En febrero de 1814, el jefe del Ejército del Norte, José de San Martín, dispuso construir una fortaleza al sudoeste de nuestra ciudad
Hacen dos siglos, en febrero de 1814, José de San Martín, flamante jefe del Ejército del Norte acantonado en Tucumán, resolvió erigir una fortificación al sudoeste de la ciudad. Así lo informó en nota al Poder Central, fechada el día 13. “Convencido de la necesidad de sostener este punto, he dispuesto la construcción de un acampo atrincherado en las inmediaciones de esta ciudad, que no sólo sirva de apoyo y punto de reunión a este Ejército en caso de contraste, sino que me facilite los medios de su más pronta organización”, decía.
El oficial “Pajardel”
Encargó el trabajo a uno de sus oficiales, el teniente coronel Enrique Paillardell. Este francés, cuyo apellido los criollos habían simplificado como “Pajardel”, era un experto en fortificaciones, oriundo de Marsella, hijo de un médico de esa ciudad y de una limeña. La madre, al enviudar, se mudó a Cádiz y nacionalizó españoles a sus hijos.
Enrique estudió en la Escuela Politécnica y años después pasó al Perú con sus hermanos. Se enrolaron en el ejército español. Enrique fue destinado al Cuzco y construyó el puente de Izcuyaca, en Anta. Adheridos luego al causa patriota, los Paillardell se pusieron en comunicación con el general Manuel Belgrano. Con su acuerdo, Enrique logro sublevar en masa el pueblo de Tacna. Pero Belgrano, derrotado en Vilcapugio, no pudo apoyarlo. Entonces, tuvo que huir y se unió al abatido Ejército del Norte.
Los historiadores Ramón Gutiérrez y Graciela Viñuales destacan que Paillardell elevó al gobierno un “plan de operaciones”, interesante porque sugería atacar a los realistas por Chile, tal como lo hiciera posteriormente San Martín.
La Ciudadela
En cuanto a la fortaleza de Tucumán, expresan que San Martín delineó personalmente con Paillardell, “las trazas del pentágono estrellado que, conforme a la clásica tipología del francés Vauban, se adoptó para el edificio”.
El historiador Manuel Lizondo Borda afirma que la fortificación se alzaba inmediatamente detrás de la actual plaza Belgrano. Comprendía “cuatro manzanas de terreno, justamente las cuatro situadas en la actualidad entre las calles Jujuy por el Este, Alberdi por el Oeste, Bolívar por el Norte y avenida Roca por el Sur, estando su centro en el cruce de las calles Rioja y Rondeau, que quedan adentro”.
El luego general José María Paz, que integraba el cuerpo de oficiales en 1814, afirma en sus memorias que la fortificación era “un pentágono regular, con sus correspondientes bastiones y de dimensiones proporcionadas”. Se la conocía como “La Ciudadela”. Se alzaba sobre terreno llano y posiblemente la rodeaba un foso. La tropa trabajó en su construcción y muchos de los materiales, dice Paz, “se traían gratis por requisiciones que hacía el gobierno”.
Con gran secreto
Bartolomé Mitre afirma que San Martín rodeó deliberadamente de un gran secreto a la Ciudadela. Mandaba ejecutar allí maniobras destinadas a engañar a los espías realistas, para que creyesen que contaba con fuerzas mucho mayores. Hacía entrar gruesos destacamentos, que salían sigilosamente a la noche y volvían a ingresar por la mañana, como dando la impresión de constituir una tropa distinta.
En sus memorias, Paz se preguntaba el propósito que tuvo San Martín al construir la Ciudadela. Pensaba que siendo conocida “la lealtad del pueblo tucumano”, no lo hizo para infundir respeto. Si la intención era guarecerse allí en caso de ataque, le parecía a Paz que debió haberse edificado más lejos de la ciudad. Y si se la destinaba para cuartel, no resultaba necesaria una fortaleza, ya que era suficiente “un cercado”.
El propósito
Pero el historiador Antonio Pérez Amuchástegui entiende que Paz no acertó sobre el propósito último y central de San Martín. Este edificó la Ciudadela, porque había resuelto que Tucumán fuera “el mínimo límite septentrional de la Revolución”. Si los realistas resolvían avanzar desde la Quebrada de Humahuaca hacia el sur (como lo hicieron dos años atrás, hasta que Belgrano los detuvo en Campo de las Carreras) era en Tucumán dónde debía darse la batalla definitiva y jugarse la suerte del movimiento libertario.
Afirma Paz que la construcción se abandonó a los pocos meses. Pero se sabe que, aun sin terminar, continuó sirviendo a los propósitos militares.
Cuartel y casa
Así lo narra Gregorio Aráoz de la Madrid. Dice que, cuando Belgrano volvió a mandar el Ejército del Norte en 1816, ordenó “que se alojasen todos los cuerpos en la principiada Ciudadela, que está como a diez cuadras al sud-sudoeste del pueblo”. Añade que “muy pronto comenzaron todos los jefes de los cuerpos a levantar tapiales con la tropa para construir sus cuarteles”.
El gobernador Bernabé Aráoz, recuerda, “nos facilitó al momento todas las maderas y paja necesarias para techarlos, por medio de las milicias que las conducían en carreta desde la campaña”. Se enorgullecía La Madrid de que el cuerpo a sus órdenes, compuesto por tucumanos, logró “el más alto cuartel y el mejor techado”. Y apunta que, simultáneamente, Belgrano “mandó trabajar una casa a inmediaciones de la Ciudadela y se estableció en ella”.
Lenta destrucción
La lenta desaparición de la Ciudadela se inició en 1819, cuando el Ejército del Norte se alejó definitivamente de Tucumán. Poco a poco las paredes de barro de la fortaleza empezaron a derruirse. Era un suburbio despoblado y a nadie le importaba el destino de sus construcciones. Cuando Juan Bautista Alberdi visitó la zona, en 1834, ya todo era una gran ruina.
“Los cuarteles derribados están rodeados de una eterna y triste soledad”, narraba, y “únicamente un viejo soldado del general Belgrano no ha podido abandonar las ilustres ruinas, y ha levantado un rancho que habita solitario con su familia en medio de los recuerdos”. Igual ocurría con la cercana casa de Belgrano, donde “si no fuera por ciertas eminencias que forman los cimientos de las paredes derribadas, no se sabría el lugar dónde existió”.
Veinte años más tarde, en 1854, el porteño Domingo Navarro Viola recorrió el lugar, deplorando que “un espeso bosque de ischibiles, tuscales y enredaderas silvestres” cubriera los sitios de la Ciudadela y la casa de Belgrano, que debían haberse preservado. La pirámide de Chacabuco era “el único monumento escapado de la destrucción a manos del tiempo y al furor bárbaro de la Guerra Civil”.
Destino del diseñador
Diremos algo sobre el destino del teniente coronel Enrique Paillardell, diseñador de la Ciudadela. Se sabe que era hombre de carácter un tanto arrebatado. A poco de iniciada la construcción de la fortaleza, dejó Tucumán y pasó a Buenos Aires.
Allí se convirtió, destacan Gutiérrez y Viñuales, en “el primer tratadista de arquitectura militar del Río de la Plata”. En efecto, ese mismo año editó, en Montevideo, un compendio para la formación de oficiales en estos temas, y lo firmó con seudónimo.
El largo título del trabajo era “Precisión sobre la defensa relativa al servicio de campaña para el uso de los señores oficiales de Infantería o extracto de la obra titulada Ideas de un Militar sobre la Defensa y Ataque de Pequeños Puestos, volumen en 4° con once láminas grabadas en colores por el ciudadano Josse ex Teniente Coronel, pensionado de la República, traducida al castellano y aumentada de un tratado práctico de fortificaciones de campaña”.
Fusilado
El texto, dedicado al general Carlos de Alvear, fue entonces “la primera iniciativa en el Río de la Plata tendiente a organizar científicamente, mediante el manejo de los tratadistas, el Cuerpo de Ingenieros Militares”.
Pero una fatal decisión de Paillardell fue comprometerse a fondo con Alvear. Le aceptó el nombramiento de comandante del Fuerte de Buenos Aires y, al asumir el cargo de Director Supremo, el general le encargó presidir el tribunal militar que condenó a muerte al capitán Marcos José Ubeda. Después, lo puso al frente de la Brigada de Ingenieros.
Cuando el ejército de Alvear se sublevó en Fontezuelas, el Director Supremo renunció y se exilió en Río de Janeiro. Sus leales sufrieron las consecuencias. Paillardell fue arrestado y condenado a muerte. En la Plaza Mayor de Buenos Aires, un pelotón de tiradores canceló la vida del arquitecto de la Ciudadela de Tucumán, el 2 de mayo de 1815, a las 10 de la mañana.