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HÉROES DE LA EPIDEMIA. Medalla de oro otorgada a los voluntarios italianos que asistieron a las víctimas.

Un par de testimonios de esos días terribles


Entre diciembre de 1886 y febrero de 1887, se desarrolló en Tucumán la terrible epidemia de cólera, que sepultó entre 5 y 6.000 víctimas, según se estimó. En “El viejo Tucumán en la memoria” (número IV, 1999) se publicó un testimonio de don Juan Aristóbulo Romano, recopilado por sus familiares. Romano era, por entonces alto funcionario del Ferrocarril Central Norte.

Narraba que, en aquellos días de la epidemia, se acercó a su oficina un criollo catamarqueño de apellido Bracamonte, quien trabajaba con su tropa de carros, trayendo y retirando cargas de la estación. Bracamonte le dijo “¿Qué hace?”, a lo que Romano contestó, aludiendo al cólera: “Aquí estoy esperando que me llegue la hora”. Luego conversaron amistosamente, tomaron una copa en la cantina y se despidieron. “No afloje, ánimo”, dijo el catamarqueño al partir. A las dos horas, llegó la noticia de que el cólera había atacado violentamente a Bracamonte, quien se derrumbó muerto en la calle.

Por los mismos días, don León Sarrabayrouse, dueño del hotel de 24 de Setiembre y Marco Avellaneda, invitó a Romano a comer en su establecimiento. En la caminata, encontraron un carro que había volcado tras atascarse en los rieles del tranvía a caballo, con lo que su carga quedaba al descubierto. Pudieron ver entonces, aterrados, que llevaba una cantidad de coléricos muertos, para sepultarlos en la fosa común. El espectáculo les resultó impresionante.

Cuando se sentaron a comer en una de las galerías del hotel, divisaron en una mesa cercana a un técnico polaco, especialista en chimeneas de ingenios. De pronto, empezó a vomitar, atacado súbitamente por la enfermedad. “Como era de práctica en esos casos, se llamó a la Cruz Roja, que se lo llevó, y tampoco se lo volvió a ver más”, evocaba Romano.