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CON UNOS AMIGOS. Rodeado por amistades tucumanas, Paganelli posa a la derecha, con un gorro en la cabeza.

Don Ángel Paganelli se radicó en Tucumán en 1865. Las imágenes que obtuvo constituyen un registro único e invalorable de la ciudad que rápidamente sería devastada por la piqueta


Ha sido reproducida hasta el infinito la imagen del frente de la Casa de la Independencia en 1869, vetusto y descascarado, antes de su demolición. Como es sabido, esa fotografía y dos que registraban el interior -tomas todas de Ángel Paganelli– resultaron fundamentales, varias décadas más tarde, cuando el arquitecto Mario J. Buschiazzo acometió (1942) la reconstrucción del inmueble en torno al Salón de la Jura, única parte que había quedado en pie.

Buschiazzo relata que hizo ampliar a gran tamaño aquella foto del portal y, calculando que la cámara “estaría más o menos a 1,40 m. del suelo, y buscando los puntos de fuga de la perspectiva, por un procedimiento de inversión se pudo reconstruir exactamente el plano de la fachada”.

Precioso auxiliar
Es decir que la foto de Paganelli constituyó un auxiliar precioso para el memorable trabajo de Buschiazzo. Eso sólo ya sería suficiente para inscribir el nombre del fotógrafo en nuestra historia cultural.

Pero hay que agregar que debemos a su cámara el único registro de ángulos importantes de la ciudad de Tucumán, tal como era a mediados del siglo XIX. Y como todos esos edificios fueron arrasado por las demoliciones, el valor histórico de sus tomas vendría a multiplicarse.

Se las conoce por copias y reproducciones. Lástima que se haya perdido el rastro de los negativos, constituidos por placas de vidrio. Hasta mediados de los años 1960, solían exhibirse en la vidriera de la casa de fotos “Mastracchio”, que un día cerró. Su dueño se negó siempre a venderlos al Estado y no aceptó tampoco usarlos para hacer nuevas copias.

En un artículo de José R. Fierro, en LA GACETA, hay varios datos biográficos de don Ángel Paganelli. Era italiano de Sassetta, Spezia, donde había nacido hacia 1832, hijo de Juan Bautista Paganelli y Paula Bartonelli. Sin duda en busca de mejor fortuna, se embarcó hacia el Plata en 1860, con su hermano José. Pisaron tierra argentina el 12 de agosto de ese año.

El hogar tucumano
Se radicaron en Córdoba y abrieron juntos una casa de fotografía. Luego pasaron a Tucumán, donde instalaron otra, que giraba bajo la razón social “Paganelli y Compañía”. Posteriormente, en 1869 y “por razones de salud”, José regresó a Córdoba y Ángel quedó a cargo de la empresa.

Según Fierro, se ganó la clientela femenina invitando a las niñas a visitar el taller: las retrataba y les obsequiaba el retrato. Ellas acudían encantadas, ya que el retratista “era un gallardo joven, muy culto y elegante”. Las madres empezaron a desconfiar, pero Paganelli se las ganó con el recurso de sacar fotos a domicilio y retratar a las señoras “vestidas de reinas”. El aire de “reina” se lograba con las coronas que tenía el pabellón de las camas de bronce, a falta de otro recurso.

Afirmó su vinculación con Tucumán al casarse, en 1869, con doña Solana Rojas. Ella lo dejó viudo prematuramente en 1883, con cuatro hijos (otros dos habían fallecido en la niñez), y don Ángel se casó nuevamente, con Carmen Martínez, con quien tuvo otro hijo. Tiene descendientes hasta hoy. Fue uno de los fundadores de la Sociedad Italiana de Tucumán, y la Sociedad Extranjera de Socorros Mutuos lo contó también como entusiasta dirigente. Se convirtió pronto en un tucumano más, querido por todos.

Pestañear sin moverse
Fierro narra el desarrollo de una sesión de retratos en el estudio de Paganelli. El cliente era llevado a una sala alfombrada, decorada con una cortina, una balaustrada de madera y una pila de libros. Si se trataba de una sola persona, la retrataba “de pie, apoyada en la balaustrada: con la pila de libros al lado si era hombre, o una maceta con planta si era mujer”.

Para los grupos de dos o más personas, “había una silla, pues una debía estar sentada y los acompañantes a los costados; y si estos eran niños, les aconsejaba que mejor resultaban sentados en el suelo”. Además, “calzaba con ganchos a las personas a fin de evitar el movimiento y, al abrir el objetivo, repetía las sacramentales palabras: ‘puede pestañear, pero no moverse’. Y con reloj en mano medía los segundos”.

Años atrás publicamos una detallada investigación sobre los pocos fotógrafos que fueron apareciendo, al comienzo, para hacer competencia a Paganelli. Este les llevaba la ventaja de que, a quienes venían a retratarse, les obsequiaba “una de las vistas de la hermosa plaza de Tucumán”.

“Vistas” de la ciudad

Parece que a nadie se le había ocurrido, hasta entonces, que eso tuviera interés. A las “vistas” se las consideraba reservadas para registrar algo que “valiera la pena”, como los monumentos de Europa y Oriente. No resultaba atractivo el ámbito propio. Todos lo conocían de memoria y no les atraía verlo reproducido.

Además, captar exteriores era un problema para el fotógrafo. Debía dejar el estudio y revelar inmediatamente, sobre el terreno, las “placas húmedas”, antes de que se secara la mixtura aplicada sobre el vidrio.

Paganelli se tomó el trabajo y logró ese material que hoy resulta clave para recuperar la imagen del más que desaparecido Tucumán de las décadas de 1860 y 1870. Sus imágenes -incluidas las de la Casa Histórica- se usaron para ilustrar (no impresas sino originales pegados sobre hojas blancas) el primer libro descriptivo local, “Provincia de Tucumán”, de Arsenio Granillo, editado en 1872.

Años después, esas y otras aparecerían en publicaciones como el “Álbum del Centenario” de 1916.

Llega la competencia
Apunta Fierro que la llegada del ferrocarril incrementó aquel trabajo de documentación urbana de Paganelli. Los visitantes constituían una excelente clientela para las “vistas” de la ciudad y de algunos ingenios azucareros, que también fotografió. Inclusive, confeccionó unas muy efectistas “panorámicas” de la plaza Independencia, pegando cuidadosamente tres tomas. Los años fueron pasando y arribó con ellos una competencia más fuerte. Apareció Aniceto Valdez, el primero que, narra Fierro, hacía trabajos retocados. Esta mejoría le conquistó gran clientela femenina, en detrimento de Paganelli.

Y después ingresaron nuevos artistas de la cámara, como Eduardo Lecoq y Fernando Streich, para citar los más conocidos. Paganelli armó su último estudio en la casa de ocho habitaciones que había comprado a Rafaela Méndez de Molina, en Crisóstomo Álvarez 865. Tenía un patio lleno de plantas y un amplio fondo con árboles frutales.

Finalmente, resolvió clausurar la fotografía. Ya tenía demasiados años. Problemas económicos lo forzaron a hacerse empleado público, en la Contaduría General de la Provincia.

Un archivo devastado
Es imaginable el valor de su archivo de placas. Con motivo del Centenario, “comenzó la plaga de los buscadores de documentos para el conocido cuento de un libro en preparación; y todos, uno tras otro, corrieron a escarbar y aprovecharse de los archivos del señor Paganelli; y él ponía a disposición de los buscadores cuanto tenía, eternamente sonriente y pródigo. Muy poco le habrán dejado ya”, escribía Fierro en 1927.

En esa época, era un espléndido viejo alto, erguido, de gran barba blanca y ojos bondadosos, que caminaba por las calles de Tucumán recibiendo saludos de todo el mundo. Había llegado a la ciudad en diligencia, había conocido a hombres de la época de Rosas, y llegó a tratar a los que viajaban en aviones. El 17 de julio de 1928, a la una y cuarto de la madrugada, llegó la muerte al gran fotógrafo del viejo Tucumán.