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“MUJER CON LORO” DESNUDA. Óleo que el pintor francés Gustave Courbet ejecutó en 1866 la gaceta / archivo

El pájaro que habla es parte del refranero popular, del arte, de las letras, y mitiga la soledad de muchas vidas. Cuadros de Manet y de Courbet, un cuento de Flaubert y la desilusión de Sarmiento por la mudez de su loro tucumano.


Todos, alguna vez, hemos tenido un loro en la casa, o por lo menos hemos visto alguno. Es curiosa la cantidad de asuntos que se vinculan con esta ave. Cuando alguien recita de memoria, se dice que “repite como un loro”. Los antipáticos resultan “secos como lengua de loro”. Al que empieza a ganar en el juego de naipes, los perdidosos le recuerdan que “el primer maíz es de los loros”. Si alguien no advierte que lo que le ocurre tiene sus causas a simple vista, la frase es: “¡Qué calor, dijo la lora, y le estaban quemando el nido!”. También se califica de “loro” a la mujer fea. Son unos pocos ejemplos entre decenas de aforismos de la costumbre popular, y eso sin mencionar no pocos cuentos de jocosa grosería.

Los eruditos dicen que el nombre del pajarraco viene del idioma malayo, en el que “lori” significa papagayo. Carecemos de conocimientos y de espacio para disquisiciones eruditas sobre el loro. Julian Barnes anota que los antiguos filósofos griegos usaban la capacidad de hablar de estas aves, como argumento en sus discusiones sobre las diferencias entre hombres y animales. Y que Claudio Eliano aseguraba que, en la India, los brahmanes los honraban más que a ningún pájaro, porque hablaban. En fin, han dado lugar a incontables libros, científicos y de los otros. Las líneas que siguen son más modestas.

Hermoso animal

Una amena nota de Orestes Di Lullo, de 1939, recuerda que, en el lenguaje familiar, al loro se le suele llamar “Pedro”, “Perico” o “Lorenzo”. Lo define como “un hermoso animal del tamaño de una paloma torcaz, de color verde oscuro, con manchas rojas, amarillas y azules en la cola y en las alas. De corvo y potente pico, su condición mejor es la de poseer ciertas facultades (memoria auditiva y facilidad para articular sonidos) que le permiten reproducir la voz humana”.

Y si a eso se añaden “el gracioso y torpe balanceo de su andar, la leve inclinación de su cabeza cuando escucha y su habilidad de trapecista consumado, podremos explicarnos, por lo menos en parte, la simpatía y preferencia de que goza”.

Cantos y versos

Supone este autor que, cuando los conquistadores españoles del siglo XVI se internaron en los bosques del Tucumán, la abundancia de loros con plumaje tan vistoso, su condición de parlanchines y la facilidad para domesticarlos, pronto los llevaron a criar estas aves. Era algo que alegraba la vida monótona de los caseríos iniciales y que se convirtió, fácilmente, en “costumbre y pasatiempo popular”.

Como el loro imita las voces de la gente que lo rodea, sus propietarios suelen disfrutar enseñándole cantos y versos sencillos. Apunta Di Lullo que tales versos, estaban acondicionados a “sus medios expresivos, sus capacidades fonéticas y su capacidad retentiva”. Por eso las estrofas tienen todas una semejanza muy característica e integran, afirma, “un frondoso material poético, la mayor parte de antigua data, que ha ido transmitiéndose de generación en generación”.

Pintores y Flaubert

El loro tiene prestigiosa figuración en las artes y en las letras. Un óleo famoso del gran pintor Édouard Manet (1832-1883) es “Mujer con loro”, de 1866, el mismo año en que el igualmente célebre Gustave Courbet (1819-1877) pintó uno de idéntico nombre, pero con la mujer desnuda.

Y en la obra del literato francés Gustave Flaubert (1821-1880), autor de “Madame Bovary”, el loro tiene un rol que movió a Barnes a dedicarle un delicioso y penetrante libro, llamado precisamente “El loro de Flaubert”.

En la casa familiar del escritor, en Rouen, se conserva bajo un fanal el loro embalsamado que Flaubert pidió en préstamo al Museo de esa ciudad. Lo tuvo sobre su mesa de trabajo en 1876, mientras escribía “Un coeur simple” y lo hizo aparecer en ese cuento con el nombre de “Loulou”: era el ave venerada de la protagonista, Félicité. Narra Barnes, tras abundar sobre el tema, que pasadas tres semanas, a Flaubert comenzó a irritarlo la sola visión del loro, y lo devolvió. En carta a Madame Brainne, le decía que quiso tener el pájaro cerca “para llenarme el cerebro con la idea loro; porque estoy escribiendo la historia de los amores de una chica vieja y un loro”. Después, Barnes hallaría, en el museo de Croisset, otro pájaro al que se adjudicaba igual procedencia.

La selva tucumana

En Tucumán, abundaban los loros de las más diversas variedades. No hay persona que haya descripto el esplendor de nuestra selva, que deje de mencionar las bandadas que cruzaban, en estridente algarabía, entre las copas de los árboles.

Domingo Faustino Sarmiento, al exaltar –de oídas- el bosque tucumano en el “Facundo” (1845), dice que “sobre toda esta vegetación que agotaría la paleta fantástica en combinaciones y riqueza de colorido, revolotean enjambres de mariposas doradas, de esmaltados picaflores, millones de loros color de esmeralda, urracas azules y tucanes anaranjados”. Y que “el estrépito de estas aves vocingleras os atormenta todo el día”.

Gabriel Iturri, el tucumano amigo de Marcel Proust, cronicaba su breve regreso a la ciudad natal en 1890, en carta a París, al conde Robert de Montesquiou.

Cacería y comida

Narraba que había participado en una curiosa cacería de loros en el cerro. “Llegamos a una selva de naranjos cargados de frutas y cubiertos, a esa hora de la mañana, por miles de loros del más variado plumaje” que se nutrían con esa fruta, decía Iturri.

Según su relato, los excursionistas procedían a abatir los loros y, tras descartar a los viejos, los desplumaban, los asaban y se los comían con deleite. “El loro es delicioso: tiene el gusto del pato. Como se alimenta sólo de naranjas, toda su carne está impregnada de ese olor”.

Así, ponderaba Iturri, el plato fuerte del paseo estaba constituido por loros bouillis, rôtis et en ragoût. Después de la comida se bailaba, y todos regresaban más tarde a la casa, “felices o así parecen, con las manos llenas de orquídeas y de plumas de loros”…

En 1874, recién liberado de su presidencia, Domingo Faustino Sarmiento se ocupaba de ornamentar aquella isla del Tigre que le había obsequiado Federico Álvarez de Toledo. En carta del 15 de enero al amigo tucumano José Posse, pedía que le enviara semillas de plantas y enredaderas y, decía, “si pescas un loro manso y hablador, no haría mala figura”. El 19 de febrero, Posse le avisaba que, con un sobrino que viajaba a Buenos Aires, “te mandaré el loro más hablador que conozcas”.

En otra, advertía: “vas a recibir un animal más racional que los racionales: puedes conversar con él, no te rías. Habla, canta, pide lo que desea. Recién creo lo que dice Darwin y Clemencio Roger de esa especie”. Como Sarmiento estaba cada vez más sordo, Posse le recomendaba: “Destápate los oídos para sorprenderte de lo que te diga de mi parte el loro”.

Ante tan entusiastas anticipos, el 17 de julio Sarmiento le prometía que “el loro será recibido con la distinción que sus anunciados talentos merezcan”. Pero ocurrió que, llegado finalmente el regalo en una jaula, Sarmiento se fastidió por la obstinada mudez del loro tucumano, y se quejó de ese defecto capital a Posse.

El loro mudo

El amigo tucumano le respondió extensamente, el 31 de agosto. “Te he mandado una maravilla con el loro que tratas tan injustamente de animal. Aquí los loros habladores valen 2 y 3 pesos, y debía ser un portento ese que tienes, cuando he pagado 25 pesos por él. Sucede que al cambiar de clima, de naturaleza y de objetos y personas conocidas, les viene el mutismo. Mi hija Manuela llevó dos loros muy habladores que cayeron en una profunda pena: el uno murió de melancolía, y el otro al año siguiente recobró el habla”.

Añadía: “Si has conservado enjaulado al loro, has hecho una barbaridad. La prisión es la mitad de su silencio. La jaula no fue sino un accidente de transporte. Es necesario que lo hagas dormir adentro mientras haga frío. Para que esté libre y contento, hazlo colocar en una estaca clavada en la pared: así se ha criado. No le des cosas grasosas a comer. Pan mojado en agua, papas hervidas, pero frías; naranjas y semillas de zapallo, dándoselas pegadas al corazón de la fruta para que él las extraiga: todo eso es su alimento favorito”.

En suma, aseguraba Posse que, cuando el loro “recobre su alegría y su lengua, le pedirás perdón de rodillas por haberlo tratado de animal”.

Una compañía

Di Lullo hallaba todo un símbolo en ese cariño con que las ancianas del norte criaban amorosamente a loros y catas en sus casas. Proyectaban así una maternidad que no dejaba de prodigarse, aunque los años fueran pasando implacables.

Es cierto que los loros, decía, “las regalan con el bullicio de sus cantos y risas, con el parloteo carrasposo de sus recitados y los caprichos de su ingenio. Pero la simbiosis arranca de la necesidad que crea el vacío de esas vidas fecundas que, al término de la jornada, no encuentran más refugio que el sufrimiento de pensar en las cosas pasadas: esa tristeza del recuerdo de los que se fueron para siempre, o de los hijos y maridos que partieron a las cosechas o el trabajo en los bosques”.

Es que “la cata y el loro son compañeros de la ancianidad solitaria. Son el consuelo de la pena, la preocupación en el ocio, el relleno en la vacancia del afecto”.