Belgrano.
Profundo desencanto
En 1862 redacta su testamento. Expresa allí que han tenido “algunos quebrantos” los negocios de Copiapó, y que su fortuna “ha disminuido considerablemente”. El joven Agustín Muñoz (que por entonces ya firmaba “Muñoz Salvigni”, como agradecimiento al tío) era instituido heredero universal. Al fin del testamento, el amargado guerrero declaraba: “tengo la íntima convicción de que en las provincias argentinas no habrán jamás gobiernos honestamente arreglados y fuertes para asegurar el orden y la libertad”. Por eso aconsejaba a Helguera y a Agustín “que establezcan su residencia en Buenos Aires, adonde podrán con más facilidad evitar los compromisos políticos que en las guerras civiles ponen en peligro la existencia de los ciudadanos”.
Añadía también que, aunque parecía abrirse una nueva era, “estudiándose sucesos y descalabros de cincuenta años consecutivos, se puede temer que en los tiempos sucesivos se renueven las escenas aciagas que han enlutado la República en las épocas pasadas”.
El final
Junto con los años, le cayeron encima las enfermedades. El 30 de abril de 1866, escribía a Domingo de Oro. “Mi estado es de invalidez. Las piernas y pies hinchados, no puedo andar una cuadra… mi salud, malísima”. Salvigni murió seis meses más tarde, el 19 de octubre de 1866. Doña Cruz lo sobrevivió hasta el 13 de marzo de 1879.
En la avenida central del Cementerio del Oeste, puede verse hoy un importante mausoleo. “Familia Muñoz Salvigni”, informa el cartel del frontis. En el interior, está empotrada una placa de mármol cuyas letras doradas desvaídas dicen: “Emidio Salvigni/ nacido en Imola/ Estados Pontificios/ el 8 de marzo de 1789/ murió el 19 de octubre/ de 1866/ Siguió la carrera militar/ e hizo las campañas del imperio/ caballero de la Legión de Honor/ y de la Corona de Fierro/ decorado de la medalla/ de Sta. Helena“.
Al tope del mausoleo, la estatua en bronce de un ángel con alas desplegadas y trompeta en alto evoca el Juicio Final.
También parece evocar aquellas clarinadas de los ejércitos conquistadores de Europa que acompañó Salvigni, cuando ni soñaba acabar sus días en este remoto rincón del mundo.