Aunque Pío Tristán era peruano, luchó junto a los realistas hasta el último momento. Después, al triunfar los patriotas, se acomodó al nuevo orden. Murió anciano y rico.
El general Pío Tristán mandaba las fuerzas realistas que fueron batidas el 24 de setiembre de 1812 en el Campo de las Carreras de Tucumán. Se conserva en Arequipa un retrato al óleo del personaje en sus años maduros, con el escudo de armas de los Tristán y de los Moscoso en una esquina. No es un rostro agradable. Resalta la dureza de la fría mirada y la boca se cierra en un rictus despectivo.
Juan Pío de Tristán y Moscoso era americano del Perú. Había nacido en Arequipa en 1773, en cuna de oro. Sus padres, José Joaquín de Tristán y Muzquía y María Mercedes Moscoso, eran gente distinguida y acaudalada. Se sintió atraído por la carrera militar desde joven y, enrolado en el regimiento de Soria, participó junto a su padre en las luchas contra los alzamientos de Tupac Amaru y Tupac Catarí. Las obras de referencia del peruano Mendiburu y del argentino Cutolo suministran referencias sobre su vida.
Los años europeos
Tenía grado de subteniente cuando lo mandaron a dar una vuelta por España. Los padres querían que tuviese horizontes más amplios. Se dice que conoció entonces a Manuel Belgrano, establecido en la península desde 1786 a 1794 para cursar sus estudios jurídicos y económicos. Pero su trato más frecuente fue con el hermano mayor, Mariano de Tristán y Moscoso. En largas conversaciones, este creyó que lo convencía de dejar la milicia: instó a Pío a estudiar una carrera que le permitiese radicarse en Europa.
Tristán pasó entonces a Francia -cuyo idioma llegó a manejar perfectamente- y se matriculó en el Colegio Benedictino de Sores. Pero el país, entonces lleno de fervor revolucionario, no miraba con buenos ojos a los españoles. Fuera por esa hostilidad, o porque la vida de estudiante no encajaba mucho con su carácter, el hecho es que Tristán decidió volver a la milicia. Pasó de nuevo a España, donde se sumó al ejército real para luchar contra los franceses en el Rosellón.
Grado de general
Un día consideró cerrada la experiencia europea y se embarcó de vuelta a América. Primero recaló en Buenos Aires, donde permaneció un par de años como ayudante del virrey Pedro Melo de Portugal. Y en 1809 regresó al Perú, justo cuando se empezaban a encender en América las revueltas libertarias que ya no habrían de apagarse.
Al año siguiente, la fuerza realista represora de la insurrección patriota se puso a las órdenes del general José Manuel de Goyeneche. Era primo de Tristán, y este se incorporó a su Estado Mayor. Estuvo en la batalla de Huaqui. Allí Goyeneche aplastó la primera expedición al Alto Perú enviada desde Buenos Aires, que se había iniciado exitosamente con el triunfo de Suipacha, meses atrás.
Su excelente desempeño en Huaqui no solo determinó el ascenso de Tristán a general. También hizo que Goyeneche le confiara el mando de su formidable vanguardia, de 3.000 soldados de línea y diez cañones. Con esa fuerza se dispuso a ingresar al interior del hoy territorio argentino.
Un confiado avance
El historiador Bernardo Frías apunta que acaso Tristán pensaba conseguir un título de conde o de marqués -como lo había logrado Goyeneche en Huaqui- al término de esa campaña: se “le había subido el generalato a la cabeza”.
Así fue que inició la expedición que sería el mayor desacierto de su vida. Advierte Mitre que Tristán no era “un hombre vulgar”, pero sí “tan joven como presuntuoso y, más valiente que capaz de dirigir una campaña, confiaba demasiado en el poder de sus armas, no vencidas hasta entonces, a la vez que miraba con harto desdén a los enemigos que iba a combatir”. Pero subraya Frías que era un jefe civilizado, a quien nunca se le imputaron los excesos y crueldades que en cambio caracterizaban al primo Goyeneche.
Tristán atravesó cómodamente Jujuy, desierto porque la población en masa había seguido al Ejército del Norte en retirada, ya bajo el comando del general Manuel Belgrano. Con la misma comodidad entró luego en Salta y siguió rumbo a Tucumán.
Derrota en Tucumán
No sospechaba que ese ejército desmoralizado pudiera ofrecerle batalla alguna. Por eso no le importó el contraste de Las Piedras, donde los criollos le mataron algunos hombres y le tomaron prisioneros. Cuando se dispuso a ingresar por el oeste a la ciudad de Tucumán, el 24 de setiembre de 1812, pensaba que todo sería un simple paseo militar.
Por eso, en el puente del Manantial, dio una onza de oro al aguatero “Panta” Roldán para que le llevara una pipa de buena agua a una casa de la ciudad, donde pensaba darse un baño al mediodía. Luego avanzó, con los cañones desmontados sobre mulas y sin apuro.
Tuvo la terrible sorpresa de encontrarse, de pronto, con un ejército desplegado en línea de batalla, al que reforzaban las milicias gauchas de Tucumán, de Salta y de Jujuy. No es este el lugar para describir la acción del Campo de las Carreras, donde los patriotas diezmaron su ejército y le tomaron más de 600 prisioneros, además del parque de municiones, equipajes y banderas.
Capitulación en Salta
Sabemos que debió retirarse descalabrado rumbo a Salta. Pero su presuntuosidad seguía intacta. Pensaba que el contraste de Tucumán era fruto de la sorpresa, y no creía que pudieran ir a atacarlo los patriotas. No tomó entonces las medidas adecuadas de defensa, y eso le valió ser completamente batido el 20 de febrero de 1813. Tuvo que rendirse, con todos sus hombres. Cuando estos, en fila y humillados, iban despojándose de las armas, dice Frías que Belgrano tuvo un noble gesto. Abrazó a Tristán, “en el momento en que comenzaba el ademán de entregarle la espada, para impedírselo y para evitarle este dolor y grande vergüenza”.
Narra el coronel Lorenzo Lugones que, entre los papeles de Tristán, se halló una carta suya a Goyeneche, donde le pedía que hiciera cambiar la vaina de un sable. Circuló entonces una copla satírica: “Ahí te mando, primo, el sable;/ no va como yo quisiera;/ del Tucumán es la vaina,/ y de Salta la contera”. También se decía que “por un Tris perdió a Salta y por un Tán a Tucumán”.
Virrey demasiado tarde
Las derrotas de Tucumán y Salta disgustaron profundamente al virrey del Perú, Fernando de Abascal. A tal punto que Goyeneche no tuvo otro camino que sugerir a su primo que dejara el ejército. Así lo hizo Tristán. Retornó a su casa de Arequipa y a la vida privada.
Pero pronto debió volver a pelear. Cuando el ejército revolucionario del Cuzco atacó Arequipa, Tristán luchó valerosamente en la defensa de la ciudad. Pero, a fines de 1814, el cacique Mateo García Pumacahua venció a los realistas en la batalla de Apicheta, donde Tristán cayó prisionero. Después, fue intendente de Arequipa y, en 1816, presidente de la Real Audiencia de Cuzco.
Ya olvidadas aquellas derrotas en el norte de las Provincias Unidas, en 1823 el virrey José de la Serna ascendió a Tristán a mariscal de campo. Y cuando De la Serna cayó prisionero en 1824, en la batalla de Ayacucho, Tristán fue designado virrey del Perú en su reemplazo.
Pero el magno cargo, tan ambicionado, llegaba demasiado tarde. Con la batalla de Ayacucho, el triunfo de la revolución americana quedaba consumado en toda la línea. Tristán disfrutó la condición de último virrey por muy pocos días, y entregó el gobierno a los patriotas.
Con los nuevos tiempos
Pero era un hombre realista. Cuando vio que el nuevo orden era irreversible, no tuvo problemas para ponerse al servicio de los hombres contra los cuales había combatido encarnizadamente. Lo designaron prefecto de Arequipa y, en 1836, nada menos que ministro de Estado de la flamante República del Perú. La muerte le llegó en Lima, a los 87 años, rico y respetado.
Su hermano Mariano tenía una hija natural, Flora Tristán (1803-1844), la empeñosa feminista y animadora de movimientos obreros, sobre la que tanto se ha escrito, abuela del célebre pintor Paul Gauguin. Al parecer Flora, tras abandonar a su marido, viajó al Perú para que el tío Pío la ayudase: quería ser legitimada y heredar a Mariano. El derrotado de Tucumán y Salta se negó terminantemente. Mario Vargas Llosa novela toda esta peripecia en “El Paraíso en la otra esquina”. Describe a Pío Tristán a los 74 años como “un elegante, pequeño, fluido, canoso y endeble caballero de ojos azules”, que llevaba muy bien su edad y que era “el rico más rico de Arequipa”, con 300.000 francos de renta. Cuando Flora expuso sus pretensiones, “don Pío se transformó en un ser glacial, jurídico, portavoz inflexible de la norma legal: las leyes, sagradas, debían prevalecer sobre los sentimientos; si no, no habría civilización”, contestó implacable a la sobrina.