Fue uno de los gobernadores más progresistas en la historia de Tucumán. Trajo el agua corriente, fundó el Banco oficial, multiplicó escuelas, inició el dique El Cadillal. Nunca tuvo dinero, y ni siquiera casa propia.
En setiembre de 1841, escapaban de Tucumán, en estampida, todos los que habían tenido algo que ver con la Liga del Norte contra Rosas. En la batalla de Famaillá, el 19, la coalición había sido aplastada por las fuerzas rosistas de Manuel Oribe. El vencedor, tras degollar a varios oficiales, lanzaba tonantes órdenes de captura contra los “salvajes unitarios”.
Por eso don Nabor Córdoba, a pesar de que su esposa Esther Luna estaba en el último mes de embarazo, partió con ella al galope rumbo a Chile. En el villorrio salteño de Chicoana tuvieron que detenerse para que naciera el niño, el 28 de noviembre. Lo bautizaron con el nombre de Lucas Alejandro y siguieron viaje.
El chico creció en Copiapó y se educó en la escuela de esa ciudad. Luego, cuando los Córdoba pudieron volver al país, lo mandaron al Colegio de San Ignacio, en Buenos Aires. Después iría al Colegio de Concepción del Uruguay, donde hizo íntima amistad con Julio Argentino Roca. Y finalmente pasó a Córdoba, para estudiar Derecho en la Universidad.
Años de milicia
Un día se cansó de los libros y decidió que su vocación era la milicia, que ofrecía todas las posibilidades de aventura. Se alistó en el Ejército Nacional, en el batallón 6 de Infantería de línea, que mandaba José Miguel Arredondo. De allí en adelante y por unos años, conocería la vida del soldado de campaña.
Entre 1862 y 1867, sus días transcurren en una continua cabalgata por los áridos campos de La Rioja y de la frontera de San Luis, lidiando a sablazos con la montonera. Pelea en el sitio de Gregorio Puebla y Carlos Ángel, en los combates de Lomas Blancas, de Pango, de Pocito y en la famosa Pozo de Vargas, a las órdenes de jefes como Julio Campos y Antonino Taboada.
Retorna a Tucumán como instructor de las milicias locales, pero vuelve a entrar en campaña ante la invasión que emprende Felipe Varela. En esos años, ha ido ganando en buena ley sus ascensos hasta sargento mayor. Y ha podido conocer, como describe Juan B. Terán, “la miseria de las tierras esterilizadas por la sangre y las correrías, las salinas polvorientas y las selvas vigiladas por las fieras”.
El andariego
Se ofreció para la Guerra del Paraguay y el Gobierno no le respondió. Como buen mitrista, acompañó la chirinada de su tío Octavio Luna, que derrocó en 1867 al gobernador Wenceslao Posse y lo sustituyó en el sillón. Luna lo nombró jefe de Policía. En esa época, furiosas cartas de don “Pepe” Posse a Sarmiento lo describían a Lucas como un “pilluelo”, que presumía de “matón y duelista con gente mansa”.
El “pilluelo” está contento de haber vuelto a su provincia. Participa en las ruedas de ese torrencial conversador que es su padre. Y por un tiempo, en 1872, es profesor ayudante de Historia y Geografía en el Colegio Nacional.
Ha sido bien educado y tiene buena pluma: en “Provincia de Tucumán”, el libro de Arsenio Granillo de ese año, se inserta un artículo con su firma. Habla de las bellezas de Tafí y narra el impresionante espectáculo de una tormenta vista desde la cumbre.
Pero es un andariego y no se queda mucho en Tucumán. En 1874 ya está en Buenos Aires y se complica en la revolución mitrista. Y cuatro años más tarde, se enrola en una auténtica aventura: la Campaña del Desierto, organizada por su amigo Roca, flamante ministro de la presidencia Avellaneda.
La Campaña del Desierto
El 21 de abril de 1879 llega con Roca y su Estado Mayor a Carhué y siguen hasta el Río Negro. En junio, Roca lo envía con una tropa para seguir las posiciones de la Cuarta División, que manda Napoleón Uriburu, faldeando los Andes. Así, Lucas Córdoba cabalga durante cuatro meses de campaña: remonta el Neuquén desde la confluencia con el Limay, hasta Chos Malal, repasa el Colorado y sale en San Rafael, recorriendo la parte oriental del Payén y del Nevado, informa el historiador Jacinto Yaben.
Días de campaña, de marchas fatigosas, de mortificaciones por el clima. Pero en los fogones del campamento, retumban las carcajadas que sabe arrancar con sus historias llenas de gracia criolla: son los “cuentos de don Lucas”, que entre 1895 y 1913 recogerán incansablemente las secciones de anécdotas de los diarios. Además, hace de corresponsal de “La Nación”.
En 1880 participa, del lado porteño, en la revolución de Carlos Tejedor. Cuando esta fracasa, pide la baja y se va callado a La Rioja. Se enreda en empresas mineras y un poco en el periodismo. Cabalga por “las tierras místicas de Famatina y Ambato, donde largos días persiguió el secreto de la montaña fabulosa y, en largas noches de panteísmo, el misterio de las estrellas”, dice Terán.
Vuelta a Tucumán
Con el tiempo, le llegan noticias gratas de Buenos Aires. En 1883 se dicta una amnistía para los revolucionarios del 80. Don Lucas se acoge a la ley. Y en 1890, tiene que dejar La Rioja, porque lo dan de alta y lo destinan a Rosario. Ya es teniente coronel.
Vuelve un tiempo a Tucumán. En 1891 lo eligen diputado por Monteros y a poco regresa a Buenos Aires. En 1893, otra vez a Tucumán, formando en la aguerrida tropa que, al mando del general Francisco B. Bosch, sofoca en media hora la revolución armada de la Unión Cívica Radical. La provincia queda ocupada por el ejército tres meses, hasta que llega la intervención federal, y don Lucas es el jefe de Policía.
En las elecciones que se convocan después, sale elegido un “acuerdista”, el doctor Benjamín Aráoz. Este nombra ministro de Gobierno a don Lucas. Pero meses después, en 1895, muere repentinamente Aráoz. Hay elecciones y don Lucas resulta ungido gobernador. Ha llegado su hora.
El gran gobernador
Contaba 54 años, lo que era ser casi viejo entonces. Había nevado sobre la frondosa cabellera y la barba renegrida del antiguo expedicionario al Río Negro. Los ojos vivaces de aquella época miraban ahora por detrás de anteojos, y el rostro estaba surcado de arrugas. Pero contaba con el tesoro inestimable de la experiencia.
Lucas Córdoba fue, por dos veces, gobernador de Tucumán: de 1895 a 1898 y de 1901 a 1904. En el intervalo, tuvo una banca de senador nacional. Sus mandatos fueron históricos. Trajo las aguas corrientes a la ciudad. Hizo dar un asombroso salto a la educación pública: en un año fundó 56 escuelas y la matricula creció, en dos años, de 14.000 a 19.000. Creó el Banco de la Provincia de Tucumán. Derogó la infamante ley de conchabos y terminó, al implantar la Ley de Riego, con el uso político del agua en la campaña. Obsesionado por el agua, planeó el dique El Cadillal, cuya piedra basal colocó en 1904. Y a la hora de la gran crisis de superproducción azucarera, la destrabó con la famosa “ley machete”.
Ni dinero ni honores
Nunca tuvo casa propia, ni fincas, ni negocios. No le interesaba el dinero. Tampoco le interesaban esas dignidades que embelesan a los figurones. Tenía el coraje de los hombres templados: lo había demostrado en los campos de batalla, en la juventud, y en la madurez lo testimonió resistiendo serenamente el llamado de las riquezas materiales.
Conocía como nadie a los hombres. Le bastaba “semblantearlos” para saber detrás de qué corrían. Y esa condición le sirvió también para establecer qué necesitaba la gente de su provincia, en los seis años que la gobernó.
Cuando pasaron los huracanes de la política, sus adversarios más enconados tuvieron que convencerse de la grandeza del formidable viejo. Juan B. Terán, uno de aquellos, le daría las gracias “por haber ennoblecido mi vida, entregándole un testimonio viviente de las grandes virtudes”.
El pueblo sabe
Murió el 29 de julio de 1913, en el pueblito cordobés de Quilino. Cuentan que el fiel amigo Neptalí Montenegro entregó su levita para que vistieran el cadáver: ya estaba muy gastada la que poseía el magro guardarropas del ex gobernador y ex senador nacional
El pueblo reconoce a quien lo sirve realmente. Cuando sus restos llegaron a Tucumán, una enorme multitud se encolumnó acongojada, a lo largo de muchas cuadras, para despedirlo. En el Senado de la Nación, el doctor Julio Roca, hijo de su amigo, recordó emocionado que don Lucas “no hizo en su vida un negocio, no poseyó una vara de tierra; no ocupó posiciones que no significaran un sacrificio; fue gobernador y renunció reiteradamente las canonjías electivas; declinó las glorias del Paraguay por las penurias oscuras de las campañas del interior; disolvió en su provincia los partidos históricos y patronímicos, y fundó su administración en la concordia de la familia tucumana”.