Un “tapado” que nadie pudo encontrar.
Menudean, desde tiempo inmemorial, las leyendas sobre tesoros escondidos. En el norte argentino, esos tesoros se llamaban “tapados”. Podían contener plata y oro ocultado por los jesuitas cuando los expulsaron, decían. O también ser caudales de gente que murió antes de recuperarlos.
En la tercera de sus “Tradiciones históricas”, Bernardo Frías cuenta que, hacia la primera década del siglo XX, un forastero “subía por las cuestas de Tafí rumbo a Cafayate”. Iba en busca de la antigua misión jesuita de Miraflores. En la travesía, “siendo la estación de invierno, lo tomó el mal de la neumonía”.
Al sentir que se moría, hizo una preciosa confidencia al mozo que lo acompañaba. Le reveló que era un jesuita, encargado por la Orden de rescatar el tesoro que los padres escondieron en 1767, cuando los expulsaron. Luego, sacó del pecho una cajita de lata y le dijo que en interior estaban las indicaciones para hallar ese “tapado”, que estaba “en el punto de Curu Curu, región de Miraflores”. Luego de esto, falleció. El mozo abrió la caja, que contenía un papel, pero redactado en latín. Se lo llevó entonces al vicario de Salta, Julián Toscano (tucumano de Lules), quien se lo tradujo. El contenido trascendió y desencadenó una impresionante búsqueda, no solo del mozo sino del pueblo en general. Ya no existía el punto de Curu Curo, pero se excavó afanosamente en Miraflores, Valbuena, Pitos: en fin, en todos los sitios que las tradiciones afirmaban que se llamó, en tiempos remotos, Curu Curu.
Nada se encontró. Frías -quien recibió la historia de labios del mismo padre Toscano- comenta que así vino a confirmarse el refrán tradicional: “El tapado es para el que lo halla, no para el que lo busca”.