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EL VIEJO TUCUMÁN. En 1870, Ángel Paganelli registró en esta foto la primera cuadra de calle Congreso. Así era la ciudad en los últimos tres lustros de la vida de Campo.

José María del Campo, varias veces gobernador de Tucumán y arrojado jefe de los liberales, resistió a puñetazos y patadas a tres asaltantes armados que lo atacaron en El Manantial. Fue la última guerra que ganó en su azarosa vida.


Una figura extraña y enigmática de la historia de Tucumán es el presbítero José María del Campo, el Cura Campo como le decía la gente (los “de” y los “del” de los apellidos se omitían por entonces en el habla diaria). Conocemos, gracias a un dibujo de Lola Mora, el rostro, visiblemente atormentado y sombrío de este personaje.

Tras una anónima trayectoria en parroquias de aldea apareció, después de Caseros, sin sotana y como caudillo del Partido Liberal, convertido en la pesadilla de todo lo que tuviera que ver con federales, fueran los de Rosas o los de Urquiza. Al frente de los ejércitos de la provincia (“hombre y medio”, lo llamaba Wenceslao Paunero) fue vencedor en Los Laureles y en El Ceibal -sin amilanarse por la derrota intermedia de El Manantial- tanto como persiguió a los montoneros por Catamarca y por La Rioja.

Varias veces desempeñó la gobernación de la Provincia, en esa turbulenta década de 1850 y a comienzos de la no menos trajinada que siguió y, en 1864, sería senador nacional por Tucumán. Operaba en estrecha alianza con la familia Posse, que fue el “partido oficial” de su gobierno. Con ellos urdió la abortada revolución de 1856, que les costó cárcel y destierro.

Desbarrancado en el cerro

Hay también algunas descripciones del físico o los hábitos del Cura, cuyo abandono del estado eclesiástico -en todo sentido- era frontal y público. Se sabe, por ejemplo, que siempre tiraba hacia atrás el sombrero, para dejar descubierta la frente. Que su ordenanza era el Negro Agapito. Que tenía la manía de azotarse constantemente las piernas con un latiguillo. Irradiaba un nítido magnetismo. Julio P. Ávila recuerda haberlo visto, de niño, pasar a caballo por el centro de la ciudad: aunque ya no actuaba en política y estaba enfermo (llevaba zapatillas porque no aguantaba las botas) la gente se apartaba a su paso y lo miraba con un respeto religioso.

Diestrísimo jinete, el caballo jugó en su contra cuando iba a su campito de Potrero de las Tablas: pisó mal en la senda y cayó, con Campo montado, unos diez metros abajo, al fondo de una quebrada. Era cerca de la Semana Santa de 1884. El golpe causó graves heridas al Cura, pero aguantó varios días comiendo galletas asentadas con el vino que llevaba en las alforjas.

La familia se alarmó, y el Jueves Santo los policías salieron a buscarlo. Cuando lo encontraron, fue izado en una camilla armada de apuro y el padre Audelino Pérez, ayudante del párroco Ignacio Colombres (en cuya casa Campo se alojaba en sus viajes a la ciudad) lo absolvió y le dio la extremaunción. Murió el domingo de Pascua, 13 de abril, “en la comunión de Nuestra Santa Madre Iglesia”, a causa “de haberse despeñado”, reza la partida asentada en el libro de defunciones de la Catedral.

Pista desde Ovanta

Hace ya muchos años, cuando terminaba 1988, leí un viejo artículo del ingeniero José Padilla, sobre los hechos históricos que ocurrieron en la zona de San Pablo y El Manantial. Picó mi atención un dato. “La casa -decía Padilla- que habitó el gobernador José María del Campo, se conserva en buen estado. Está situada a la margen Poniente del Manantial de Marlopa, justamente a dos kilómetros al Naciente de la actual estación Ovanta…” Dada la época en que vivió el informante (1881-1948), su conocimiento de la zona y ser coautor de la nota su hermano Ernesto Padilla, experto en el pasado tucumano, la referencia parecía más seria que otras que escuché, a través de los años, relativas al mismo asunto.

Así, pocos días después llegué hasta la estación Ovanta (edificio demolido, pero todavía se sabía adónde era) y, por el primer camino a la vista, me dispuse a seguir los dos kilómetros con rumbo Naciente. A la historia que siguió, la narré en LA GACETA entonces: ahora la repetiré con algún agregado.

De rato en rato preguntaba a algún caminante por la casa que perteneció a un Cura Campo. “Aquí no hay ninguna familia de ese apellido”, respondían. Era inútil tratar de explicarles que sólo buscaba algo que hubiesen escuchado de boca de algún viejo, alguna vez. Al fin, en la casa de los Cabrera, viejos propietarios, una señora se arriesgó: “decían que era en la escuela”. El dato sería corroborado por don Roque Castillo, vecino de El Manantial y casi ochentón por entonces, con quien hablé rato después, por acertada sugerencia de Benito Castaño, otro hombre cordial del lugar.

La casa, ya es otra casa

Gran desilusión. La casa vieja -exactamente a dos kilómetros- ya había sido reemplazada por otra, de edad indefinible pero bastante cercana, para alojar a la Escuela 260, cerrada últimamente por falta de alumnos. No importaba, porque Castillo la reconstruía rápidamente con su memoria. “Ahí vivíamos nosotros de chicos. Antes, nadie había querido, porque era la casa del Cura. Tenía un mirador desde donde los centinelas del Cura vigilaban para que no lo atacaran. Y también tenía un sótano”, decía.

Me narró una muerte de Campo que más se asemejaba a la de la Difunta Correa: “cuando se desbarrancó iba con un chico, que se alimentó varios días del maíz que el Cura llevaba en las alforjas, hasta que los arrieros lo oyeron llorar y los descubrieron: ya el cadáver estaba podrido”, contaba.

Preferí no decirle que, según la partida de defunción y las crónicas de los diarios, estaba solo y vivo cuando llegó el padre Pérez, como que pudo sacramentarlo. Pero, de todas maneras, me enteró de que “la escuela funcionaba antes en la casa del lado, y después los Nougués hicieron arreglar la del Cura para que se trasladara ahí; entonces le voltearon el mirador y prácticamente la hicieron de nuevo”…

Tomé fotografías y volvimos. En el camino, el verboso conversador Castillo desplegó más historias de toda esa banda del río Lules. Hasta se acordaba de cuando Edmundo Hileret cortó la oreja del peón Sanagua, que después lo buscaba para matarlo: “nosotros cantábamos un cantito: Ahí viene Edmundo/ por el callejón/ si lo halla Sanagua/ lo deja pilón…

Un atardecer de 1873

Mirando el local de la escuela (era 1988 e ignoro si todavía existe) pensé que, aunque la construcción carecía de todo rastro alguno del siglo XIX, fue exactamente allí donde ocurrió lo que narra don JoséPepePosse en carta del 27 de mayo de 1873, al doctor Benigno Vallejo. “Sabe usted, y eso le consta a todo el mundo, que Campo estaba alejado completamente de la política, metido en su chacra… Allí estaba el día 21 (de mayo) solo, porque nadie podía hacerle sospechar que ni hombres ni partidos conspiraban contra su vida” (aquí pensé que tenía razón don Castillo: el Cura siempre mantenía a su lado una guardia armada, y en esos días -fatalmente- había dejado la costumbre).

Sigue don Pepe: “se encontraba a puestas del sol recostado en una silla bajo el corredor de su casa, cuando entraron tres hombres al patio, bien montados y decentemente vestidos a lo paisano. Le preguntaron si era el Señor Campo y a la contestación afirmativa se apearon del caballo” (diestro periodista, don Pepe narra con el crescendo de una crónica policial). “Aproximándose le pidieron aguardiente de caña para probar, y le preguntaron por el precio del barril. Apenas habían tomado un trago, uno de ellos saca un puñal dándole un puntazo en la frente, sin duda errando el golpe que debía ser dirigido a los ojos”.

A patadas y puñetazos

Pero el Cura, “retirado” y todo, no era sencillo de matar. “Campo no perdió la serenidad por la sorpresa; se incorporó dirigiéndose a la pieza inmediata para tomar su revólver, pero no lo consiguió porque fue seguido de cerca por los asesinos, acosado a puñaladas que paraba atajándose con las manos y con los pies desde el suelo, pues estaba caído. Allí le hicieron dos tiros de revólver que no le acertaron Por fin, a los gritos acudió gente y los asesinos fugaron, quedando Campo con una puñalada debajo del brazo derecho que no penetró al pulmón, un puntazo más abajo sobre las costillas, otro en la frente y uno en la mano izquierda. El reloj estaba deshecho de una puñalada, lo cual prueba que esa prenda lo salvó de recibirla en el cuerpo. El saco y el chaleco están abiertos por doquiera de tajos y puñaladas. Afortunadamente las heridas no son mortales, y si el hombre vive lo debe a su valor personal y a su fuerza muscular que le valió para defenderse.”

En otra carta de Posse, a Sarmiento, volvía a describir el episodio, y agregaba: “es de ver el cuarto en que tuvo lugar la lucha de los asesinos con la víctima. Los balazos en la pared, los rastros de sangre por todas partes, están mostrando los esfuerzos que hacían los asesinos para ultimar a Campo y la resistencia desesperada de éste defendiendo su vida”…

La Policía publicó avisos en La Razón, ofreciendo una recompensa de 500 pesos a quien diera noticias sobre los autores del ataque o sobre su paradero. Un año más tarde, el 7 de octubre de 1874, el mismo diario informaba la captura del “célebre bandido Juan Robles“, quien “intentó asesinar al Señor Campo y es acusado de varios asesinatos y robos”.

La mala racha

En realidad, hacía varios años que la mala racha no dejaba en paz al Cura. “El pobre Campo anda errando, fuera de su casa, proscripto después de meritorios servicios rendidos al país”, ya se quejaba Posse a Sarmiento, en 1868. Cuatro años después del atentado, El Cóndor del 21 de noviembre de 1877 aseguraba que el Cura se hallaba “en triste estado, víctima de un ataque apoplético que lo ha tenido al borde de la tumba”. En 1879, el Gobierno le dio un cargo más simbólico que otra cosa: juez de la sección Cevil Redondo y Taficillo.

Trabajaba en la tierra, en la chacra de la margen poniente del Manantial de Marlopa, o en la estanzuela que tenía en Potrero de las Tablas. ¿Estaría pensando en lo distintas que eran otras épocas, cuanto se distrajo en esa ladera y no pudo enderezar a tiempo el caballo?

Al entierro de Campo asistió muchísima gente, y el padre Ángel María Boisdron rezó el responso. Juan Alfonso Carrizo solía contar una anécdota de la ceremonia. Parece que la concurrencia estaba asombrada de que, por el solo hecho de haberse confesado in extremis, quedaran olvidadas todas las andanzas, nada discretas, del muerto, y que se lo inhumara como a un virtuoso sacerdote. El padre Boisdron pensó, entonces, que había que satisfacer de algún modo la vindicta pública: se sacó la estola del cuello y la usó para propinar unos cuantos azotes al cajón, antes de que lo introdujeran en la tumba.

El general Mitre, en La Nación, bordó los honores fúnebres de José María del Campo con párrafos suntuosos: “Ha librado cien batallas, defendiéndose de invasiones o invadiendo con una entereza incomparable; ha sido un hombre a carta cabal… Cayó en la soledad de la montaña, sin poder levantar su persona, él que había podido levantar un pueblo: esperó a la muerte con la fe con que aguardó la redención de Tucumán”…