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EL VIEJO COLEGIO. Detalle de la galería de la actual Escuela Sarmiento, donde en 1871 funcionaba el Colegio Nacional de Tucumán.

En 1871, el ministro Nicolas Avellaneda, tras leer el artículo con que debutaba Paul Groussac, le dio una cátedra en Tucumán.


Hubo una época en que las más altas autoridades de la República Argentina se daban tiempo para descubrir a los intelectuales talentosos y procedían a darles apoyo y estímulo. Así ocurrió con el después célebre Paul Groussac. El caso, por cierto excepcional, merece narrarse. El mismo protagonista dio los detalles en uno de sus libros más conocidos, “Los que pasaban”.

PAUL GROUSSAC. Rostro del maestro, en los años en que iniciaba su carrera entre nosotros.

Groussac era un francés de Toulouse, y descendió del barco en Buenos Aires a los 18 años, en febrero de 1866. Hablaba un castellano de media lengua y necesitaba trabajar para mantenerse. Luego de una temporada de peón ovejero en Areco pudo radicarse en la ciudad. Se dedicó a estudiar con pasión en la Biblioteca Nacional, mientras subsistía gracias a unas cátedras que dictaba de tanto en tanto. No tenía más curriculum que el de bachiller de Toulouse, pero la enorme escasez de profesores lo favorecía.

PEDRO GOYENA. Animó a Groussac a publicar su primer trabajo en castellano en la “Revista Argentina”.

Gracias a Goyena

Hacía esporádicos reemplazos en el Colegio Nacional porteño. Era una atención del rector Alfredo Cosson, su compatriota. Allí pudo conocer a José Manuel Estrada, el director de la prestigiosa “Revista Argentina”; y un día, en el tren que lo llevaba a Morón, anudó amistad con Pedro Goyena. El gran orador católico era, en ese momento, el príncipe de los críticos literarios de Buenos Aires.

Cuando Groussac le mostró sus manuscritos en castellano, no titubeó Goyena en ofrecerle las páginas de la publicación de Estrada. Apareció entonces el primer trabajo del joven francés en nuestro idioma. Se titulaba “José de Espronceda”, en el tomo X, páginas 123 a 165, de la “Revista Argentina” que salió a la calle a comienzos de 1871.

En ese momento, Domingo Faustino Sarmiento era presidente, y su gabinete tenía, como ministro de Justicia e Instrucción Pública, al doctor Nicolás Avellaneda.

NICOLÁS AVELLANEDA. Ministro de Instrucción Pública de la Nación, quiso conocer a Groussac ni bien lo leyó.

Avellaneda sorprendido

Sucedió que el tucumano leyó el trabajo de Groussac. Escribiría después: “Quedamos sorprendidos. No habíamos leído en nuestro idioma apreciaciones más finas y de un vuelo tan elevado. El análisis se mezclaba al drama. Era un estudio literario y a la par un estudio humano. En el poeta se buscaba al hombre y a través de sus versos se divisaban las vicisitudes de la vida o las palpitaciones de su corazón”. Era “la aplicación, entre nosotros, de los procedimientos de la crítica moderna, como es practicada por Sainte Beuve o por Nisard”.

Pero Avellaneda no se limitó a a disfrutar de la lectura. Hizo más. El 3 de febrero de 1871, hizo decir al rector Cosson que quería conocer al tal señor Groussac.

“Años dichosos”

El joven francés nunca olvidó la convocatoria. Calificaría de “años dichosos” a aquellos en los cuales “todo un ministro nacional y candidato a la presidencia, se desprendía del tejemaneje político para atender a un pobre muchacho extranjero, recién salido del literario cascarón”.

En compañía de Cosson, se presentó al día siguiente en el despacho. Tiempo atrás, había visto y escuchado al ministro, de lejos, en el cementerio de La Recoleta: era el entierro de “Dominguito”, el hijo de Sarmiento y Avellaneda fue el orador principal. Ahora, cinco años más tarde, el tucumano estaba pronto para iniciar la carrera que habría de llevarlo a la presidencia de la República.

ALFREDO COSSON. Rector del Nacional de Buenos Aires, era compatriota y amigo de Groussac.

Con el ministro

Tuvieron que esperar un rato. Avellaneda debió despachar a “una docena de solicitantes, conocidamente provincianos los más, por el pelaje y la tonada”. Groussac narraría su impresión física del tucumano. La “baja estatura y endeblez física” daban una apariencia de “cansancio y falta de vigor” a su “delgada persona y andar inseguro: casi de puntillas, por lo exagerado de los tacones”. Pero todo eso se compensaba con “la vivaz y expresiva fisonomía, embellecida, a pesar de la cetrina palidez criolla y la profusa barba de corte asirio (más tarde felizmente cercenada), por la noble frente pensadora, que ensanchaba un principio de calvicie, raleando la negra y ensortijada cabellera”. Y, sobre todo, “por el brillo y extraordinaria agudez de la mirada que irradiaban aquellos ojos tucumanos, como relámpagos rajando la noche oscura”.

Nada de regreso

No se le escapó ningún detalle de Avellaneda. Ni siquiera la “pronunciación cadenciosa”, que postiza al comienzo se le había vuelto natural; o el “cloqueo nasal” que remataba con un “¿Uh?” el fin de las frases. Todos esos rasgos, “complejos pero nada vulgares” producían, en el visitante, “una impresión extraña, mezcla de respeto y simpatía”. La impresión se fijó oyéndolo despachar a “un politicastro” con acento cortante: “eso no; dígale al ‘Payo’ que no debe pedirme una injusticia, ¿uh?”.

Después, el ministro empezó a conversar con Groussac. No pensaba Avellaneda que fuera tan joven quien publicaba en la revista de Goyena y Estrada. Revolotearon por la literatura francesa y, de pronto, el ministro le preguntó, directamente: “y usted ¿qué piensa hacer?”. Al responderle Groussac que preparaba su regreso a Francia, se apresuró a tratar de disuadirlo.

La oferta

Le parecía que un escritor no podía dejar la Argentina “sin haber divisado sus bellezas, conocido el interior, la provincia de Tucumán”, dijo, a tiempo que se lanzaba a describir con entusiasmo su tierra natal. Y para acentuar la sugerencia, formuló una concreta oferta. Le propuso pasar a Tucumán, con gastos de viaje pagos, para hacerse cargo de “dos cátedras poco absorbentes” en el Colegio Nacional de esa provincia.

Groussac agradeció, contestó que lo pensaría y se despidió con rapidez. En la puerta, también abandonó a Cosson para correr enloquecido a la pesca de un carruaje. Es que si la entrevista se prolongaba unos minutos más -narraría- “me exponía a perder cierta primera cita en la Recoleta, la cual, por el momento, me importaba mucho más que el Jardín de la República, con todos sus montes y quebradas”. Desquite de la juventud.

Groussac resuelve

El rector Cosson había vivido y enseñado en Tucumán, con Amadeo Jacques, y guardaba buen recuerdo del lugar y de su gente. Le aconsejó aceptar la oferta.

Por su parte, Groussac pensó que, a su edad, un año en la provincia no podía considerarse perdido, y que la posibilidad “en el fondo se avenía con mi humor aventurero”. Además, “tenía razones íntimas para alejarse momentáneamente de Buenos Aires”: se trataba de un enredo amoroso que nunca tuvo solución.

En suma, resolvió postergar el regreso a Francia. Apenas tres días más tarde -el 7 de febrero- un decreto de Sarmiento y Avellaneda lo designaba profesor de Matemáticas en el Colegio Nacional de Tucumán. Estaba haciendo “con desgano” los preparativos del viaje, cuando advirtió que debería esperar. Empezaba marzo y el puerto de Rosario se había cerrado para todo lo que procediese de Buenos Aires, a causa de la epidemia de fiebre amarilla.

Un largo viaje

Pasaron varios meses, cuyas alternativas Groussac desarrolla en “Los que pasaban”. Ocurrió que fue atacado por la fiebre amarilla, que hizo crisis sin matar al enfermo. Asistió a la declinación de la epidemia, y en mayo inició el viaje a Tucumán. Era largo. Debía tomar sucesivamente el vapor hasta Rosario, luego el tren que lo dejaría en Córdoba, y desde allí encarar el viaje en diligencia hasta su destino, a lo largo de “diez días cortos, por entre sierras y llanos, bosques y arenales”.

Finalmente, llegó a Tucumán. Poco tiempo le tomó sentirse cada vez más cómodo en esta ciudad. Respiraba aire amistoso, lo cautivaba el paisaje y halló un calor de hogar y de afecto que mucho necesitaba. Nunca olvidaría la acogida de su gente, “cordial como una adopción”.

Cautivado

Encontró que era corriente esa “cariñosa solicitud con que se practicaba la hospitalidad del corazón, ahorrando al recién llegado las horas infinitamente amargas de la soledad entre la multitud y la acomodación penosa al medio ambiente”. Todo eso formaba “un recuerdo grato, que en ningún viajero se borraba jamás”.

Pasó los primeros días en un hotel. José R. Fierro, su discípulo y fiel amigo hasta la muerte, testimonia que Groussac “se instaló en un pequeño departamento independiente sobre la calle Las Heras (hoy San Martín) en casa de don Felipe Posse”. Quedaba a una cuadra escasa, bajando a la esquina del naciente y torciendo a la derecha, del Colegio Nacional, que por entonces funcionaba en la hoy sede de la Escuela Sarmiento. Una placa marca el sitio en que vivió.

Casi doce años

Con algunos intervalos, Groussac residiría en Tucumán hasta comienzos de 1883. Nunca sospechó que iba a quedarse tanto tiempo. Mucho después, evocaría esos años con melancolía. “¿No era ayer que tiré al viento, a través de las montañas y de los bosques vírgenes, las horas despreocupadas de la juventud, encontrándolas demasiado rápidas y demasiado numerosas como para contarlas? ¡El futuro era todavía tan amplio, tan vagamente indefinido; parecía tan lejano el día de las decisiones serias y de los pasos meditados! La patria estaba siempre abierta y el hombre joven podía demorarse en el exilio, como el pájaro de paso sobre una rama, seguro de volar cuando quisiera… Y llegó el momento en que era demasiado tarde”.