En 1884, ya muy enfermo, Nicolás Avellaneda volvió por última vez a Tucumán. Permaneció entre sus comprovincianos de julio a octubre, salvo diez días en Rosario de la Frontera.
La impresionante carrera pública del tucumano Nicolás Avellaneda se inició a los 24 años, en 1860, cuando lo eligieron diputado a la Legislatura de Buenos Aires. Ya no se detuvo nunca desde entonces.
Reelecto en su banca en 1862 y en 1866, ese último año el gobernador de Buenos Aires, Adolfo Alsina, lo designó ministro de Hacienda. Hasta 1868, cuando el presidente Domingo Faustino Sarmiento le confió la cartera de ministro de Justicia e Instrucción Pública de la Nación. Dejó ese cargo en 1873, y un año más tarde era elegido presidente de la República, para un período que terminó en 1880.
Pero no se cerraron allí sus servicios. En 1881 pasaba a ser rector de la Universidad de Buenos Aires, cargo que desempeñó luego -con permiso de Congreso- simultáneamente con la banca de senador nacional por Tucumán, que asumió en 1883, dos años antes de su muerte.
El “Mal de Bright”
Avellaneda nunca había tenido buena salud. Muy poco después de dejar la presidencia, apareció en su maltratado organismo una enfermedad muy grave: la nefritis crónica, el “Mal de Bright”. Prácticamente no existía manera de controlar este mal que, aparte de otros grandes trastornos, sumía al enfermo en un inmenso cansancio, una fatiga permanente.
Corría el año 1884 cuando los médicos le aconsejaron cambiar de clima, y probar suerte en las aguas termales de Rosario de la Frontera. Así, partió el ex presidente con ese rumbo, el 6 de julio. Lo acompañaban su esposa, Carmen Nóbrega, sus hijas Carmen y Julia, su hermano Marco y Benjamín Zavaleta. Tras una escala en Córdoba, al mediodía del 8 de julio, Avellaneda descendía del tren en Tucumán.
Llegada a Tucumán
Era la segunda -y última- vez que llegaba a su ciudad natal, desde que se había radicado en Buenos Aires. Pero venía en un estado físico y del alma muy distintos al de su triunfal visita como presidente ocho años atrás, en 1876, para inaugurar el ferrocarril.
De todos modos, la banda de música atronaba los aires de la templada mañana y la multitud se arremolinaba detrás del gobernador Benjamín Paz, de su comitiva y de una legión de parientes y amigos que pujaban por darle la mano.
Se alojaría en la casa de Eudoro Avellaneda, su hermano menor. Al subir al coche, los periodistas de “El Orden” lo notaron “bastante abatido”, y el diario lo saludó -era víspera de la fecha patria- publicando un fragmento de su escrito “El Congreso de Tucumán”.
Permaneció 12 días en la ciudad, antes de partir a las termas salteñas. Desde Buenos Aires, el presidente Julio Argentino Roca le envía un telegrama. Celebraba la buena acogida y esperaba que “los aires de la tierra natal le devuelvan pronto la salud, tan cara a sus compatriotas que tienen derecho aun a esperar mucho de ella”.
A Rosario de la Frontera
Los diarios registraban pequeñas mejorías en la salud del visitante. El 10, se decide a caminar por la plaza Independencia. A cada rato lo atajan para preguntarle cómo se siente y darse el gusto de hablar con el gran hombre, que mostraba un semblante estragado a los 47 años. El 20, se sentía mejor y siguió viaje a Rosario de la Frontera. El gobernador de Salta, Juan Solá, ha dado órdenes de que su “querido primo y amigo” sea atendido a cuerpo de rey.
Los aires termales resultaron salutíferos al comienzo. Desde el hotel, garabateó con lápiz unas líneas para Paul Groussac. Quería agradecerle su semblanza -apenas velada bajo el personaje del “Doctor Nogales”- que trazaba en “Fruto vedado”, novela de Groussac que el diario “Sud América” estaba publicando en folletín. “Leo la página en que usted me nombra casi con rasgos tan benévolos como cariñosos. Todo lo que salió de su pluma para mí, fue siempre inspirado por nuestra amistad”. Esperaba hablar “cuando nos veamos, y escribiré tal vez, si es que esta larga enfermedad me deja fuerzas para algo”.
De vuelta en la ciudad
El 30 de julio, desde Rosario de la Frontera, llegaron telegramas inquietantes. Avellaneda estaba grave y se temía una complicación pulmonar. El doctor Víctor Bruland partió presuroso y el problema pareció controlado. Ni bien se estabilizó cierta mejoría, el enfermo y su familia regresaron a Tucumán. Cuando lo recibieron, el 8 de agosto a la tarde, “El Orden” aseguró que “venía bastante bien”.
Las semanas siguieron pasando. Gracias a los cuidados del médico Tiburcio Padilla, su viejo amigo, Avellaneda se reanimó bastante. Tanto, que el 4 de septiembre volvió a caminar por la plaza Independencia, acompañado por su hermano Manuel. Siguió haciéndolo a diario. Gregorio Aráoz Alfaro, de niño, lo vio “sentado, con viejos amigos, bajo los naranjos siempre verdes”. Le pareció “pálido y prematuramente envejecido, pero siempre enamorado de lo bello, siempre ameno y jovial”.
La prensa cronicaba sus pasos con minucia, y lo homenajeaba. Por ejemplo, “El Orden” del 27 de septiembre publicó un discurso de 1861, que Avellaneda había pronunciado cuando se graduó el médico Padilla. El orador no lo conservaba entre sus papeles y se alegró de verlo impreso.
Una entrevista
En su casa, el corresponsal del diario porteño “El Nacional” le hizo un reportaje. “A pesar de su enfermedad, no se ha apagado un solo matiz de sus ojos tucumanos”, escribió el periodista. Avellaneda le contó que se sentía bien en las mañanas, pero no “en las horas grises de la tarde”.
Le preguntó si volvería a la política, y el ex presidente respondió que estaría lejos de ella el mayor tiempo posible. “Soy un músico que ha perdido su instrumento”. Además era difícil hacer política cuando todo estaba en manos de mayorías oficiales.
“Los partidos están deshechos y hay en el país un desvanecimiento de convicciones políticas”. ¿Y en Tucumán? “Aquí nadie se ocupa de candidatos presidenciales… Todos son buenos y todos son malos. El tucumano vive en sus dulces cañaverales, como el mendocino, que usted ha visto, entre la jugosa vid”. Sobre sus paisanos, apuntó que “son amables, pero no parecen todo lo que son. Usted los ve: bajo la apariencia de una grande inercia, hay siempre un espíritu ágil, una imaginación traviesa y una gran sagacidad, y a veces son taimados también”.
“Es, en mi concepto, la provincia de gente más inteligente que hay en el país. Ahí tiene usted al presidente Roca, que en cuanto a sagacidad en un buen espécimen tucumano… Aquí tiene usted dos cosas que ver: el ingenio y la montaña, la riqueza y el paisaje. Vaya usted a San Javier, y sólo en Río de Janeiro habrá visto algo más espléndido”, dijo al periodista de “El Nacional”.
Entre amigos
Envió como obsequio a la Sociedad Sarmiento un libro raro: el diccionario de inglés que había pertenecido al obispo José Agustín Molina, quien se lo regaló a su padre, Marco Avellaneda. Según anotará Fabio López García, de acuerdo a la tradición, Molina fue el primero que estudió aquel idioma “extraño y difícil” en Tucumán: posiblemente ese diccionario fue el primero y único existente en la ciudad por muchos años.
Escucha la opinión de los amigos y quiere ayudarlos. Hace un telegrama al ministro Bernardo de Irigoyen, para pedirle que gestionara rebajas en los fletes ferroviarios del azúcar. El amigo y canciller se portó con diligencia y le contestó que el decreto estaba a la firma de Roca.
El 12 de octubre, Santiago Gallo asumía la gobernación. Avellaneda se presentó sin aviso previo en la casa del gobernador saliente, Benjamín Paz. Se confundieron en un abrazo. Tantos lo rodearon cuando se sentó, que el médico Pedro Ruiz de Huidobro sugirió que pasara a otra habitación, más fresca y tranquila. Avellaneda no quiso. “Lejos de hacerme mal esta reunión, me hace bien, al encontrarme con tantos semblantes amigos”, dijo.
El último adiós
Le alcanzaron el álbum de despedida que entregaban al doctor Paz. En una página, Avellaneda quiso evocar la antigüedad de su vinculación con Paz. Recordaba aquel “febrero de un año ya muy lejano”, en que partieron dos niños a estudiar a Córdoba. “Estos dos niños son hoy el magistrado, ilustrado y recto” destinatario del álbum, “y el hombre público que, después de las prolongadas vicisitudes de una carrera tormentosa, escribe con mano ya débil las presentes líneas”. Afirmaba que “no cayó jamás una sombra” sobre su amistad con Paz. Después, quiso ir a la casa del flamante gobernador Gallo, para desearle buena suerte.
El 17 de octubre de 1884, por la tarde, Avellaneda tomó el tren de regreso a Buenos Aires. Mucha gente lo despidió, en el andén de la estación que había inaugurado en 1876. Encargó a Benjamín Paz decir a todos que “lo excusaran de la despedida en particular, por hallarse sumamente afectado”. No dudaba de que esa gente que agitaba pañuelos y sombreros constituía su última imagen de la tierra natal.
El 9 de junio de 1885, Avellaneda partió a Europa en búsqueda inútil de un alivio para su enfermedad. Se embarcó de vuelta, desahuciado, el 5 de noviembre. No llegaría vivo a Buenos Aires. El 25, a las 5 y 45 de la tarde, murió a la altura de la isla de Lobos. Sus restos serían desembarcados dos días más tarde en Montevideo, y llegaron a Buenos Aires el 29 para recibir imponentes funerales.