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MANUEL BELGRANO. Dispuso que Borges fuera fusilado ni bien lo capturasen.

La orden del Congreso y la inflexibilidad de Belgrano pasaron por alto las formas jurídicas.


En 1816, el santiagueño Juan Francisco Borges tenía 50 años y una trayectoria por demás movida y aventurera. Había luchado, a fines del siglo anterior, en varios combates contra la gente de Tupac Amaru y, tras sufrir cárcel por desacato a la autoridad en La Paz, pasó a España para servir como oficial en la Guardia de Corps de Carlos IV. El monarca lo nombró “caballero cruzado” de la Orden de Santiago.

Vuelto a su provincia, se adhirió con entusiasmo a la causa patriota y armó el Batallón de Patricios Santiagueños que, con 300 hombres, se incorporó a la primera expedición al Alto Perú, de 1810. Pronto se disgustó con sus jefes Juan José Castelli y Francisco Ortiz de Ocampo, y fue separado de la fuerza. Además, había impugnado al representante de Santiago ante la Primera Junta. Luego, sus planteos ante el Triunvirato le depararon una temporada de prisión.

El alzamiento

Borges fue miembro del Cabildo santiagueño y Comandante de Armas. Rechazaba tanto el hecho de que su provincia dependiera de Tucumán, como el sistema centralista que regía la revolución desde sus comienzos. Por eso se alzó en setiembre de 1815, pero el gobernador tucumano Bernabé Aráoz logró derrotarlo y ponerlo preso. Pudo más tarde fugarse a Salta. Allí estuvo entre quienes se oponían a que Manuel Belgrano reemplazase a José Rondeau en la jefatura del Ejército del Norte. Luego, había regresado a Santiago y, lejos de calmarse, programaba un nuevo golpe cuando iba concluyendo el año de la Independencia.

El 13 de diciembre de 1816, una noticia “derramó hiel” -dice “El Redactor”- sobre el Congreso de las Provincias Unidas. Se supo que dos días antes, en Santiago del Estero -ciudad dependiente de la provincia de Tucumán- el coronel Borges se había rebelado contra la autoridad. Depuso al teniente de gobernador, comandante Gabino Ibáñez, y asumió el gobierno apoyado por milicias populares que había reclutado. Ante semejante novedad, el Congreso ordenó a Belgrano que tomara medidas para reprimirlo. Lo que sigue, es la historia.

Una “delicadeza”

Habían secundado el motín de Borges, un oficial del Ejército del Norte, el capitán Lorenzo Lugones -con el piquete de 30 Dragones a sus órdenes- junto con dos comandantes de milicias, Lorenzo Goncebat y Pedro Pablo Montenegro. Se esmeró Borges en reclutar gente de la campaña, “echando voces de que va de acuerdo con Artigas y Güemes, que no han de obedecer las autoridades, ni al Congreso, ni al general (Belgrano), que no pagarán las contribuciones impuestas y que formarán la montonera”, decía una frenética carta del depuesto Ibáñez al gobernador de Córdoba, Ambrosio Funes.

Como para demostrar que su movimiento no quería obstaculizar la guerra contra los realistas, Borges dejó pasar unas carretas que iban con dinero y armas a Buenos Aires, sin sacarles un sable ni una carabina, aunque mucho los necesitaba. Comenta José María Paz, en sus “Memorias”, que esta “delicadeza” evidenciaba “su impericia como caudillo, que se había metido en un atolladero sin calcular cómo habría de salir”.

Duras órdenes

El Congreso dio claras instrucciones sobre la represión ordenada. “Aprehendidas que fueran las personas de Goncebat y Borges, serán sumariadas ejecutivamente y castigados sus crímenes de un modo ejemplar, como atentatorios del orden público”, expresaba el cuerpo.

Belgrano envió a Santiago al comandante Juan Bautista Bustos, con 200 infantes y un escuadrón de Dragones que mandaba José María Paz. A la vanguardia marchaba el teniente coronel Gregorio Aráoz de La Madrid, con 130 de sus Húsares. Cuando Bustos ocupó la capital de Santiago, ya La Madrid había partido a la campaña, en persecución de Borges.

Narra La Madrid en sus “Memorias” que, ni bien llegó a Santiago, fue informado por Ibáñez sobre “el punto en que estaban reunidos los revoltosos, en número de 700 y más hombres”. Marchó entonces sobre ellos. Su escuadrón cruzó el río y cabalgó toda la noche, llevando a su vanguardia al capitán Mariano García con 25 tiradores.

La Madrid ataca

Llegado a Pitambalá (27 de diciembre de 1816), donde acampaba Borges, cuenta La Madrid que se le vino encima una guardia de los revoltosos. Entonces, gritó: “¡Escuadrones, carabina a la espalda y sable en la mano, galope!”. Cuando arribó al campamento, vio que García ya estaba sableando a la guardia enemiga.

Entonces, escribe, “haciendo tocar ‘a degüello’ con mis cornetas, me precipito sobre los enemigos que corrían desatinados a formarse montados; los pongo en completo desorden y son perseguidos en todas direcciones al Monte de los Pinales, donde se dirigieron los más, siguiendo a su jefe y al capitán Lugones”.

Sigue La Madrid. “Fueron acuchillados por muy largo trecho en el espacio como de hora y media”, y “les matamos como 30 hombres y tomamos más de 80 prisioneros, y varias armas de fuego entre fusiles, tercerolas y trabucos, y muchas lanzas o cuchillos amarrados en cañas”.

Borges prisionero

Hizo recoger “16 o 18 heridos”, envió a Belgrano un parte de la jornada y liberó a varios prisioneros, para que avisaran a su gente que “nadie los perseguiría, porque ellos no tenían la culpa, sino el jefe que los había engañado y sacrificado inútilmente”. Los vencedores de Pitambalá serían premiados luego por el Director Supremo con un escudo de paño que llevaba la leyenda “Honor a los Defensores del Orden”.

Borges huyó solo hacia el río Salado, con el propósito de pasar a Salta, donde suponía que Güemes iba a prestarle ayuda. Pero, narra Paz, fue apresado en el territorio de su provincia “por sus mismos paisanos y entregado por un comandante de milicias (Leandro) Taboada, que me aseguraron era su pariente”.

Al enterarse de la captura -según la misma fuente- Belgrano indultó a todos, salvo a Borges, Goncebat, Lugones y Montenegro. A Paz se le ordenó ir al puesto de Vinal a recibir al prisionero, a quien lo traían desde Guaype, cerca de Matará, donde lo habían capturado, y tomarle declaración. Estuvo tres días en Vinal sin que Borges llegara. El que arribó fue La Madrid, portador de una flamante orden de Belgrano, que le entregó Bustos. Mandaba que Borges fuera inmediatamente fusilado, tras facilitarle los auxilios espirituales.

En capilla

Llegados los hombres que traían a Borges, dispuso La Madrid que se detuvieran en una pequeña chacra de los dominicos, a dos leguas de la ciudad. Horas antes, a Paz le pareció que estando ya ordenado el fusilamiento era inútil tomar declaraciones a Borges. Regresó entonces a Santiago del Estero, para explicárselo a Bustos. Pero el depuesto Ibáñez convenció a este de que el reo debía ser interrogado para identificar a sus cómplices. Bustos ordenó entonces a Paz que volviera hasta la chacra de los dominicos, para interrogar al prisionero, quien ya debía haber llegado.

Cuando arribó a la chacra, La Madrid le dijo que iba a ejecutar de inmediato a Borges de acuerdo a la orden de Belgrano, pues se habían cumplido las dos horas de capilla que le fijó. Fray Esteban Ibarzábal le había dado los auxilios espirituales, se le había provisto de pluma y papel para redactar sus disposiciones, y ya tenían listo el sitio del fusilamiento: “bajo un frondoso algarrobo estaba atada una mala silla de cuero, que habría de servir de banquillo”, cuenta Paz.

La ejecución

Agrega que “me pareció cruel y hasta bárbaro turbar los últimos minutos de un hombre en aquella situación, con preguntas que, si las satisfacía, comprometía a sus amigos, y si las negaba, podían conturbar su conciencia”. Así, tomó la decisión de regresar a Santiago. Habría cabalgado un cuarto de legua cuando oyó la descarga que terminaba con la vida del coronel Juan Francisco Borges. Era el 1 de enero de 1817.

Tras algunas discusiones con Ibáñez, pidió Paz a Bustos que intercediera ante Belgrano para que perdonase la sentencia capital dictada también contra Goncebat, Lugones y Montenegro. La gracia se logró. Lugones fue degradado -aunque después regresaría al ejército- y los otros dos sufrieron sólo un tiempo de prisión. Comenta Bartolomé Mitre que todos “rescataron ese momento de error con distinguidos servicios posteriores”.

Error de Belgrano

A juicio de Paz, la orden de fusilar de Borges fue un grave error de Belgrano. Dictó “un decreto de muerte, sin juicio, sin forma alguna y sin oír al reo”. Deploraba que el general, “que tanto predicaba la obediencia y la observancia de las leyes, las violase invocándolas, sin que ninguna autoridad le hiciera cargo”.

Mitre apunta que Belgrano “cumplió con excesivo rigor la sentencia fulminada de antemano por el gobierno. Persuadido de que el movimiento subversivo de Santiago era en connivencia con el enemigo -que al mismo tiempo amenazaba invadir por la frontera de Salta- ordenó que en el término de dos horas fuese ejecutada. Injusta era esta suposición, pues Borges había probado ser un verdadero patriota”. Pero “los tiempos eran duros, y Belgrano era inexorable en materia de disciplina, siendo Borges un militar sujeto a su dura ley”.

El historiador Luis Alén Lascano expresa que Borges “cayó como un valiente precursor del federalismo santiagueño, y debe ser reverenciado por ello, pues fue el anunciador y primer caudillo de una provincianía indeclinable”.