En 1829 fue derrocado el gobernador José Manuel Silva por un motín militar. Su cabecilla se encaramó en la gobernación y ejerció, por casi dos meses, un poder absoluto.
Durante 49 días, durante el zarandeado año 1829, la provincia de Tucumán estuvo gobernada por un oscuro oficial peruano, sin antecedentes que lo habilitasen para esa dignidad. La historia no es demasiado conocida. La investigamos en detalle en un trabajo de 1986 y merece narrarse en síntesis.
El peruano se llamaba Manuel de Lacoa. Era nacido en Lima y llegó a Tucumán con el ejército realista de Pío Tristán. Con grado de capitán del Regimiento de Chichas actuó en las filas derrotadas en la batalla de Campo de las Carreras, el 24 de setiembre de 1812. Allí fue hecho prisionero, como lo documenta la lista oficial. Según Paul Groussac, terminó aprehendido durante la acción por “un gaucho que lo enlazó como a una res”. Agrega irónicamente que, “pareciéndole esto una predestinación, se casó con una viuda tucumana”. La viuda era doña Ángela Ferreyra, anterior esposa de don José Antonio Carmona.
La pulpería
Lacoa actuó con inteligencia. Al quedarse en Tucumán, no sólo dejaba atrás su pasado de realista, sino que mejoraba sustancialmente su maltrecha economía. Esto porque doña Ángela introdujo al matrimonio 1.700 “y más pesos”, lo que le permitió -sin aportar él más que 1.000 pesos- establecer una pulpería en la esquina de las actuales calles San Martín y 25 de Mayo, frente a San Francisco. La casa daba sobre el convento, en tanto el negocio miraba a la plaza. Y mientras el dependiente Agustín Álvarez manejaba la pulpería, a Lacoa le quedó tiempo para iniciarse en la política, con el nuevo “status” que le daba, conjeturamos, la buena posición económica de la esposa.
Tres diputaciones
Así, en agosto de 1825 fue elegido diputado por Monteros a la Junta o Sala de Representantes, y nombrado secretario de la misma. Mantuvo estas funciones hasta el 1 de diciembre. Pero el 15 de ese mes asumía otra banca, como diputado por Los Juárez (Leales) hasta enero de 1826. Obtuvo una tercera banca, en agosto de 1827, en representación de Chicligasta, y en diciembre lo ungieron vicepresidente de la Sala. Rápida carrera, como se advierte, para el peruano, en la misma ciudad donde diez años antes no era más que un pobre godo prisionero.
Groussac destaca lo cuidadoso que era con el dinero. Durante la primera entrada de Juan Facundo Quiroga, ese año 27, su casa había sido requisada para hospital. Pero al alejarse el Tigre de los Llanos “dejando arruinada la provincia, el propietario presentó al gobernador una cuenta de 12 pesos ¡por alquiler de su casa en servicio público!”, se admira el historiador.
Motín y gobierno
El 27 de abril de 1828 asumió el gobierno de Tucumán, a regañadientes, don José Manuel Silva. Pero al iniciarse el año siguiente, el 2 de enero, un motín militar lo derrocó. Como responsable del golpe aparecía Manuel de Lacoa. La documentación sobre el hecho es mínima. No hemos hallado proclamas que expongan los móviles, ni narración de pormenores del estallido.
El hecho es que el 8 de enero, Lacoa comunicaba a la Tesorería, que “en acta celebrada el día de ayer por el pueblo, a virtud de los tratados que han celebrado los jefes de la fuerza del campo con los de la plaza, he sido nombrado Gobernador Intendente Interino con las facultades de ley”. Lo informaba para que se le rinda “el debido obedecimiento”.
Otro oficio de Lacoa avisaba que, por los mismos “tratados” quedaba “depuesto del mando de Gobernador Intendente Propietario el ciudadano Don José Manuel Silva, y por su consecuencia debe entenderse su cese desde el día 3 del corriente”.
Los pagos
El peruano también dejó cesante al ministro secretario de Silva, presbítero Lucas Córdoba, y armó su equipo con Santiago Maciel como “ministro secretario interino” y designó “oficial de pluma”, para el despacho, a Juan José Palma.
Por cierto que era urgente atender los sueldos de los comandantes y de los soldados. Así, también ese día 8, Lacoa avisaba al Ministro Tesorero, don José Manuel Terán, que “las urgencias presentes del gobierno no permiten preferencia a otros pagos, porque es de necesidad hacer retirar a la brevedad posible las milicias de la campaña, antes de que se crezcan sus gastos”. Por eso, disponía “la suspensión de todo pago sin precedente orden; y por consecuencia, para atender estas necesidades, es de necesidad se cobre ejecutivamente toda deuda y se ponga a caja”.
Cesantía masiva
Por unos días, Lacoa disfrutó del poder absoluto en Tucumán. No funcionaba la Sala de Representantes, el ejército lo apoyaba, no pagaba un peso a nadie y ejecutaba sin piedad a los deudores del fisco. Pero la caja seguía con dificultades. Lacoa cortó por lo sano. El día 9 dispuso que todos los empleados de la gobernación de Silva “cesaron en el goce de sus sueldos desde el día 4 del presente”. Esta cesantía en masa fue, comenta Groussac, el “acto marcante” de su administración.
El 19 de enero, puesto que la Sala estaba inactiva, dejó cesante también al prosecretario de ella, Toribio del Corro. Pero hay que conjeturar que el jefe militar de la plaza, coronel Javier López, consideró que Lacoa ya había tenido su cuarto de hora.
López gobernador
Sin duda por su indicación el peruano repuso el 30 a Del Corro y encargó a la Tesorería que le proporcionara el “dinero preciso” para la Sala y su oficina, esto además de invitar a los diputados a reunirse.
Estos se congregan el 17 de febrero. Es una sesión preparatoria, donde se examinan las actas de la elección de diputados realizada no se sabe si antes de la caída de Silva u organizada por Lacoa, aunque más probable lo primero. Al día siguiente, con toda solemnidad, jura el doctor Manuel Berdia como presidente de la Sala, juramento que recibe Lacoa como gobernador.
Las actas registran que el 18, Lacoa pide a los representantes que nombren gobernador en propiedad. Esto se hará el 20. La Sala, “penetrada de la necesidad de fijar la suerte de la provincia, arrancándola del estado vacilante a que la condujeron sucesos bien desagradables”, procede a elegir gobernador propietario al coronel Javier López, reza el asiento de la Tesorería.
El hijo pleitea
Lacoa se esfuma del mapa político. Suponemos que se concentró desde entonces en atender la pulpería de la plaza. Alguna vez aparece su rastro en los papeles. En 1838 se ve envuelto en un juicio: su hijo José Gregorio de Lacoa (al que en el testamento Manuel reconocería como “adúltero”) le entabla un pleito, defendido por el doctor Marco Manuel de Avellaneda. Sostenía que en poder de don Manuel estaban 900 pesos, confiados por su madre para que se los entregase al llegar a la mayoría de edad. Reclamaba esa entrega, que no se había producido, a pesar de hallarse él en “suma pobreza”.
Lacoa se negó a la pretensión, oponiendo una larguísima cuenta de gastos realizados a causa de su hijo, que a su criterio reducían aquella deuda a sólo 123 pesos.
Viejo y enfermo
Al fin, el ministro de Gobierno, Juan Pablo Figueroa, falló que “en consideración a la edad avanzada del deudor, al pequeño principal (o sea capital) que maneja y a la necesidad de proveer a su subsistencia, por equidad, se ordena al deudor oble los 123 pesos ofrecidos, y que del resto, hasta llenar los 900 pesos, se le otorgase un documento al acreedor para que sea pagado con los bienes que queden… después de la muerte”.
Es que Lacoa ya estaba no sólo viejo sino enfermo. A una citación para comparecer en el pleito, en marzo de 1838, había contestado que no podía acudir “por hallarme sin poder dar un paso”. Así lo acreditaba también la firma, trabajosa y vacilante. El 26 de diciembre, otorgó un testamento nuncupativo ante Agapito Zavalía, Manuel Cainzo y Pedro Méndez.
La muerte
Allí reconocía su paternidad de José, pero hacía ilusorias sus pretensiones de juntarse algún día con los famosos 900 pesos. Si cobrase, decía, “algo a mérito de una sentencia que se expidió en una demanda”, se abonaría “con la ropa de su uso que era lo único que juzgaba quedaba a su favor, pagando a sus acreedores”. También reconocía como hija natural a “una jovencita que tenía a su lado llamada Dolores”: si quedaba algo luego de pagar los créditos, era para ella. Declaraba que de su primera esposa, Tadea Bargas, no había tenido hijos; y tampoco de su segunda, la tucumana Ángela Ferreyra, cuyo capital “de 1.700 y más pesos” dejaba a salvo.
Para terminar, no hemos encontrado el acta de defunción de Manuel de Lacoa. Debe haber muerto entre los últimos día de diciembre de 1838 y los primeros de enero de 1839, ya que el 10 de este mes ya se habla de él como finado.
Tres libros
El 26, se hacía un minucioso inventario de las existencias de la pulpería, bajo el ojo vigilante de doña Ángela y del dependiente Álvarez, especialmente interesado si se piensa que Lacoa le adeudaba sueldos desde 1835, según el testamento.
No era hombre de vida intelectual el avispado peruano. Solamente el “Exercicio Cotidiano”, un “Telémaco” en dos tomos y un volumen de la “Evidencia del Cristianismo”, de Paley -acaso nunca leídos- constituían su más que módica biblioteca. Lo que no obstó, vimos, para que fuera varias veces diputado y una vez gobernador, en esta provincia a la cual lo habían arraigado una derrota militar y un certero golpe de lazo.