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GUIDO TORRES. Aparece a la izquierda, junto a otro “grande” de la escena tucumana, Carlos Olivera

Una calle y un teatro debieran recordarlo.


Un poco de nostalgia. La puesta en escena de “Turandot”, de Puccini, me ha traído instantáneamente a la memoria el recuerdo de Guido Torres. La gran ambición que alentaba, como director del Teatro San Martín en la década del 70 y principios de la siguiente, era montar ese espectáculo en Tucumán. Razones económicas –como siempre ocurre en la cultura- se lo impidieron.

Merece honor la memoria de Guido Torres. Nació en 1932 y murió en la Navidad de 2004. Violinista, integrante de la Orquesta Sinfónica durante más de tres décadas, fue un par de veces convocado a la función pública, para hacer –durante largos y vibrantes años- lo que era su más íntima vocación: la producción de espectáculos. Y de esos espectáculos, el que lo apasionaba febrilmente era la ópera. Aseguraba que constituía lo más completo y fascinante que podía ocurrir en un escenario.

Y fue gracias a tan memorable director del San Martín, que los tucumanos pudieron ver decenas de óperas. En la mayoría de ellas, la escenografía estaba a cargo de Torres. El escenario era su vida. Lo había atrapado desde los años 40, con “Teatroarte” de Jorge Saad. Estuvo entre los organizadores del primer Setiembre Musical y se calcula que participó en más de 200 producciones de ópera, teatro y ballet. Jamás cuidó su salud. Flaquísimo, se alimentaba pésimamente, con pizzas ingeridas a la madrugada, después de los ensayos, de los estrenos o de las funciones. Apenas dormía. Fumaba todo el tiempo y consumía incontables aspirinas que masticaba como si fuesen caramelos.

En nuestra nomenclatura de calles, tan abundante en designaciones gratuitas, falta el nombre de Guido Torres. Tampoco lo lleva una sala de teatro. Urge remediar esas omisiones mayúsculas.