Maravillas como el “Monte de las Naranjas”.
“Si habéis estado en Tucumán en la primavera, habréis sentido una embriaguez singular, aspirando a pulmones llenos el intenso perfume de los azahares que traía el viento del oeste. Seguid esa vía embalsamada y, en un galope de dos horas, os encontraréis en el célebre Monte de las Naranjas: la octava maravilla del mundo” y “la primera” de esa provincia. Así escribía a mediados del siglo XIX un célebre visitante, el médico Paolo Mantegazza.
Luego, iba entrando en la selva. “Después de haber dejado a derecha e izquierda las glaucas plantaciones de caña de azúcar y las chacras de maíz, cercadas de setos colosales de cactus, pisáis el umbral de un bosque inmenso, sobre cuyas lindes recortadas encontráis el jazmín indígena, tres veces más grande que el nuestro y de un delicado perfume, mezcla de ámbar y benjuí”.
Sucede que “las matas de mimosas no anuncian la proximidad de la selva, porque el terreno fecundísimo no puede dar vida a arbustos raquíticos”. La naturaleza, de golpe, “sorprende con desmesurados laureles, de hojas siempre verdes y madera amarilla y fétida”. A “pocos pasos se encuentran los naranjos, que por cientos y miles, os ofrecen el variado perfume de un árbol que desde la corteza de su tronco hasta sus hojas, sus flores y sus frutos, es todo aroma, todo vida, todo gracias”.
Y si el viajero desea beber, “basta empinarse sobre los estribos de la silla, agarrar una planta parásita de los grandes árboles del bosque, e inclinar sus hojas encarrujadas sobre la boca. Apaga la sed un chorro cristalino de agua fresquísima, hasta en la estación más calurosa”. Escribía Mantegazza: “confieso haber visto pocas selvas más bellas”.