El calor obligó al coronel Alejandro Danel a separar los huesos con un cuchillo
El 19 de setiembre de 1841, en Tucumán, en el Monte Grande de Famaillá, el “Primer Ejército Libertador” de la Liga del Norte contra Rosas”, al comando del general Juan Lavalle, fue derrotado por el “Ejército Unido de Vanguardia de la Confederación Argentina”, que mandaba el general Manuel Oribe. La batalla empezó al amanecer y a las ocho de la mañana había concluido.
No tuvo más remedio Lavalle que abandonar el campo. El baqueano Alico “por sendas que sólo él conocía”, lo hizo llegar a Salta, donde se reunió con unos 400 de sus soldados derrotados. Acariciaba la idea de reforzarse con las caballadas de Orán y de San Carlos, y caer sobre los rosistas de Oribe. Pero cuando la Legión Correntina le manifestó que se separaba para regresar a su provincia a través del Chaco, el proyecto de Lavalle se desvaneció.
Al frente de los escasos hombres que le quedaban, rumbeó a Jujuy. Llegaron cuando caía la noche del 8 de octubre, a esa ciudad que estaba en poder de los federales.
Morir en Jujuy
Contra los consejos de Félix Frías, el general acampó sus hombres en los Tapiales de Castañeda, en los suburbios, y se dirigió a Jujuy para dormir en una casa. Junto a él, cabalgaban su enamorada Damasita Boedo, Frías, el edecán Pedro Lacasa, el teniente Celedonio Alvarez y unos ocho soldados.
Tras golpear “muchas puertas que no se abrieron”, arribaron por fin a la casa vacía de Zenarruza y se acostaron, rendidos, a dormir. Es conocido lo que ocurrió después. Al amanecer, un grupo de tiradores federales a caballo se detuvo al frente de la vivienda e intimó rendición al centinela. Este cerró la puerta y corrió a pedir instrucciones. Lacasa despertó al general, quien se levantó rápidamente. “Mande ensillar, que ahora nos vamos a abrir paso”, ordenó.
Lacasa y Frías se dirigieron al fondo para buscar los caballos, pero unos disparos los hicieron volver al zaguán. Hallaron a Lavalle tirado en el piso, agonizando, con la garganta destrozada por un disparo. Hasta hoy se discute si la bala atravesó la puerta; o si entró por el agujero de la llave: o si Lavalle recibió el tiro cuando abrió una hoja para enfrentar a los tiradores. No ha faltado la versión de un suicidio.
Sol implacable
Ni bien enterado de la tragedia, el coronel Juan Esteban Pedernera, como segundo jefe, decidió que la tropa seguiría hacia Bolivia. Pero ordenó llevarse el cadáver de Lavalle, para que no cayera en manos de los federales. Cubrieron el cuerpo con un poncho, taparon el rostro con un pañuelo, lo colocaron cruzado sobre un caballo, y marcharon por la quebrada de Humahuaca, rumbo a Potosí.
El calor abrasador no solamente hacía penosa la marcha, sino que iba descomponiendo el cuerpo de Lavalle. A la altura de Huacalera, ya hubo que tomar una decisión. Se encargó ejecutarla al coronel Alejandro Danel, acaso por ser hijo de un destacado cirujano. Francés de cincuenta años, era Danel un veterano de las guerras napoleónicas, llegado al Plata en 1817 con una decena de oficiales, entre ellos Federico Brandsen y Federico Rauch. Había participado desde entonces en numerosas batallas -Ituzaingó incluída- que le valieron ascensos y condecoraciones, y adoraba a Lavalle.
Operación de Danel
En su autobiografía, narraría Danel que “con los calores de la estación, principió a descomponerse el cadáver del general, a punto que se trató de enterrar su cuerpo, llevando únicamente la cabeza. Medida a la que me opuse resueltamente, proponiendo entonces al coronel Pedernera que yo en persona descarnaría dicho cadáver, antes que abandonar esos restos preciosos a la cruel profanación de los tiranos”.
Así, “en la primera parada por la falda del Volcán, me acerqué al rancho de una familia Salas, hacia la derecha del camino, pedí salmuera y un cuero, en el que, con los ojos llenos de lágrimas, extendí el cadáver de mi amado general, ya en completa corrupción; y como Dios me ayudó, es decir del mejor modo que pude, hice aquella piadosa autopsia, sin otro instrumento de cirugía que mi humilde cuchillo; recordando, sí, que era hijo de un médico notable, y que debí serlo yo mismo, a haber nacido con menos fuego en el alma y más egoísmo en el corazón…”
En Potosí
En su libro de memorias, Lacasa dejaría también su relato de testigo. “A las 24 leguas de Jujuy -dice- en un lugar llamado Guancalera (sic: Huacalera) fue necesario hacer la autopsia del cadáver, por su estado de putrefacción. El coronel D. Federico (sic: Alejandro) Danel, antiguo compañero y amigo del general, se encargó de esta dolorosa pero precisa operación; y, extraída la carne y sepultada en la capilla de Humahuaca, los huesos del mártir, como reliquias sagradas, se entregaron al teniente coronel D. Laureano Mancilla para que, con una guardia de 10 hombres, se encargara de la conducción, marchando siempre a vanguardia de aquella porción escogida de denodados argentinos”.
Y “siete días después, habíamos pisado el suelo hermano de la República de Bolivia, y aquella población hospitalaria abría su brazo para recibir un puñado de proscriptos que, vencidos pero no domados, buscaban una tumba para su bravo general”…
Visión de Sábato
En su novela “Sobre héroes y tumbas”, Ernesto Sábato imaginará esos momentos. “Pedernera ordena hacer alto y habla con sus camaradas: el cuerpo se hincha, el olor es insoportable. Habrá que descarnarlo para conservar los huesos y la cabeza. Nunca la tendrá Oribe. Pero ¿quién quiere hacerlo? Y sobre todo ¿quién podrá hacerlo? El coronel Alejandro Danel lo hará”.
“Entonces descienden el cuerpo, lo depositan a orillas del arroyo; es necesario rajarle la ropa a cuchillo, tensa por la hinchazón. Luego Danel se arrodilla a su lado y desenvaina el cuchillo de monte. Durante unos instantes contempla el cadáver deforme de su jefe. También lo contemplan los hombres que forman un círculo taciturno. Y entonces Danel hinca el cuchillo en donde la podredumbre ya ha empezado su tarea. El arroyo Huacalera arrastra los pedazos de carne, aguas abajo, mientras los huesos van siendo amontonados sobre el poncho”.
Esos huesos “ya han sido envueltos en el poncho que alguna vez fue celeste pero que hoy, como el espíritu de sus hombres, es poco más que un trapo sucio; un trapo que no se sabe bien qué representa… El corazón ya ha sido puesto en un tachito con aguardiente. Y los hombres aquellos han guardado, en alguno de los harapientos bolsillos, un pequeño recuerdo de aquel cuerpo: un huesito, un mechón de pelo”…
La inhumación
El 22 de octubre, a las nueve de la noche, narra Lacasa, llegó a Potosí el grupo que llevaba los restos. Los diez soldados, con Mancilla y algunos oficiales, se alojaron en un “tambo”, como se llamaba allí a las posadas con corrales. A poco de arribar, los llamó el Prefecto de Potosí, Manuel Terán, a la Casa de Gobierno. Tras saludarlos, les aseguró que daría las órdenes para que al día siguiente los restos de Lavalle fueran inhumados dignamente en la Catedral.
Así se hizo. En el testimonio de Lacasa, fue “la ceremonia patética que el lector pueda imaginarse. Eran las once de la mañana cuando el Prefecto de Potosí, acompañado de todas las corporaciones civiles y militares, así como de un batallón de línea vestido de rigurosa parada, llegaba a las puertas de la posada, y los ilustres proscriptos, cubiertos con los harapos que habían salvado del incendio, con el semblante mustio y el corazón hecho pedazos, salían para colocarse a la cabeza del acompañamiento, llevando consigo la urna que contenía los restos ilustres.”
Al año siguiente, 1842, la urna sería llevada a Valparaíso, y en 1861 se la trajo a Buenos Aires. Hoy está en el mausoleo de la Recoleta, escoltada por la estatua de bronce de un granadero.
Destino de Danel
En cuanto a Danel, seguiría luchando contra Rosas. Pasó a Montevideo, cumplió una misión que le encargó el general José María Paz en Entre Ríos y se incorporó con grado de coronel a las fuerzas de Fructuoso Rivera. Peleó en la batalla de Arroyo Grande y en el sitio de Montevideo. Estuvo luego en la batalla de Caseros y en la defensa de Buenos Aires contra las tropas de Hilario Lagos. Integró la comisión que recibió los restos de Lavalle en 1861 y, al año siguiente, Napoleón III le envió una condecoración: la medalla de Santa Helena.
Los años parecían no hacerle mella. Con funciones de coronel edecán, seguía en el servicio activo en 1865, año en que falleció, el 22 de junio. Había cumplido, escribió, “8 grandes campañas en Europa, donde fui herido; 24 combates en América, 5 sitios y una prisión”.