Tras diez meses y once días en nuestra ciudad, el cuerpo cerró sus sesiones en febrero de 1817.

UNA CASA DE LA ÉPOCA. Ángulo del patio de la vivienda del gobernador Bernabé Aráoz, que fue demolida en 1966

Que San Miguel de Tucumán fuera sede del Congreso de las Provincias Unidas, estaba dispuesto desde 1815 en el Estatuto Provisional, cuerpo de normas que organizaba en ese momento el país, a falta de una Constitución.

Al enumerar las facultades del Director Supremo, el artículo 30 del Estatuto mandaba textualmente que aquel, “luego que se posesione del mando, invitará con particular esmero y eficacia a todas las ciudades y villas de las provincias interiores para el pronto nombramiento de los diputados que hayan de formar la Constitución; los que deberán reunirse en la ciudad de Tucumán, para que acuerden allí el lugar en que hayan de continuar sus sesiones, dejando al arbitrio de los Pueblos el señalamiento de viático y sueldo a sus respectivos representantes”.

Sede cómoda

Así, la cláusula determinó claramente que el Congreso tuviera, en nuestra ciudad, solamente un asiento provisorio, hasta que los diputados establecieran la sede definitiva de sus sesiones. Pero los congresales (congregados aquí, como sabemos, desde marzo de 1816 hasta febrero de 1817) dejaron sin tratar ese tema durante bastante tiempo.

Podría conjeturarse que se encontraron cómodos en una ciudad donde se reverenciaba al Congreso, donde los diputados eran respetados y tratados con gran miramiento. Les parecieron gratos el benigno clima y el paisaje, con un entorno sin amenazas de las revueltas militares o civiles que perturbaban otras provincias.

Agreguemos que las vinculaciones personales juegan igualmente un rol de importancia. Varios tenían relaciones anteriores, por haber compartido funciones públicas o por haber sido condiscípulos en el Colegio de San Carlos, o en las aulas universitarias de Córdoba o de Chuquisaca. Así, el Congreso también deparaba entonces, en lo personal y para muchos, una temporada de contacto con amigos y lejos de las turbulencias.

Moción de traslado

Pero en realidad, desde que el cuerpo se instaló, existía, en la numerosa diputación porteña, el criterio de que, tras la apertura en Tucumán, el Congreso debía mudar su sede a Buenos Aires. Así, ya el 11 de febrero de 1816 (o sea un mes antes de que se constituyera el cuerpo), el diputado José Darregueyra, desde Tucumán, en carta al general Tomás Guido le decía que “siempre tendremos que llevar el Congreso a esa gran capital. Puede prevalecer esta opinión, y desearía que antes me manifestase la suya”. Es un tema que aparecería a cada rato, y cada vez con mayor insistencia, en las cartas entre ambos patriotas.

Luego de haberse cumplido dos meses de la declaración de la Independencia, en la sesión secreta del 28 de agosto, cuando se trataron las alternativas de la misión de Manuel José García en Río de Janeiro, el diputado Juan Agustín Maza hizo moción concreta de la mudanza a Buenos Aires. Dijo que allí “con menos obstáculo podían expedirse los representantes sobre este y otros asuntos que exigen brevedad en la resolución”. Era algo “incompatible con la distancia a que en la actualidad se hallan de aquel punto”. Según el acta, la moción de Maza fue “apoyada suficientemente”.

Sesión pública

Recién un mes más tarde tal criterio tendría difusión, en la sesión pública del 23 de setiembre. Según la crónica de “El Redactor”, cuando se trataron unos alarmantes informes relativos a la amenaza del ejército realista de atacar Salta, el presidente Pedro Carrasco manifestó al Congreso la necesidad de “poner en seguridad su existencia”, tras lo cual indicó “como necesaria al efecto la traslación del Congreso”. Expuso que había que “verificarla con orden y sin exponerlo a su disolución, en caso que se retardase, hasta tener noticias de la continuación del enemigo en sus marchas”.

Los diputados agregaron razones sobre el acierto de tal medida. Entre ellas, “la importancia de que el cuerpo representativo resida al lado del Poder Ejecutivo”; la “necesidad, más que nunca urgente, de sostener al Supremo Director, a que contribuiría en mucha parte la presencia del Congreso”; y “la imposibilidad de conducir con acierto, a tanta distancia de la capital, las negociaciones con potencias extranjeras”.

A Buenos Aires

Entonces, se votó la moción: “Si debe o no trasladarse el Soberano Congreso, prescindiendo por ahora del dónde, cómo y cuándo””. Quedó resuelta de modo afirmativo con 28 votos.

En la sesión publica de dos días más tarde (25 de setiembre), luego de un debate (en el que Mariano Boedo, José Andrés Pacheco de Melo, Eduardo Pérez Bulnes y Gerónimo Salguero se manifestaron en contra), se resolvió que el “dónde” favorecía a Buenos Aires, por 28 votos.

Analizando los sucesos y usando la correspondencia de los actores, más que las crónicas de “El Redactor” y el texto de las actas secretas, los historiadores –por ejemplo, Leoncio Gianello- suelen sistematizar las opiniones sobre el traslado en tres grupos.

El primero, estaba compuesto por los diputados porteños, que sostenían como indispensable la mudanza a la Capital. Los apoyaba el Director Supremo Pueyrredón, quien cambió así la opinión -expresada en diciembre de 1816- de que el Directorio siguiera en Buenos Aires y que el Congreso sesionara en Córdoba.

Algo indiscutible

El segundo grupo, respondía a las ideas del gobernador de Cuyo y jefe del Ejército de los Andes, José de San Martín. Este pensó un tiempo que el Congreso debía pasar a Buenos Aires y el Director Supremo a Córdoba. Pero luego concluyó que Córdoba era más conveniente para sede congresal. Tenía el apoyo de los representantes cuyanos. Y un tercer grupo proponía que el Congreso siguiera sesionando en San Miguel de Tucumán. Era el criterio que sustentaban Manuel Belgrano y Martín Güemes, los diputados cordobeses, los diputados salteños y algunos de los altoperuanos.

La traslación del Congreso a Buenos Aires -dejando de lado las desconfianzas y los fervores provincianos- era algo difícil de discutir. Esa capital era el asiento del Directorio y no parecía razonable que el Congreso funcionara a 1.200 kilómetros de distancia. Era un tramo para unir el cual un chasqui al galope, aún destrozando caballos y cambiándolos en las postas, no podía cubrir en menos de quince o veinte días. Es decir que el traslado aparecía forzado por la realidad, y hubo que llevarlo a cabo.

La partida

La última sesión pública en Tucumán se desarrolló el 17 de enero de 1817. Esa noche, en sesión secreta, se leyó un oficio del Director Supremo Pueyrredón que reiteraba –dice el acta- “la necesidad de la traslación del Congreso, para ocurrir a las prontas medidas que sucesivamente harán necesarias una concurrencia de dificilísimas circunstancias”. Hubo una última sesión secreta, el 4 de febrero, y de inmediato se inició la marcha a Buenos Aires. Allí, como se sabe, las sesiones preliminares empezaron el 19 de abril, y la solemne apertura se efectuó el 12 de mayo. Detrás, quedaban los 10 meses y 11 días de permanencia del Soberano Congreso en San Miguel de Tucumán. Ese tramo dejó, en los habitantes de la ciudad, un recuerdo que perduraría por muy largo tiempo.

Un testimonio es adecuado para terminar estas líneas. Más de medio siglo más tarde, en 1871, Paul Groussac llegó a Tucumán para una residencia que se prolongaría por más de una década.

Grata memoria

Lleno de interés por el pasado de su nueva residencia, quiso conversar con “muchos ancianos que fueron testigos de los días grandes” y que, narra, “evocaban delante de mí, con senil abundancia, aquellos altos recuerdos de su adolescencia, los últimos que se esfuman en la memoria crepuscular”.

Y cuando Groussac los interrogaba, no eran proclives a mentar los tiempos turbulentos de las guerras civiles, de aquellas “estériles batallas” contra Quiroga o contra Oribe, aunque se trataba de acontecimientos que estaban mucho más próximos en el tiempo.

Preferían, dice el autor, “evocar las escenas de cívico entusiasmo y puro regocijo del año 16”, cuando la ciudad “hospedó al memorable Congreso que, con todos sus tropiezos y quimeras, tuvo la gloria única de sobreponerse a las aciagas circunstancias y funestos pronósticos, haciendo oír al mundo los primeros vagidos de la nacionalidad”.